Annabelle

Annabelle


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Al salir de la comisaría, Charlie sintió un golpe de calor en la cara. Se desabotonó el cuello de la camisa antes de continuar por la calle principal en dirección al centro de salud y la farmacia. Pensó en la visión negativa que tenía Anders sobre el pueblo, en la fundición, que afeaba el paisaje, y en el olor de la fábrica papelera que, por lo menos hoy, apenas se percibía. Anders se había perdido algo, creía, porque lo cierto era que oyendo el canto de los pájaros y el murmullo del agua del río, y oliendo ese aroma a flores y hierba, aquél resultaba ser un lugar muy bonito, un lugar idílico, como los que los periódicos describían en sus ridículos artículos. Aunque hacía mucho calor. Charlie estaba arrepentida de haberse puesto pantalones vaqueros, pero es que los vestidos que había echado en la maleta eran demasiado cortos. Pensó en la ropa barata de Lågprisladan, a las afueras del pueblo; tal vez existiera aún. Si la ola de calor continuaba, tendría que comprarse algo.

Pasó frente a la vieja casa donde un día se halló la pastelería. Ella y Betty iban allí algunas veces, cuando Betty cobraba.

«Elige lo que quieras, cariño, lo que quieras. No, cielo, no cojas el pastel más pequeño, no seas tan sosa. Coge algo más grande». Luego Betty solía gastarse un dineral en la vieja jukebox que había en medio del local.

«Elige una canción, darling. La que quieras, pero que no sea triste».

Charlie solía avergonzarse de su madre, avergonzarse de que hablara tan alto y de que no parara de ir de un lado a otro de la pastelería. En esos días en los que se la veía tan alegre, Betty intervenía en alguna que otra conversación de las mesas aledañas incomodando a los demás clientes. Y cuando Charlie ya no podía más, le pedía que dejara de hablar con gente que no conocía, que dejara de pegar la oreja en las conversaciones ajenas, que dejara de entrometerse en asuntos que no le concernían. Y entonces Betty se limitaba a reír y a decir que ella no pegaba la oreja en ninguna conversación, que lo que pasaba era que no había forma de evitar oír todas y cada una de las conversaciones del local. ¿Qué culpa tenía ella de no poseer la capacidad de eliminar lo que no era importante?

En ese aspecto, Betty y ella resultaban ser muy diferentes. Porque Charlie sabía que su punto fuerte residía, precisamente, en ignorar lo superfluo y quedarse con lo esencial, en discernir un determinado tono entre el ruido de fondo. Al menos eso era algo que antes se le daba bien, antes de que dejara entrar a un loco en su vida. Esperaba que esa capacidad volviera pronto. La terapeuta, la misma a la que le encantaban palabras como «automedicación» y «pautas de asociación malsanas», pensaba que su capacidad de interpretar ambientes, así como a las personas, era una cuestión de supervivencia. Charlie había desarrollado esa capacidad porque se había visto abocada a ello, abandonada, como estuvo, a una madre tan voluble e inestable. Esa imprevisibilidad resultaba —según la terapeuta— especialmente dañina en la infancia. Creaba una alerta constante.

Al llegar a la farmacia, Charlie soltó una palabrota cuando leyó el horario de apertura que había en la puerta: lunes y viernes de once a dos. ¿Cómo era posible? «La sertralina no me bastará —se dijo—. También necesito algo para dormir, algo que me mantenga despierta y algo que aplaque la maldita presión del pecho». Susanne, pensó; y, acto seguido, sacó su teléfono del bolso.

Susanne contestó al instante. De fondo se oían los gritos de unas voces infantiles.

—Charlie, ¿eres tú?

—Sí.

—¿Va todo bien?

—Necesito que me ayudes.

—Espera un momento.

Charlie oyó cómo Susanne dejaba el teléfono para regañar a uno de los niños.

—Quítate de ahí, ¿me escuchas? No, él no quiere que estés sentado sobre su cara, ¿no lo entiendes? ¡Levántate ya! Lo siento, es que tengo que separarlos antes de que acaben matándose. ¿Cómo puedo ayudarte?

—¿Puedo pasar a verte un momento?

—Sí, claro. Pero te advierto: la casa tiene un aspecto terrible, y además dos de los niños están aquí. Es que ayer tuvieron un poco de fiebre…

Al abrirse la puerta, un perro salchicha de pelo duro acudió al encuentro de Charlie. Susanne lo apartó antes de darle un abrazo a su amiga.

—Bienvenida al circo. Espero que no sientas la necesidad de llamar a los servicios sociales cuando te vayas.

