Anna

Anna


Primera parte. La Finca de la Morera » 3

Página 6 de 21

3

Las primeras veces que Anna dejó solo a Astor en casa no había pasado de la granja de los Mannino. Las provisiones de su madre parecía que no iban a terminarse nunca, pero al año no quedaban más que unas latas de maíz, que no le sentaban bien a Astor.

La granja estaba a la vera del bosque. Era una construcción baja y alargada, con tejado de tejas rojas. Enfrente estaban los establos con vallas de metal. A un lado, el pajar, con pacas de heno.

La Roja se había llevado al matrimonio Mannino, y los hijos, demasiado pequeños para sobrevivir solos, habían perecido en sus literas. Eran campesinos, gente previsora, y tenían una despensa grande llena de frascos de berenjenas y de alcachofas en aceite, latas de conservas, botes de mermelada, botellas de vino, perniles. Anna se abastecía allí, hasta que un día la encontró limpia. Alguien había pasado y se había llevado lo que había querido. Lo demás estaba tirado por el suelo.

Se vio obligada a ampliar el radio de sus exploraciones. En el primer grupo de casas que encontró, entre cadáveres, moscas y ratones, saqueó los armarios de las cocinas. Al principio recorría las casas con las manos en la cara, cantando y mirando los cuerpos por entre los dedos, pero no tardó en acostumbrarse y en tratarlos como presencias fijas y curiosas. Todos eran distintos, cada uno tenía una postura y una expresión propias, y, según el grado de humedad, de ventilación, de exposición a la luz, a insectos y demás animales necrófagos, se transformaban en filetes de bacalao o en papillas repugnantes.

Para impedir que Astor la siguiera o se hiciera daño, antes de salir lo encerraba con sus muñecos y un botellín de agua en el trastero de la escalera. Al principio el niño lloraba desesperado y aporreaba la puerta, pero pronto, como era listo, vio que aquel cautiverio tenía su lado positivo. Siempre que su hermana abría la puerta traía comida y regalos.

Astor contaba que cuando estaba allí, en la oscuridad, salían del suelo unos animalillos que vivían bajo tierra.

—Son como lagartijas, pero tienen pelo rubio y me hablan.

Anna estaba satisfecha con su idea. Era libre para moverse y su hermano no veía la destrucción, los cadáveres, ni sentía aquel olor dulzón del que uno no se libraba ni aun aspirando perfume.

Con el tiempo, sin embargo, Astor empezó a dar la lata. Primero pidió luz, y estaba claro que Anna no podía encenderle una vela en el trastero. Luego empezó a decir que las lagartijas peludas no lo querían y le decían cosas malas.

Por último llegó la época de las preguntas. ¿Qué hay después del bosque? ¿Por qué no puedo ir contigo al Afuera? ¿Qué animales hay allí?

Anna, para convencer a su hermano de que se dejara encerrar, todas las noches le contaba historias del Afuera. Él las escuchaba en silencio hasta que su respiración se hacía regular y el pulgar se le caía de la boca.

El Afuera, que estaba pasado el bosque mágico, era un mundo sin vida. Nadie había sobrevivido a la furia del dios Danone (Anna lo había llamado así por los flanes de chocolate que recordaba con nostalgia): ni hombres, ni animales, ni niños. Ellos dos tenían la suerte de vivir en aquel bosque, tan recóndito y tupido que la divinidad no veía lo que había dentro de él. Más allá de los árboles sólo había hoyos y ruinas habitadas por fantasmas. En el fondo de los hoyos crecía la comida y otras cosas. A veces brotaban latas de atún; otras, barritas de cereales, juguetes y ropa. Por aquel mundo se paseaban los monstruos de humo que servían al dios Danone. Gigantes de gas negro que mataban a cualquiera que se cruzase con ellos. Algunas noches, los monstruos de humo se transformaban en animales prehistóricos como los que se veían en El gran libro de los dinosaurios. Sólo esperaban a que Astor diera un paso fuera de la finca para comérselo vivo.

—¿Y no puedo escapar? Yo corro mucho.

Anna era categórica.

—Imposible. Además, aunque no haya monstruos de humo, el aire es venenoso y morirías. Traspasas la valla y a los pocos metros mueres.

Astor se mordía el labio, poco convencido.

—¿Y por qué tú no?

—Porque cuando tú eras muy pequeño mamá me dio una medicina especial y los monstruos no pueden hacerme nada.

