Anna

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Anna

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Niccolò Ammaniti

Anna

ePub r1.0

Titivillus 01.01.17

Título original: Anna

Niccolò Ammaniti, 2015

Traducción: Juan Manuel Salmerón Arjona

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

There was a boy

A very strange enchanted boy

They say he wandered very far, very far

Over land and sea

A little shy and sad of eye

But very wise was he.

EDEN AHBEZ, «Nature Boy»[1]

Tendría tres o cuatro años. Estaba sentado muy quieto en una butaquita de piel de imitación, con la cabeza gacha. Llevaba una camiseta verde de manga corta, unos pantalones vaqueros con los bajos doblados, unas zapatillas de deporte. En una mano tenía un trenecito de madera que le colgaba entre las piernas como si fuera un rosario.

La mujer que había tendida en la cama en el otro extremo del cuarto lo mismo podía tener treinta que cuarenta años. En un brazo, cubierto de manchas rojas y costras, tenía puesto un gotero vacío. El virus la había convertido en un esqueleto jadeante recubierto de piel seca y llena de pústulas, aunque no le había arrebatado toda su belleza, que la forma de los pómulos y la nariz respingona dejaban adivinar.

El niño alzó la cara y la miró, se agarró del brazo de la butaca, bajó de ésta y con el trenecito en la mano se acercó a la cama.

La mujer no lo advirtió. Sus ojos, hundidos en dos fosas oscuras, miraban fijamente al techo.

El pequeño se puso a jugar con un botón de la funda sucia de la almohada. El pelo rubio le caía por la frente y, con el reflejo del sol que se filtraba por las cortinas blancas, parecía hecho de hilos de nailon.

De pronto, la mujer se incorporó y se enarcó como si estuvieran arrancándole el alma, apretó las sábanas y se dejó caer de nuevo sacudida por una tos violenta. Estiraba brazos y piernas esforzándose por respirar. Al fin, relajó la cara, abrió la boca y murió con los ojos abiertos.

El niño le cogió delicadamente la mano y empezó a tirarle del dedo índice.

—Mamá, mamá —susurró con un hilo de voz.

Le puso el trenecito en el pecho y lo hizo rodar por los pliegues de la sábana. Tocó la tirita ensangrentada que tapaba la aguja del gotero. Por fin, salió del cuarto.

El pasillo estaba poco iluminado. En algún sitio se oía el bip bip de un aparato médico.

El niño pasó junto al cadáver de un hombre gordo que yacía boca abajo al pie de una camilla. Con la frente tocaba el suelo y tenía una pierna doblada de una manera forzada. Entre las faldas de la bata azul se le veía la espalda amoratada.

Siguió adelante tambaleándose, como si no controlara bien las piernas. En otra camilla, junto a un cartel en el que se aconsejaba prevenir el cáncer de pecho y una vista de Lieja con la catedral de San Pablo, yacía el cadáver de una anciana.

El pequeño pasó bajo un tubo fluorescente amarillo que chisporroteaba. Un muchacho con un camisón y unas zapatillas de rizo había muerto a la puerta de una larga sala dormitorio. Tenía el brazo estirado y los dedos contraídos como si quisiera evitar que se lo llevara una corriente.

Al fondo del pasillo, la oscuridad luchaba con los rayos de sol que atravesaban las puertas del hospital.

El niño se detuvo. A la izquierda estaban la escalera, los ascensores y la recepción. Detrás del mostrador de acero se veían pantallas de ordenadores caídas sobre las mesas y un tabique de cristal hecho añicos.

Soltó el trenecito y corrió a la salida. Cerró los ojos, estiró los brazos, empujó las grandes puertas y desapareció en la luz.

Fuera, más allá de la escalinata, más allá de las cintas de plástico blancas y rojas, se recortaban las formas negras de los coches de policía, de las ambulancias, de los camiones de bomberos.

—¡Un niño! ¡Hay un niño! —gritó alguien.

El pequeño se cubrió la cara.

Una figura extraña se le acercó corriendo y tapó el sol.

El niño apenas tuvo tiempo de ver que el hombre iba enfundado en un grueso mono de plástico amarillo.

El hombre cogió al niño y se lo llevó.

Cuatro años después…

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