Susanne había heredado la casa de sus padres, pero no se parecía en nada a la de antes. Las paredes y los suelos se hallaban pintados de blanco, y la cocina y el salón habían sido unidos para conformar un único espacio.

—Disposición abierta —suspiró Susanne cuando Charlie comentó el cambio—. No es que ayude mucho que digamos a bajar el nivel de ruido.

Un montón de platos sucios se apilaban en el fregadero; el suelo estaba lleno de juguetes. Dos niños de unos cinco años entraron corriendo. Rodearon la isla de la cocina, derraparon en la alfombra y desaparecieron antes de que a Charlie le diera tiempo a saludarlos.

—¿Has visto lo bien educados que están? —ironizó Susanne con una sonrisa.

—¿Gemelos?

Susanne asintió. El doble de alegría, el doble de trabajo.

—¿Cómo se llaman?

—Trasto y Trastorno.

—¡Que no, mamá! —repuso uno de ellos, que acababa de volver—. Nos llamamos Tim y Tom.

—Sí, hija, ya —le dijo Susanne a Charlie cuando vio la cara que puso—; dejé que su padre decidiera… Es que tras el parto no tenía la cabeza para pensar en nombres bonitos. Los otros dos están en el cole —continuó—; cuando llegan a casa el nivel de ruido sube. Y dentro de nada empezarán las malditas vacaciones de verano. A veces me pregunto cómo diablos resistiré.

—Yo no sé si habría podido —contestó Charlie con una sonrisa.

—Claro que sí.

—¿Son tuyos? —preguntó Charlie apuntando a los cuadros del salón.

Susanne asintió. Todo cuanto colgaba de las paredes lo había pintado ella, y no para darse importancia sino porque…, bueno, porque no podían permitirse otro arte.

—Con cuadros así ¿quién necesita otro arte? —sentenció Charlie.

—No hace falta que…

—Lo sé. Pero hablo en serio. ¿No te acuerdas de que siempre te dije que un día serías una artista?

—Estoy lejos de ser una artista —respondió Susanne—. Le dedico muchas horas pero no gano nada.

Charlie se detuvo frente a un cuadro que representaba un prado en el que había una niña cogiendo flores y comentó que no le cabía duda de que sólo era una cuestión de tiempo; que seguro que pronto alguien la descubriría.

Susanne se rió. No podía imaginarse peor pueblo en el que vivir si alguien pretendía ser descubierto. ¿Quién iría a Gullspång?

—¡Ni que vivieras en el siglo XIX! —exclamó Charlie—. ¿Has oído hablar de las redes sociales? Deberías tener un blog o una cuenta en Instagram donde mostrar tus cuadros e informar de la fecha de inauguración de tu próxima exposición y…

—Cómo se nota que llevas muchos años en Estocolmo… Aquí las cosas no funcionan así.

—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? Es que es una pena que la gente no pueda ver tus cuadros.

—Hay cosas que me dan más pena —repuso Susanne antes de acercarse a la cocina para hacer café—. Me temo que no hay más que café instantáneo —le anunció—. ¿Nescafé te vale?

—Sí, perfecto —dijo Charlie sentándose en el sofá—. Sólo puedo quedarme un rato.

Uno de los niños, ¿Tim?, empuñaba una espada de madera que blandía contra su hermano.

—¡Suelta el arma! —le gritó Charlie con un fingido tono autoritario, y el chico, que al parecer era demasiado pequeño como para entender la ironía, dejó caer la espada y se puso a llamar a su madre a voces.

—¿Qué pasa, Tim? —le preguntó Susanne mientras traía dos grandes tazas de café y un plato de bollos.

—La señora me ha regañado —sollozó el niño—, me ha dicho que suelte la espada.

—Pues genial, porque tienes que soltarla —le explicó Susanne—. No hace más que pegarle a su hermano con ella —se dirigió ahora a Charlie—, así que muy bien dicho.

—Ella no manda —se quejó Tim.

—Pues ¿sabes qué? —Susanne se arrodilló frente a su hijo—. Que sí que manda. Ella manda cosas como que la gente no vaya pegando por ahí. Porque resulta que es policía.

El chico abrió los ojos de par en par y desplazó la mirada hasta Charlie.

—No pareces de la policía —acabó diciendo—. Los policías llevan ropa azul.

—No todos —le aclaró Charlie.

Pero Tim no la escuchó, se limitó a seguir preguntando dónde tenía la pistola, si encerraba a los niños en la cárcel, si…

—Sólo a los que hacen demasiadas preguntas —terció Susanne—, a ésos los mete directamente en la cárcel —continuó para, acto seguido, echarse a reír cuando Tim agarró a su hermano de la mano y desapareció con él.