Pero otras veces decía:

—Yo soy mágica. He nacido así. Cuando muera, la magia pasará a ti y podrás salir y buscar comida solo.

—Pues muérete ya. Quiero ver a los monstruos de humo.

Anna tuvo que explicarle a su hermano lo que era la muerte. Estaban rodeados de cadáveres, pero no sabía qué decirle. Así que capturaba ratones y lagartijas y los mataba delante de él.

—Mira, ahora está muerto. Sólo queda el cuerpo, dentro ya no hay vida. Puedes hacer lo que quieras, pero no se moverá. Se ha ido. Si te doy un martillazo en la cabeza, te pasa también a ti, te vas derecho al otro mundo.

—¿Dónde está el otro mundo?

Anna se impacientaba.

—No lo sé. Después del bosque. Pero siempre está oscuro y hace frío, aunque la tierra está ardiendo y te quema los pies. Y estás solo. No hay nadie.

—¿Mamá tampoco?

—No.

Pero Astor quería saber más.

—¿Y cuánto tiempo se pasa en el otro mundo?

—Para siempre.

Estas largas y tortuosas conversaciones ontológicas la dejaban exhausta. A veces, Astor se dejaba convencer; otras, como si intuyera que su hermana no le decía la verdad, buscaba contradicciones.

—¿Y qué pasa con los pájaros que vuelan por el cielo? Yo los veo. ¿Por qué no mueren? No será porque han tomado la medicina.

Anna improvisaba.

—Los pájaros pueden volar por encima del aire venenoso, pero no pueden pararse.

—Pues yo hago lo mismo. No me paro nunca. Salto de un árbol a otro.

—No, mueres.

—¿Puedo intentarlo?

—No.

Anna tuvo una idea. Entre el bosque y los campos, a unos cien metros del límite de la Finca de la Morera, estaban los establos de los Mannino. La vacas habían muerto de sed y los cuerpos estaban llenos de gusanos. Al acercarse, el olor a descomposición era espantoso.

Anna llevó al hermano a la valla.

—Escúchame bien. Ya que te empeñas, te llevo fuera. Pero recuerda: yo soy mágica y no noto el olor de la muerte. O sea que has de estar atento. Si notas una peste asquerosa que dan ganas de vomitar, entonces es que estás a punto de morir. Da media vuelta corriendo y no te detengas hasta que pases la valla y estés a salvo.

El niño no las tenía todas consigo.

—Mejor no vamos.

Anna sonrió para sí y lo cogió de la muñeca.

—Ahora vas y así dejas de hacerme preguntas.

Astor rompió a llorar, plantó los pies y se agarró a una rama. Anna tuvo que arrastrarlo.

—¡Vamos!

—No, por favor… No quiero ir a la tierra que quema.

Lo cogió en vilo y lo arrojó al otro lado de la valla, brincó ella y, sujetándolo por el cuello, avanzaron entre troncos cubiertos de hiedra y matas de brusco. Astor, con los ojos hinchados de llorar, se tapaba la boca. Pero aun así notó el olor a carroña. Miró a su hermana desesperado, haciéndole señas de que lo olía.

—¡A casa, rápido!

El niño volvió a la finca con un salto de gato.

Desde aquel día no hubo necesidad de encerrar a Astor en el trastero.

El aire era fresco y daban ganas de caminar.

Anna dejó atrás el bosque, bordeó Torre Normanna y siguió por la carretera comarcal.

En los cables de la luz había cuervos posados que le graznaban como beatas vestidas de luto.

Anna apretó el paso. Faltaba mucho para llegar al supermercado de los gemelos Michelini.

Paolo y Mario Michelini eran gemelos homocigóticos. Eran un año mayores que Anna e iban a cuarto cuando ella iba a tercero. Eran altos, gordos e idénticos. Tenían los mismos ojos inexpresivos y el mismo pelo color zanahoria. Estaban llenos de pecas como si nada más nacer los hubieran dejado junto a una olla de ragú hirviendo. Eran los tontos de la clase y nunca hacían los deberes, pero con su corpulencia daban miedo a todo el mundo, incluidas las maestras. Cuando veían un balón lo cogían, y el que lo quería debía pagar.

La madre los vestía igual: mono azul, camiseta roja y zapatillas de deporte. El padre tenía un Spar en Buseto Palizzolo.

Antes del virus, Anna se los encontraba en el autobús del colegio, pero ellos no le hacían caso, se sentaban al fondo y jugaban con la Nintendo en silencio, porque no les costaba entenderse. Para ellos, el mundo se miraba con cuatro ojos, se tocaba con veinte dedos, se recorría con cuatro pies y se meaba con dos pililas.

