Annabelle

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—Anders —dijo Charlie—, para el coche.

—Estamos en una autopista. Tendrás que esperar a que lleguemos a un desvío.

—Pues métete en el arcén, donde sea. ¿No ves que tengo ganas de…?

Anders cogió el siguiente desvío. Allí había un área de descanso con mesas fijas y pequeñas casetas rojas con váter y aseo. Todas estaban ocupadas, de modo que Charlie fue corriendo hasta la parte posterior de una de ellas y, una vez allí, apoyó una mano contra la pared y lo echó todo. «Voy a acabar como Betty —pensó—. Si la cosa no mejora pronto, acabaré exactamente igual que ella».

Al regresar al coche, Anders estaba hablando por teléfono. Por el tono de voz, Charlie comprendió que se trataba de su mujer. Maria lo llamaba, como mínimo, cinco veces al día, y Anders siempre contestaba.

—No sé cuánto tiempo nos llevará —le oyó decir—. Ya sabes que es imposible saberlo. Una chica ha desaparecido.

Charlie se sentó en el coche y Anders salió para continuar hablando.

—¿Problemas? —preguntó Charlie cuando Anders volvió.

—No le gusta que me vaya a trabajar fuera. Es que no es fácil quedarse sola a cargo del niño.

—Antes no teníais niño y tampoco le hacía mucha gracia.

Anders no respondió. Él, que se preciaba de ser tan abierto, no deseaba hablar de los problemas de celos que tenía su mujer.

—¿Estás mejor? —preguntó cambiando de tercio.

Charlie asintió con la cabeza.

—¿Vas a arrancar o no?

—Sólo quiero saber cómo te encuentras realmente. ¿No decías que no ibas a… a salir tanto?

Charlie abrió la boca para decirle que no era asunto suyo, pero de pronto le entraron ganas de llorar, de modo que se limitó a girar la cabeza y mirar por la ventanilla. Los amarillos campos se sucedían. ¿Colza o canola? Hubo un tiempo en el que reconocía esas cosas.

—Ya sabes que puedes hablar conmigo si te pasa algo —se ofreció Anders.

—¿Y qué se supone que me pasa?

—Yo qué sé, pero resulta obvio que no estás muy bien.

—Estoy bien —repuso Charlie, y luego permaneció callada un rato pensando en aquella maldita fiesta de la brigada. Fue la que había hecho que todo el mundo empezara a preocuparse por su consumo de alcohol, y fue también la que dio el pistoletazo de salida a ese período poco sano de su vida en el que se hallaba ahora.

Cuando Hugo llegó a la fiesta con su mujer (esa mujercita tan radiante de belleza, simpática y dulce), se despertaron en ella un montón de sentimientos para los que no estaba preparada. E hizo lo que acostumbraba a hacer cuando la situación se ponía tensa: beber demasiado y demasiado rápido. A las once, Challe ya tuvo bastante y la metió en un taxi. A decir verdad, no recordaba gran cosa de esa noche, pero lo que nunca olvidaría era el encuentro que tuvo con Challe al día siguiente. ¿Por qué, quiso saber él, se había emborrachado hasta ese punto en una fiesta de la brigada?

Charlie se defendió diciendo que ella no había sido la única y que, además, tampoco era la primera vez en la historia que alguien tomaba una copa de más en una fiesta de empresa.

Pero a Challe le importaba una mierda la historia; lo que él quería saber eran las razones que se ocultaban tras ese caso concreto.

Charlie tan sólo respondió que no lo sabía, que había comido mal, que se había tomado unos cuantos chupitos demasiado rápido. Que estaba un poco… desacostumbrada.

Lo de la falta de costumbre no era del todo mentira. Durante los meses en los que estuvo con Hugo, en vez de salir tanto, se dedicó a otras cosas. Dieron largos paseos por la isla donde él tenía su casa de verano, hicieron el amor, hablaron y se rieron mucho. Ella llegó a pensar que quizá aquello fuera algo serio, pero luego comprendió que nunca iría a más, que lo único que ella significaba para Hugo era… A decir verdad no lo sabía; lo único que sabía era que él no pensaba divorciarse. Se lo había soltado a los pocos meses, como si fuera una obviedad:

«Nunca dejaré a mi mujer».

Después, ella lo evitó lo mejor que pudo. No le hacía caso en el trabajo y no le cogía el teléfono cuando la llamaba. En realidad, le habría gustado decirle lo despreciable y ruin que era, pero sabía que resultaba fácil que ese tipo de asuntos se le fueran de las manos; cuando se sentía herida podía soltar cualquier improperio por la boca. Anders solía bromear sobre eso, decía que no era ninguna casualidad que ella manifestara una excesiva comprensión por los criminales que podían cometer los crímenes más atroces movidos por un impulso emocional. Si Hugo hubiera tenido la suficiente sensatez como para mantenerse alejado de ella, lo más probable es que todo se hubiera quedado en nada, pero lo cierto era que no la tenía. Unas semanas después de la fiesta, él irrumpió en el despacho de Charlie e insistió en que lo escuchara. Acabaron gritando y empujándose, y, en medio de aquel jaleo, como no podía ser de otra manera, entró Challe preguntando qué diablos estaba pasando allí. Era de suma importancia, dijo cuando se tranquilizaron todos un poco, solucionar los problemas personales fuera del horario laboral.