Charlie fue consciente de que debería haber dicho la típica frase de que no había que asustar a los niños con la policía, pero se dio cuenta de que ésa era la única oportunidad que tendría de poder hablar con Susanne tranquilamente.

—¿Cómo va? —preguntó Susanne—. ¿La encontraréis?

—Tarde o temprano siempre acabamos haciéndolo —respondió Charlie—. Al menos en la mayoría de los casos —se corrigió.

—¿Con vida? —dijo Susanne antes de proseguir—. No hace falta que contestes, entiendo que no puedas hablar de la investigación.

—No sé mucho más que tú.

—Annabelle Roos —pronunció Susanne—. Esa chica iba bastante por el bar.

—Lo sé —aseguró Charlie—. En realidad, es un poco raro que pasara tanto tiempo allí. Me refiero a que sólo tiene diecisiete años.

Susanne se echó a reír. Diecisiete, dieciséis, quince…, en Gullspång entrabas en el bar cuando querías, Charlie debería saberlo. Un gato de atigrado pelaje subió de un salto sobre sus piernas y se puso a dar vueltas.

—Échate, Poki; échate y te daré mimos.

El gato acabó acomodándose en el regazo de Susanne y comenzó a ronronear.

Charlie alargó la mano para acariciarlo por detrás de las orejas.

—¿Te acuerdas de los gatos que teníais en Lyckebo? —preguntó Susanne—. ¿Cuántos eran?

—Muchos. Betty nunca supo gestionar muy bien lo de las esterilizaciones y ese tipo de cosas, así que lo más probable es que se aparearan entre ellos y fueran todos gatos endogámicos.

Susanne se rió porque era verdad, a esa extraña gata albina que siempre las seguía a todas partes seguro que le pasaba algo.

—Seguro —sentenció Charlie antes de consultar su reloj: tenía que volver a la comisaría—. Había una cosa que quería saber.

—¿Qué?

—Bueno, pues es que llevo un tiempo teniendo problemas para dormir y resulta que me he dejado las pastillas en casa, y la farmacia de aquí está cerrada, así que… me preguntaba si tú tendrías algo…, algo que me ayudara a dormir.

Susanne se levantó. Claro que sí. Tenía tantas pastillas que podría dormir eternamente si así lo quisiera.

—Acompáñame —dijo.

Charlie subió tras Susanne a la planta de arriba. Susanne apartó el cesto de la colada y avanzaron zigzagueando entre juguetes y montones de ropa.

—Lo tengo todo bajo llave —le explicó Susanne al llegar al cuarto de baño. Luego se subió a un taburete para buscar una llave que guardaba encima de un armario botiquín blanco—. En esta casa cualquier precaución es poca.

—¡Vaya arsenal! —exclamó Charlie cuando vio lo atestados que se hallaban los estantes.

—Lo pido todo por internet. Bueno, quizá no debería decirle eso a una policía, pero ¿qué coño quieren que haga cuando los médicos son tan tacaños con las prescripciones y la farmacia apenas abre? Espero que lo entiendas.

Charlie sonrió. Lo entendía.

Susanne le dio una cajita de Imovane. Luego rebuscó un poco hasta que encontró una caja de Sobril.

—Llévate también ésta. Yo ya estoy cubierta.

—¿Eso es sertralina? —preguntó Charlie señalando una cajita que le resultaba familiar.

—Sí. —Susanne la sacó del botiquín—. ¿La necesitas?

—Me dejé la mía en casa, y sin ella me pongo de los nervios.

—¡Joder! ¿Y quién no? —dijo Susanne antes de abrir la cajita y constatar que sólo quedaban tres pastillas.

—Es suficiente. La farmacia abre mañana.

Susanne le contestó que no contara con eso, que en Gullspång no había que fiarse de los horarios de apertura. Bastaba que alguien se pusiera enfermo para que un negocio cerrara unas cuantas semanas. Así que, bueno, no era raro que cada uno resolviera sus problemas a su manera.

En el camino de vuelta a la comisaría, Charlie llamó a Anders para avisarle de que iba a tardar un poco. Anders respondió que no había problema, porque William Stark no quería presentarse en comisaría.

—¿Por qué?

—Supongo que le asustan los comentarios, que la gente piense que tiene algo que ver con la desaparición.

—Vale, pues iremos a su casa —contestó Charlie—. Te veo dentro de un rato.

—¿Qué vas a hacer?

—Comprobar una cosa.