Un día, después de la epidemia, Anna pasó por delante del Spar. La persiana estaba levantada y las máquinas de chicles y regaliz estaban en la puerta, junto a una fila ordenada de carritos. Todo estaba lleno de basura y destrucción, pero aquello estaba perfecto. Y pasada cierta hora bajaron la persiana, como si la Roja no hubiera existido. Lo único que no había era luz en el letrero.

Anna se preguntó si no habría vuelto del más allá el padre de los gemelos. Siempre que pasaba sentía unas ganas terribles de entrar y descubrir la verdad, pero tenía miedo. Rondaba el lugar, mirando la entrada, en la que se veía una pegatina con un perro y una cruz que decía: «Nosotros nos quedamos fuera».

Un día, después de mucho dudar, abrió la puerta de cristal. Sonó una campanilla. Dentro todo estaba igual que cuando iba con su madre a comprar al volver de la playa. La comida en los estantes, los panetones de oferta, la vitrina con radios y cuchillas de afeitar para los socios. Sólo el mostrador de los quesos y embutidos estaba vacío y tampoco había cajas de verduras.

Anna avanzó en silencio por el local como en un sueño. Si hubiera alargado la mano, los frascos, las cajas de cereales y las botellas de vinagre balsámico habrían desaparecido sin duda.

—¿Qué deseas?

Los dos gemelos estaban de pie, uno junto a otro, con sus monos y sus zapatillas blancas. Uno llevaba una escopeta.

—¿Quieres un carrito?

Anna hizo señas de que no.

—Tenemos de todo, incluso huevos de Pascua con sorpresa y Nutella —explicó el de la escopeta.

La Nutella era muy difícil de encontrar. Era una de las primeras cosas que habían desaparecido después de la epidemia.

Anna miró a los lados.

—¿Ferrero Rocher también?

—Claro.

—¿Y cómo os pago? ¿Queréis dinero? —Pero sabía que el mundo estaba lleno de dinero y no le interesaba a nadie.

—Nosotros intercambiamos. ¿Tienes algo que intercambiar?

Se buscó en los bolsillos de los pantalones.

—Tengo una navaja suiza.

Los gemelos cabecearon.

—Nos interesan las pilas, pero tienen que estar cargadas, las comprobamos. Y nos interesan los medicamentos y los CD de Massimo Ranieri.

Anna enarcó una ceja.

—¿Quién es Massimo Ranieri?

—Un cantante famoso. Le gustaba a nuestro padre —contestó el de la escopeta—. Por él podemos darte tres botes de Nutella o seis Toblerone pequeños. Todo lo que ves aquí puede cambiarse. Es un supermercado.

Anna nunca les había oído decir tantas palabras seguidas.

En los meses siguientes buscó CD de Massimo Ranieri allí donde iba. Había muchos de Vasco Rossi y de Lucio Battisti, pero ninguno de Ranieri. Hasta que un día, en un área de servicio, encontró, entre fundas de móviles, desodorantes y libros mojados, un álbum triple titulado Nápoles y mis canciones.

Por él le darían antibióticos.

Se había equivocado. Había un camino más corto para ir al supermercado de los gemelos, pero, como si sus pies hubieran decidido por su cuenta, se encontró en la autopista.

El coche con el perro dentro estaba allí.

Anna miraba la portezuela abierta mordiéndose la uña del pulgar. Quería volver a verlo antes de que los cuervos dejaran sólo los huesos.

Sacó el cuchillo de la mochila, se acercó al automóvil y miró dentro. Vio un poco de pelaje sucio. Dio un grito, pero no pasó nada. Se asomó más. Por el hueco de los asientos delanteros vio al perro. Estaba en la misma postura en que lo había dejado. La sangre de debajo del cuello se había secado y el asiento trasero estaba empapado de ella. Unos moscardones metalizados se posaban en el asiento. Por la boca abierta, la lengua colgaba sobre las encías oscuras cubiertas de saliva. El único ojo que se veía, grande como una galleta y negro como el petróleo, muy abierto, miraba al vacío. Respiraba tan despacio que apenas se oía. El rabo yacía inerte entre las patas de detrás, que un ligero temblor estremecía.

Anna le tocó un costado con la punta del cuchillo. El animal no se movió, pero giró la pupila y la miró un instante.

Su alma estaba ya encerrada dentro de aquel pelaje sucio. A todos los que morían les pasaba lo mismo, fueran animales o seres humanos, daba igual.

