Annabelle

Annabelle


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Decidieron dejar el coche en la comisaría y recorrer a pie el corto trecho que había hasta el motel. Cenarían y luego intentarían dormir unas horas.

—¿Qué haces? —le preguntó Anders cuando Charlie se detuvo para quitarse los zapatos.

—Quiero ir descalza —contestó—. Cuando era pequeña siempre iba descalza, hasta en el colegio… Como la niña del poema.[2]

—Ya voy teniendo una idea mucho más clara de ti —comentó Anders—. Te gustan los perros, eras una pobre niña sin zapatos…

—«Que perdió su papelito…», como dice Ferlin —completó Charlie.

Cuando entraron en el bar del motel, Erik acudió a su encuentro. Agitaba una llave que le entregó a Charlie.

—¡Buenas noticias! —anunció—. Se ha quedado libre una habitación, así que ya no tienen que compartir la otra.

Charlie notó el alivio que recorrió la cara de Anders.

Decidieron ir a arreglar lo de la habitación cuanto antes y verse luego en el restaurante.

—Menos mal que se ha resuelto, así me ahorro el divorcio —comentó Anders mientras subían la escalera—. Creo que Maria sospechaba algo.

—Bueno, las personas celosas siempre sospechan algo.

—Ella no es celosa, tan sólo está un poco… preocupada.

Charlie se rió y dijo que eso sí que era una bonita manera de definirlo.

Unos instantes después, ya había soltado la maleta sobre la cama de la nueva habitación. Se hallaba situada una planta por encima de la suite nupcial y en sus paredes no había ninguna cita bíblica relativa a las bondades del amor. Se acercó a la ventana y se quedó contemplando los prados, los bosques, el lago y hasta el camino que conducía a la iglesia. «¿Dónde estás? —pensó—. ¿Dónde te has metido, Annabelle?».

¿Había alguien allí fuera que lo supiera?

Una llamada de teléfono interrumpió sus pensamientos.

—¿Eres la policía? —oyó decir a una voz ahogada en llanto.

—Sí, lo soy.

—Soy yo, Sara; necesito hablar contigo.

—¿Dónde estás?

—En La pequeña Rodas… O sea, en el lugar que hay en el lago para bañarse…

—Lo conozco —contestó Charlie—. Voy enseguida.

Llamó a Anders y le comunicó que tenía que hacer una cosa. ¿Podían verse en el restaurante dentro de una hora?

—Me moriré de hambre —dijo Anders—. ¿Qué vas a hacer?

—Ver a la chica a la que llevé ayer a casa.

—¿Por qué?

—Porque quiere hablar conmigo.

—Te acompaño.

—No hace falta.

—No debes ir sola a este tipo de cosas.

—Voy a ver a una chica que está triste —repuso Charlie—; y no me gustaría parecer borde, pero creo que es mejor que vaya sola.

La pequeña Rodas era un lugar para bañarse que estaba situado a unos pocos kilómetros del pueblo. No tenía mucho en común con las playas de la verdadera Rodas. Era muy posible que el nombre, en un principio, no fuera más que una broma. Charlie paseó la mirada por la fachada de los vestuarios, el embarcadero, los columpios, la barbacoa… Ni rastro de Sara. No la vio hasta que levantó la vista a la torre de saltos, un poco más allá. La chica se hallaba sentada en el extremo de la plataforma más alta. Charlie corrió a toda prisa y subió la escalera hasta arriba del todo. Seguro que Sara la había oído llegar, pero no se dio la vuelta.

—Sara… —dijo Charlie por detrás de ella—. ¿Estás bien?

Sara negó con la cabeza.

—¿Puedo sentarme?

Sara asintió en silencio y se echó a un lado para hacerle sitio.

—La recordaba mucho más alta —afirmó Charlie.

—¿Cómo que «la recordaba»? —Sara la miró.