Tras colgar, Charlie continuó en dirección a la antigua tienda. La vio alzarse grande y blanca en la colina que quedaba al otro lado del río. Se detuvo en medio del puente y se inclinó sobre la barandilla. Al mirar la negra profundidad del agua le resultó irreal que, en una ocasión, ella y Susanne hubieran saltado desde allí. Fue una noche de verano, ya habían cumplido los doce años. Venían en bici de una fiesta de Lyckebo que se había descontrolado, cuando, de repente, a mitad del puente se les ocurrió bañarse. En cuanto Susanne empezó a bajar por la cuesta que había junto al puente dando un traspié tras otro, Charlie se rió y dijo que era mejor saltar.

Luego se quedaron quietas al otro lado de la barandilla contemplando las verdes compuertas que tenían ante sí. Ahí acabarían, dijo Susanne, si de pronto se activara la corriente. La turbina las trituraría. Sería una muerte terrible.

Charlie respondió que no se preocupara, que la corriente era muy débil al principio; y, además, si saltaban cuando ésta fuese fuerte, morirían ahogadas mucho antes de llegar a la turbina. Por cierto, morir ahogada era la mejor manera de morir.

¿Y ella cómo lo sabía?, le preguntó Susanne. ¿Acaso había hablado con alguien que se hubiera ahogado?

Estuvieron charlando un rato sobre eso hasta que Charlie se acercó un poco más a Susanne y —sin que ni la propia Charlie entendiera lo que estaba haciendo— agarró el brazo de Susanne y saltó al vacío.

Aún recordaba el vértigo que le produjo, la sensación de que no aterrizaría nunca, y luego, al hacerlo, el frío en los pies, aquella fuerza que tiró de ella hacia abajo, la tentación de ceder y dejarse hundir hasta lo más profundo.

Las cintas de acordonamiento se agitaban al viento cuando Charlie llegó a la abandonada tienda de ultramarinos Valls. Las viejas y amarillentas portadas de los periódicos de las ventanas se encontraban tan desgastadas por el tiempo que apenas se podían ya leer.

Charlie se acercó. Pensó en la primera vez que Susanne y ella se atrevieron a entrar. ¿Cuántos años tenían? ¿Doce? ¿Trece? Ninguno de los que estaban de fiesta en Lyckebo se dio cuenta de que cogieron un par de cervezas y de que salieron de la casa a hurtadillas. Se las bebieron antes de llegar, y entraron tambaleándose y riéndose en la tienda antes de percatarse de que la fiesta era en el último piso. Por aquel entonces, en la parte de abajo todavía podía verse alguna antigua mercancía: paquetes de harina, latas de conserva y unos frascos de cristal con caramelos más duros que una piedra. De todo aquello ya no quedaba nada.

Charlie rodeó la casa y entró por el jardín, se sentó en el viejo banco que había junto al cenador y encendió un cigarrillo. Alzó la mirada hacia una de las ventanas de la planta superior y se acordó de aquella vez en la que una chica intentó saltar desde allí, recordó cómo estuvo tambaleándose en el alféizar de la ventana mientras gritaba que nadie podría impedirle que saltara. Y luego, cuando todos los que se habían congregado tras ella no se atrevieron a moverse, se bajó del alféizar, se abrió paso entre ellos y, llorando, se tiró por la escalera. No obstante, Charlie también tenía recuerdos más positivos de aquel sitio. Pensó en aquel día en el que Susanne y ella se sentaron en el porche con unos chicos mayores muy bronceados. Tocaron la guitarra, cantaron la canción que hablaba del verano del 69 y vieron salir el sol sobre el río.

Charlie dio una profunda calada y dejó errar la mirada sobre el salvaje jardín deseando que aquel lugar pudiera hablar. ¿Qué había pasado allí hacía menos de una semana? Se acercó a la entrada principal. En la puerta había un candado. Telefoneó a Micke para pedirle que se acercara con la llave. Porque el candado lo habían puesto ellos, ¿no?

Micke le contestó que sí y le preguntó qué hacía allí. Poseía la curiosa capacidad de hacer que todas las preguntas que formulaba sonaran a crítica. Charlie intentó ocultar su irritación.

—¿Podrías venir a abrir?

—Ahora te mando a Adnan. Y, oye, yo no soy tu asistente personal…

Charlie colgó. Al cabo de diez minutos apareció Adnan con la llave. Se ofreció a acompañarla dentro, pero Charlie dijo que no hacía falta. Sólo quería dar una vuelta y echar un vistazo.

—Cuidado con la escalera —le advirtió Adnan—; falta una tabla en la mitad.

«Ya lo sé —pensó Charlie—. Anda, márchate ya».