En los últimos cuatro años, Anna había visto a muchos niños llenarse de manchas y morir. Encerrados en un trastero oscuro, en un coche, como aquel perro, al pie de un árbol o en una cama. Luchaban, pero al final todos, sin excepción, comprendían que era el fin, como si la muerte misma se lo hubiera susurrado al oído. Conscientes de ello, algunos aún sobrevivían un tiempo, otros no lo descubrían hasta un instante antes de expirar.

La mano de Anna, casi por voluntad propia, acarició la frente del perro.

El animal permaneció inmóvil e indiferente, pero de pronto levantó el rabo y lo dejó caer como si hubiera querido menearlo.

Anna movió la cabeza.

—Entonces, mal bicho, ¿no estás muerto?

Entre la basura que había en la cuneta encontró un balón de plástico desinflado. Lo cortó en dos y con una mitad volvió al coche. Cogió la botella de la mochila y vació la mitad en el cuenco improvisado. Lo acercó a la boca del perro pero al principio el animal no hizo caso. Luego levantó un poco el morro y, casi con desgana, metió la lengua en el agua.

La chiquilla le acercó el cuenco.

—¡Va, bebe!

El animal dio dos o tres lametazos más y dejó caer la cabeza.

Anna cogió una lata de guisantes, la abrió y la vació junto a la boca del perro.

Ella había puesto de su parte.

El fuego también había castigado Buseto Palizzolo, un pueblecito de casas modernas apiñadas al pie de un monte. Sin embargo, los incendios sólo habían lamido el Spar de los Michelini, dejando negras las paredes del edificio y derritiendo las persianas de plástico verde de los pisos superiores.

Anna llamó a la persiana metálica.

—Abrid, vengo a cambiar una cosa. —Esperó un poco—. ¿Hay alguien? ¿Me oís? Soy Anna Salemi, de 3C. Quiero cambiar una cosa. Abrid. —Impaciente, dio la vuelta al edificio.

La puerta de servicio trasera estaba atrancada y por las ventanas con rejas no se veía nada. Volvió a la entrada e intentó levantar la persiana, pero estaba cerrada. Le dio una patada. Se había pasado meses buscando aquel maldito CD y había hecho todo aquel camino para nada. ¿Dónde conseguiría ahora antibióticos?

—Vale, me voy. Traigo un disco de Massimo Ranieri. Es buenísimo y creo que no lo tenéis. —Acercó el oído a la persiana.

Alguien se movía dentro.

—Sé que estáis ahí.

—Vete. Aquí ya no cambiamos nada —contestó una voz somnolienta.

—¿Ni siquiera discos de Massimo Ranieri?

La persiana se enrolló con un ruido de chatarra. De las tinieblas del local salió uno de los gemelos. Llevaba la escopeta.

Anna no supo si era Mario o Paolo, pero nada más verlo se dio cuenta de que tenía la Roja. Tenía los labios llenos de costras y rajitas en carne viva, las narices hinchadas e irritadas y grandes ojeras. Una mancha rojiza le cubría el cuello. Podía vivir unas semanas más, un par de meses si era resistente.

Sacó el CD de la mochila.

—¿Lo quieres o no?

El gemelo aguzó la vista.

—A ver. —Lo observó y se lo devolvió—. Lo tenemos. Además, me he cansado de Massimo Ranieri. Prefiero a Domenico Modugno.

Anna se asomó al interior.

—¿Estás solo?

El gordo empezó a toser y lanzó al suelo un escupitajo amarillento.

—Mi hermano murió. —Miró hacia arriba y contó entre dientes—. Hace cinco días.

Anna no esperó más que un par de segundos.

—Mira, necesito medicinas.

—Te he dicho que ya no cambiamos nada. —El gemelo se volvió y, arrastrando los pies, entró en el supermercado. Anna lo siguió.

Los ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la oscuridad. Estaba todo tirado por el suelo: tarros de miel y de mermelada de naranja, comida para perros, latas de ragú, tubos de pasta de anchoa. Una lata de aceite se había volcado y se veían cascos de botella en medio de un charco de vino.

Se le encogía el corazón viendo toda aquella comida tirada por el suelo. El día anterior casi la habían destrozado unos perros por cuatro latas de judías.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Que he dejado de ordenar las cosas.

—Bueno, ¿me das las medicinas o no? Es importante, son para mi hermano. Si quieres tengo también pilas cargadas.