—Yo vivía aquí. Pero luego me mudé. Me fui con catorce años.

—Yo también me voy a marchar de aquí —le comentó Sara—. Todo este pueblo puede… puede irse a la mierda.

—¿Ha pasado algo?

—Sí, pero mi vida será un infierno si te lo cuento.

—Y aun así quieres contármelo.

—Sí. Me he dado cuenta de que las cosas ya no pueden ir a peor. Mi vida es ya un infierno.

Charlie depositó la mirada en el agua. Los pequeños remolinos que se formaron bajo sus pies eran la prueba de que las turbinas acababan de activarse. Quiso decir algo para animar a Sara. Algo así como que la vida nos puede deparar todo tipo de sorpresas, no sólo malas. Quiso decirle que siempre había alguien dispuesto a ayudar, que las cosas se arreglarían, pero fue incapaz de pronunciar palabra alguna.

—¿Puedo fumar? —preguntó Sara.

—¿Y por qué no ibas a poder fumar?

—Porque tengo trece años —le recordó Sara—. No puedo comprar tabaco.

—Es verdad —asintió Charlie—, pero no creo que sea ilegal fumar un cigarrillo.

Sara sonrió.

—Tú no eres como los demás. Tú eres… maja.

Sara sacó un paquete de tabaco de su bolso.

—Los he liado yo —dijo al ver la mirada de Charlie—. Y es tabaco, no lo que piensas.

Le ofreció uno a Charlie. Fumaron un buen rato en silencio.

—Las compuertas están abiertas —constató Sara mirando hacia abajo—. Si te tiraras ahora al agua, las corrientes te arrastrarían hasta el fondo. Y, además, más allá la profundidad es enorme. Como acabes allí no saldrás nunca a la superficie, desaparecerás para siempre.

—¿Qué querías contarme? —preguntó Charlie—. ¿Qué era lo que querías contarme, Sara?

—Esa noche, la noche en la que desapareció Annabelle, no sólo habíamos bebido. Svante había llevado también otras cosas. Creo que por eso nos cuesta tanto recordar, la mayoría de nosotros estábamos totalmente colocados. Svante me advirtió que no se lo contara a la policía, porque entonces todos acabaríamos mal y echarían a mi padre. Mi padre trabaja en la fábrica de contrachapados y se quedaría hecho polvo si volviera a perder el trabajo. La última vez que le pasó… —Sara sacó otro cigarrillo y lo encendió— empezó a beber tanto que creí que la acabaría palmando.

—¿La última vez? —se extrañó Charlie—. ¿Es que lo han echado más veces?

Sara respondió que cada dos por tres. Le ofreció otro cigarrillo a Charlie y continuó hablando de todas las veces que habían despedido a su padre. Había currado en esa maldita fábrica desde que ella nació; y, sin embargo, no le habían hecho un contrato fijo. Siempre ponían excusas, como que iban a traer unas máquinas nuevas y que por eso no se atrevían a hacerlos fijos.

—Las máquinas —dijo Charlie—. Ya se hablaba de ellas cuando yo tenía tu edad. Mi madre trabajó allí. En cualquier caso, Svante no puede echar a tu padre así como así… Lo sabes, ¿no?

Sara dijo que lo sabía pero que, a pesar de ello, y por alguna extraña razón, seguía teniendo miedo.

—Esa noche ocurrió algo terrible —le soltó antes de tirar una humeante colilla al agua—. Incluso lo…, lo grabé.

—¿Qué? —Charlie la miró.

—Puedes verlo tú misma. —Sara sacó su móvil y le dio al play—. La calidad no es muy buena que digamos, ya ves cómo se mueve la imagen. Se me había olvidado por completo que lo había grabado. Y lo he visto hoy, al repasar mis fotos. Por suerte, creo que nadie se enteró. —Sara le pasó el teléfono a Charlie—. Tendrás que verlo tú sola, yo soy ya incapaz.

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