Nada más entrar, un familiar olor a fiesta rancia vino a su encuentro. Las suelas de los zapatos se le pegaron al suelo e hicieron ruido al andar. «De momento, todo sigue igual», pensó Charlie al levantar la mirada hacia la curvada escalera. El papel de la pared había sido arrancado por varios sitios y dejaba ver la madera: se hallaba repleta de pintadas y escritos hechos con bolígrafo y rotulador negro que iban desde el habitual «Si quieres follar, llama», seguido de un número de teléfono, hasta otras cosas algo más originales como «Why drink and drive when you can smoke and fly?». Había también algunas frases racistas, como la que decía que un cerdo, aunque haya nacido en un establo, seguía siendo un cerdo. Charlie se acercó para fotografiarlo todo con su móvil, y fue entonces cuando descubrió un texto cuyo tamaño de letra era diminuto. Se había escrito con un bolígrafo más fino y se encontraba medio oculto por un trozo de papel que colgaba.

It was many and many a year ago,

In a kingdom by the sea,

That a maiden there lived whom you may know

By the name of Annabel Lee;

And this maiden she lived with no other thought

Than to love and be loved by me.

«Esto no es casualidad —pensó Charlie al terminar de leerlo—; ni casualidad ni azar». ¿A quién se le ocurre escribir un poema de Poe en la pared de una casa que hacía las veces de una especie de centro juvenil donde no había nadie que los controlara? Se encontraba tan absorta en el poema que estuvo a punto de introducir el pie en el hueco de la escalera donde faltaba una tabla.

La cocina seguía como siempre. Olía a tabaco y a borrachera. Charlie se acercó a la mesa que había junto a la ventana. La superficie presentaba cientos de cortes. El juego del cuchillo, pensó; y entonces se acordó de cómo jugaban a clavar el cuchillo entre los dedos. En el centro de la mesa había una zona más oscura. Charlie intentó recordar lo que Olof había dicho sobre la investigación técnica. ¿A que fue en la mesa de la cocina donde encontraron sangre? ¿Por qué no se le ocurrió lo del juego del cuchillo cuando se lo comentó?

En un espacio contiguo había un gran acuario. Pero hasta que no estuvo a un metro de distancia no descubrió a la tortuga. Se hallaba sobre una gran piedra. El agua del fondo se veía turbia y sucia, llena de colillas y basura. Charlie no pudo apartar la vista de la tortuga. ¿Estaría viva? Casi esperaba que no, pero de repente el animal abrió los ojos y la miró. ¿Por qué no se la habían llevado los técnicos?

—¿Otra vez tú? —dijo Adnan cuando Charlie llamó.

—¿Quién es el dueño de la tortuga de la tienda?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera sabía que allí hubiera una tortuga.

—Pues la hay. Y no está muy bien. —Charlie pescó una colilla que flotaba en la superficie—. Esta agua apesta.

—¿Y qué quieres que le haga?

—Buscar a alguien que venga a hacerse cargo de ella.

—¿En serio crees que debemos dedicarnos a eso ahora?

—No tiene por qué ser un policía —repuso Charlie—. Seguro que conoces a medio pueblo; llama a alguien, a quien sea.

—De acuerdo —contestó Adnan—. Lo intentaré.

Continuó registrando las habitaciones. Los muebles eran los mismos de antaño. En las altas ventanas seguían estando, cubiertas de polvo, las familiares plantas de plástico que en su día fueron de vivos colores pero que se habían descolorido a causa del tiempo y de la luz del sol. Siguió subiendo por la escalera hasta que llegó a la habitación donde Fredrik se había encontrado con William y Rebecka, la habitación a la que seguramente seguirían llamando «el cuarto de follar». Se acercó a la ventana y miró en dirección al camino. «¿Adónde has ido? —susurró—. ¿Dónde te has metido, Annabelle? Si yo tuviera diecisiete años y estuviera borracha —pensó—, ¿adónde habría ido?». Intentó rememorar su yo joven, evocar la sensación de borrachera y de agitación. No le resultó difícil. Pero ¿adónde habría ido? Apenas tardó un instante en quedarle claro que ella no habría ido a ninguna parte, que su estilo era más el de quedarse, beber aún más, hacer el ridículo. «Pero yo —se dijo— no soy Annabelle. Annabelle es…». Resumió lo que sabía de ella hasta ese momento.

Era inteligente, una chica joven e inquieta que sabía lo que quería. «Es muy posible que, a pesar de todo, no sea tan distinta de mí —pensó Charlie—, sobre todo si se añadía lo de su impetuoso temperamento, si es que era tal, y su amor por la bebida. Y yo… yo sólo abandonaría una fiesta si hubiera sucedido algo que me resultara particularmente duro. ¿Se habría encontrado Annabelle en una situación así?».

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