El gemelo fue al mostrador, dejó la escopeta apoyada en la pared y, con las piernas estiradas y los brazos colgando, se sentó en una sillita de mimbre y empezó a toser. La Roja aún no le había hecho adelgazar. Por los pantalones del mono asomaban dos michelines blancos, salpicados de pecas y con pelos rubios. La cabeza esférica descansaba directamente en los hombros arqueados, sin mediación de cuello.

—Tus pilas no me sirven para nada. Tengo un montón. —El gemelo abrió un cajón lleno de paquetes de tabaco—. ¿Quieres un cigarrillo?

—Gracias.

—¿Cuál prefieres?

—El que sea.

Le pasó un paquete de Marlboro y un mechero.

—¿Cuántos años tiene tu hermano?

Anna se encendió el cigarrillo.

—Siete, puede que ocho.

—Entonces no puede ser la Roja.

—Habrá comido algo en mal estado. Tiene fiebre y vomita, necesito antibióticos.

El gordo se frotó el cuello.

—¿Quieres verlo?

Anna adivinó que se refería a su hermano.

—Bueno. ¿Tú quién eres de los dos?

—Mario. Mi hermano era Paolo. —La condujo a un almacén trasero que estaba lleno de cajas de cartón y donde había un furgón blanco en el que se leía: «Spar»—. Lo he puesto aquí.

Paolo yacía en un gran frigorífico abierto como esos en los que antes se metían las pizzas congeladas y las bolsas de gambas. Alrededor había montones de latas de atún en aceite de todas las marcas. Empezaba a hincharse y los ojos habían desaparecido en lo que parecían dos flanes violáceos. Las manos semejaban guantes llenos de aire. Olía bastante.

Anna dio una chupada al cigarrillo.

—Ya veo que le gustaba el atún.

—¿Tú cuántos años tienes? —le preguntó Mario.

—He perdido la cuenta.

Mario sonrió enseñando unos dientes pequeños y amarillos.

—Me acuerdo de verte en el colegio. —La examinó—. ¿Te han salido manchas?

Anna negó con la cabeza.

—¿Por qué crees tú que mi hermano ha muerto antes? No lo entiendo, somos gemelos. Nacimos a la vez, tendríamos que morir a la vez.

—La Roja no afecta a todos de la misma manera. Podemos contraerla a los catorce años.

Mario asintió, torciendo la boca.

—¿Tú cómo me ves?

Anna apagó el cigarrillo con el pie y se le acercó. Le miró atentamente el cuello, le pidió que se levantara la camiseta para verle las manchas de la espalda y le examinó las manos.

—No sé… Un par de meses.

—Eso creo yo. —Se restregó un ojo—. Pero ¿sabes lo que dicen? Que un Mayor ha sobrevivido.

¿Cuántas veces había oído aquello? Toda la gente que veía decía que en algún sitio había Mayores que habían sobrevivido. Mentiras. El virus había exterminado a todos y continuaba matando tranquilamente a los que crecían. Era así. Y, después de todos aquellos años, Anna ya no creía en el cuento de la vacuna. Pero no dijo nada. Todavía confiaba en conseguir la medicina.

—Sé que no te lo crees. Yo tampoco creía al principio. Pero es verdad. —Mario se llevó la mano al corazón.

—¿Cómo lo sabes?

—El que me lo dijo debía de tener por lo menos dieciséis años. Llevaba barba y no se le veía ni una mancha. Dijo que lo salvó una mujer mayor. No una Mayor normal, más mayor. La llaman la Picciridduna. Mide tres metros. Contrajo la Roja pero se le pasó. —La mirada de Mario, que hasta aquel momento había sido tan viva como la de una vaca pastando, despertó—. Tuve que darle cinco botellas de vino para que me dijera dónde está.

—¿Y dónde está? —preguntó Anna.

—En un lugar de las montañas, el Hotel de las Termas, dijo. ¿Lo conoces?

Anna pensó un momento.

—Claro, no está lejos.

—¿Has ido?

—No allí, pero muy cerca. Además, está en los mapas.

—Pues esa Picciridduna te cura.

Anna dejó escapar una sonrisilla escéptica.

—¿Cómo?

—Hay que besarla en la boca, su saliva es mágica.

Anna se echó a reír.

—Entonces, ¿hay que besarla con lengua?

—Sí.

—¿Y si ella no quiere? ¿Si no le gustas?

—Sí quiere, sí. Hay que llevarle regalos. —Volvió a toser y por poco se ahoga. Continuó con un hilo de voz—.