—Aquí es —le anunció Charlie—. Éste es el desvío.

—No he visto ninguna indicación.

—Bueno, pero es aquí.

—¿Qué habrá pasado ahí? —Anders señaló un edificio negro medio quemado.

—Ni idea, ahí había una pizzería.

—Bueno, de todos modos parece que allí hay otra —comentó Anders señalando el otro lado del camino—. Pizzería El salmón feliz.

Charlie miraba concentrada por la ventana a medida que se iban aproximando al centro. Por la parte izquierda pudo ver el negro río que dividía el paisaje en dos.

—Si nadas hasta la otra orilla, llegas a Värmland —le explicó mientras movía la cabeza en dirección al río—. Qué mala suerte que yo viviera en el lado equivocado.

—¿Es que hay un lado equivocado?

—Siempre hay un lado equivocado.

—Entonces ¿la gente un poco más acomodada vive en Värmland? —Anders contempló el río.

—No, no se trata de dinero —dijo Charlie, pero luego se acordó de que sí, de que era precisamente una cuestión de dinero. Habló de cómo, cada año, los niños de Värmland recibían becas de un fondo perteneciente a una pareja de ancianos que habían donado una fortuna para… La verdad es que no sabía ni para qué ni por qué. Quizá porque su colegio estaba ubicado en la otra comarca, en Västra Götaland. Charlie siguió contando lo mucho que se cabreaba todos los años cuando, en el colegio, les daban los sobres a los niños de Värmland.

¿Por qué se cabreaba por eso?, quiso saber Anders.

—¿Que por qué? Porque era injusto, ¿no lo entiendes? No es justo que te castiguen por vivir donde vives; no es culpa tuya.

—¿Era mucho dinero?

—Unos cuantos billetes de diez coronas o algo así —respondió Charlie—. ¿Qué pasa? —inquirió extrañada cuando Anders se echó a reír—. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

—Nada, tan sólo que por unos billetes de diez coronas… Bueno, que no me parece que sea algo por lo que haya que indignarse.

—La cantidad es lo de menos. Es… es el principio.

—Perdona que me haya reído, pero es que creía que se trataba de mucho más dinero. —Anders volvió a contemplar el río—. ¿En serio te bañabas ahí?

—Sí.

Charlie pensó en cómo se pasaba los veranos enteros nadando en esas aguas, yendo y viniendo de Västra Götaland a Värmland una y otra vez; y luego alejándose aún más, hasta donde el río se ensanchaba y desembocaba en el lago Skagern, muy cerca de la casa donde vivía.

«Cuando me muera —solía decir Betty—, echa mis cenizas al Skagern. Siempre he querido que mis cenizas se esparzan sobre el mar. Imagínate dejarse llevar por el agua hasta el infinito».

Y entonces Charlie le recordaba que el Skagern no era más que un lago, que todo terminaba en las compuertas o en la planta depuradora, que esa agua no la llevaría a ninguna parte.

«Al final —decía Betty— siempre se llega al mar. Tarde o temprano siempre se acaba llegando al mar».

—Yo nunca me bañaría ahí —dijo Anders.

—¿Por qué?

—Hay algo en esas aguas negras, bueno, en los lagos en general, que me resulta desagradable.

—No es el agua la que es negra —contestó Charlie—; es la profundidad la que hace que parezca negra.

—Entonces, debe de ser un río tremendamente profundo.

—La gente solía comentar que no tenía fondo.

Anders se rió y dijo que era típico de esa clase de lugares dejados de la mano de Dios que la gente creyera todo tipo de cosas. Era como viajar atrás en el tiempo.

Y Charlie le respondió que era raro que él, que nunca iba a ningún otro sitio de Suecia que no fuera el archipiélago de Estocolmo, pudiera saber tanto de esos lugares dejados de la mano de Dios.

—Pero si lo acabas de decir tú misma, que la gente pensaba que no tenía fondo.

—Da igual —repuso Charlie. Lo cierto era que ella nunca creyó que no tuviera fondo. Ni ella ni Susanne.

«Todo tiene un fondo en algún sitio».

Incluso acostumbraban a ir nadando hasta ese lugar que llamaban «la fosa abisal», de la cual se decía que las corrientes submarinas eran tan fuertes que podían arrastrar a la gente hasta abajo aunque las compuertas estuvieran cerradas. Fue a raíz del accidente cuando el lago empezó a darle miedo. Después de aquello nunca más se volvió a bañar en el Skagern.

—¿Hay una central eléctrica? —preguntó Anders—. ¿Y corrientes?

—Sí.

Charlie pensó en el peligro de tomar el sol bajo el salto de agua. Era un sitio prohibido, porque en cualquier momento se podían abrir las compuertas y el agua se lo llevaría todo por los afilados bloques de piedra. Más de una vez, estando tumbada allí abajo, casi llegó a desear que eso ocurriera.

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