Sobre todo tabletas de chocolate.

—El chocolate ya no está bueno. Es blanco y no tiene sabor.

Mario esbozó una sonrisa de tendero que enseña lo que es bueno.

—Nosotros tenemos un secreto para conservarlo. Lo guardamos al fresco, en el sótano, metido en recipientes de plástico. Con cinco tabletas te besa y con seis…

Anna lo interrumpió:

—¿Quieres que te acompañe?

—¿Adónde?

—A ver a la Picciridduna. Yo te llevo.

El gemelo guardó silencio un momento, rascándose con la uña las costras de los labios. Señaló la puerta del almacén.

—Vamos. —Volvieron al local—. ¿Y qué hago con Paolo?

—Está muerto. Déjalo aquí.

Mario cogió una barrita de cereales, la desenvolvió y, sin ofrecerle a Anna, se la comió en dos bocados.

—Es que yo nunca he hecho nada sin mi hermano. Nos gustaba quedarnos aquí en la tienda. Intercambiar cosas con los clientes, juntar pilas, medicinas… Desde los incendios no viene nadie. Sólo vienen bandas a asaltar la tienda.

—No tardaremos mucho.

—¿Cuánto?

—Un par de días.

—No sé… Podría darte chocolate para que te besara a ti también.

Anna sonrió.

—Sí, pero no es suficiente. Si quieres que te acompañe, tienes que darme también medicinas para mi hermano.

Mario abrió tres cajones.

—Coge las que quieras.

Enseguida encontró dos cajas de antibióticos y las metió en la mochila.

—Y tienes que darme toda la comida que podamos llevar, pero la escojo yo. Y pilas cargadas.

—Vale.

—Hagamos lo siguiente: vamos a mi casa, le doy la medicina a mi hermano y mañana por la mañana salimos.

Mario se enardecía.

—¡Vale, ya me he hartado de estar solo! ¿Cómo se llama tu hermano?

—Astor.

—¡Qué nombre más raro! —Mario le tendió la manaza—. Trato hecho.

El plan de Anna era simple. En Torre Normanna huiría con todo y adiós a Mario y a la Picciridduna.

Iban por un camino que atravesaba un suburbio de cuatro casas, una pequeña iglesia y una rotonda con una lápida en honor a los caídos de la Primera Guerra Mundial. El fuego había arrasado los jardines de la Pro Loco, y los troncos de los eucaliptos parecían lapiceros negros clavados en el suelo. Del quiosco de prensa no quedaba más que la estructura de hierro. Un camión de bomberos se había empotrado en la barbería.

Anna llevaba una bolsa llena de latas y tarros. Michelini, con una gorra en cuya visera ponía «Nutella» y la escopeta al hombro, empujaba una carretilla llena de cajas. Una lona ceñida por una goma tapaba la carga.

Iban sudando y sólo sentían alivio cuando las nubes tapaban el sol.

Anna no sabía si Mario era un buen chaval o no. Nada más salir de la tienda había enmudecido y a los dos kilómetros había empezado a reducir la marcha. Podía ser la Roja, pero sospechaba que era una persona perezosa. A aquel paso llegarían a casa de noche.

—¿Quieres que cambiemos y llevo yo la carretilla?

Michelini hizo señas de que no.

—¿Va cargada la escopeta?

—Tengo cuatro cartuchos.

Era difícil encontrar cartuchos. Los había gastado todos los primeros meses de la epidemia, durante los saqueos y las insurrecciones.

Tomaron un caminito flanqueado por muros de piedra.

El gemelo se detuvo a recobrar el aliento.

—Se me hace raro estar sin Paolo. —Se quedó mirando a Anna—. ¿Te ha salido ya pelo?

—Sí.

—A ver.

Anna se desabotonó los pantalones y se los bajó hasta las rodillas.

Michelini, sin soltar la carretilla, se agachó a mirar la hilera de pelillos negros.

—¿Y las tetas?

Anna se levantó la camiseta. En el pecho se elevaban dos montecillos coronados por los conos rosa de los pezones.

Siguieron caminando. Anna rabiaba, pero no tenía más remedio que ir al paso de aquel caracol. Para distraerse le propuso un juego.

El gemelo sudaba a chorros.

—¿Qué juego?

—Piensa en un animal.

—Vale. La morsa.

—No tienes que decírmelo, sólo pensarlo. Yo te hago preguntas hasta que lo descubro. ¿Está claro?

—Está claro.

—A ver, ¿vuela, camina o nada?

Michelini esbozó una sonrisa astuta.

—Vuela, camina y nada.

—¿Qué clase de animal es ése?

—La oca.

—No tienes que decírmelo enseguida.

—Has preguntado qué animal era.

—Estaba pensando. Venga, otra vez.

—Vale. El conejo.

—Mira, mejor lo dejamos.

Pasaron junto a un cartel en el que se veía un anuncio de un coche con un hombre con chaqueta y corbata que decía: «Elige hoy tu futuro».

Por un campo de olivos quemados iban nueve figuras menudas como espectros. En cabeza marchaban dos más altos, un chico gordo y una chica esquelética pintados de blanco. Los demás tenían la edad de Astor, iban desnudos y pintados de azul, y el pelo les caía por la espalda formando una maraña llena de nudos. Algunos empuñaban un bastón.

Anna y Michelini los observaban detrás de una estacada. El gemelo se rascó la barbilla.

—¿Qué hacemos?

—Habla bajito —le susurró Anna—. Si nos descubren nos lo quitarán todo.

No lejos, al otro lado de la calle, había un edificio con un sótano garaje en el que se veía un letrero: «Taller mecánico Pieri».

Anna cogió la carretilla y echó a andar agachada, escondiéndose tras la valla.

—Agáchate y sígueme sin hacer ruido.

Pero, a los pocos metros, una detonación sonó a sus espaldas.

Michelini estaba en medio de la calle. Del cañón de la escopeta salía una nubecilla de humo blanco.

La chica abrió la boca.

—¿Qué has hecho?

—Así nos dejarán en paz.

—Idiota.

Anna siguió adelante, pero la carretilla iba dando bandazos. La soltó y corrió hacia el edificio ya sin mirar atrás. Bajó la rampa de cemento y se encontró ante tres persianas bajadas. La de la izquierda estaba levantada unos veinte centímetros. Hojas y tierra que la lluvia había arrastrado se acumulaban en el canal de desagüe. Excavando como un perro, Anna hizo un hueco, se quitó la mochila y, conteniendo la respiración para abultar menos, se deslizó por debajo. Las piernas pasaban, el tronco también, la cabeza no. Apretó la mejilla contra el suelo y se encontró al otro lado con la cara arañada por ambos lados. Alargó la mano y recuperó la mochila.

El taller estaba sumido en la oscuridad. Quiso bajar la persiana, pero no se movía. Tentando al frente, avanzó por el recinto. Chocó con la rodilla contra un automóvil y con el tobillo contra unos estantes llenos de cosas metálicas que cayeron al suelo con estrépito. Aguantó el dolor y palpó los estantes, la pared áspera. Encontró una puerta y la abrió. Al otro lado estaba más oscuro, si cabe. Siguió avanzando a cuatro patas hasta que, con una mano, tocó el borde de un escalón.

Fuera se oyeron disparos.

Se sentó abrazándose las rodillas y rogó que no la hubieran visto.

El primer disparo había hecho que el grupo se volviera.

En medio de la calle había un gordo con una escopeta y una figura con una carretilla corría agachada hacia un edificio.

La chica más alta había pitado con un silbato y se los había señalado a los niños de azul. Éstos habían cogido piedras y, gritando, había cargado.

Michelini, cogiendo la escopeta como si fuera de cañones recortados, había disparado contra el grupo los tres cartuchos que le quedaban. Con el último había abatido a uno, que se había desplomado en medio de una nube de ceniza. «Sí.» Había arrojado la escopeta y había echado a correr hacia el edificio, pero la enfermedad y los kilos de sobrepeso lo ahogaban. Se volvió para ver dónde estaban sus perseguidores y una piedra lo alcanzó en la cabeza. Dio un grito y, mientras se llevaba la mano a la sien, tropezó. Dio tres pasos forzados agitando los brazos para recobrar el equilibrio, pero, como un buldózer, arrolló la valla de la calle y cayó en un campo con los brazos abiertos. Ya no intentó levantarse. Apretó la hierba con los puños, hundió la cara en la tierra tibia y pensó en su hermano.

Los gritos de los niños resonaban en el garaje.

Anna subió la última rampa y se topó con una puerta cerrada. La abrió y se encontró en el vestíbulo del edificio. La luz atravesaba los cristales esmerilados de la entrada. A un lado, los buzones cubiertos de polvo, junto a un papel amarillento en el que se anunciaba la fecha de una reunión de vecinos y otro en el que se prohibía dejar sin vigilancia bicicletas y cochecitos.

Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Sin saber qué hacer, se lanzó escaleras arriba. Los apartamentos del primer piso estaban cerrados. Al igual que los del segundo. También los del último estaban atrancados.

Estaban en el vestíbulo.

Abrió la ventana del rellano. Abajo se veía la rampa de cemento del taller y unos cincuenta metros más allá el cuerpo de Michelini. A la izquierda, a un metro de distancia, sobresalía un balcón.

Subían por la escalera.

Se subió a la repisa, miró atrás, se impulsó con las piernas y saltó. Voló con los brazos por delante y chocó con el pecho contra la barandilla, pero consiguió agarrarse a los barrotes. Puso un pie en el borde del balcón y lo brincó.

Avanzó, casi sin aliento, por el balcón, que recorría la fachada formando una L. Detrás de la esquina había aparatos de aire acondicionado, una caldera y una puerta-ventana entornada. Entró por ella, cerró la manivela y se sentó en el suelo, jadeando y con la vista clavada en un lavaplatos y en un cubo de basura cromado.

Estaban en el rellano. Golpeaban la puerta.

Anna se levantó, rebuscó en los cajones de la cocina hasta que encontró un largo cuchillo de sierra. Empuñándolo, se escondió en una esquina, preparada.

—Venid y os mato. Os mato a todos.

Pero oyó que bajaban las escaleras y al poco se hizo el silencio.

Se acuclilló contra el frigorífico sin soltar el cuchillo mientras la adrenalina se agotaba en las venas. Tenía que cerciorarse de que se habían ido. Abrió la puerta ventana y se arrastró de codos hasta la barandilla.

Caminaban por la calle en sombra, en fila india, hacia el crepúsculo. La chica pintada de blanco, con la gorra de Michelini puesta, llevaba la carretilla.

Entró y se dejó caer en el suelo, rendida, abrazada a la mochila.

Decidió pasar la noche allí.

Comprobó que la puerta de entrada se abriera por dentro.

El piso estaba en buenas condiciones. Aparte de hormigas y cucarachas, no había entrado nadie. Le gustaba, estaba ordenado. En un despacho lleno de libros, colgaba un diploma enmarcado en el que decía que Gabriele Mezzopane era licenciado en medicina general por la Universidad de Messina.

El médico estaba en el salón, delante del televisor, en un gran sillón de terciopelo beige que tenía el respaldo echado hacia delante. Seguía sentado en el cojín, pero el tronco yacía sobre una mesita baja y la frente descansaba en el cristal. Se había conservado bien. La piel, que seguía pegada al cráneo, parecía cartón mojado que se hubiera secado al sol. El cabello amarillo y seco como estropajo formaba una corona en torno al cráneo escamoso. Las patillas doradas de las gafas descansaban sobre unas orejas apergaminadas. Llevaba una bata de rayas apolillada, pijama y un par de pantuflas de fieltro. Junto al brazo del sofá había un bastón de paseo, y del brazo del sofá salía un cable eléctrico que iba a un mando gris con botones rojos que el cadáver tenía en una mano agarrotada. En la mesa, junto a la cabeza, había un papel plastificado con números y nombres, y un teléfono de teclas grandes.

Entró en el baño. Una bandada de murciélagos salió como un remolino por el ventanuco, dejando el suelo cubierto de excrementos que parecían granos de arroz negro.

En el cuarto de las escobas encontró una lámpara de gas de acampada. Antes de encenderla se aseguró de que las persianas estuvieran bajadas. En los armarios de la cocina quedaban bolsitas de té y paquetes de pasta lleno de palomillas. En el frigorífico, junto a una papilla negruzca que había goteado de estante en estante, había un frasco de salsa.

«Goveđi Gulaš», decía la etiqueta. Lo abrió. Había una capa de moho verde de un dedo de grueso. La quitó y se acercó el frasco a la nariz. No estaba segura de que aquello fuera todavía comestible, pero se lo comió. La carne no sabía a nada, pero le aplacó un poco el hambre.

En un estante, junto a unos botes de café, encontró una botella de grapa Nonino. Se la llevó al dormitorio, dejó la lámpara en la mesita, se descalzó y se recostó sobre dos cojines. Dio un par de tragos de grapa que le bajaron calientes y secos por la garganta.

Pasó la mano por las sábanas bien lisas. «Como un pachá.»

Cuando los sábados por la noche su padre volvía de Palermo, siempre traía tarta y croquetas de patata y de arroz de la pastelería Mastrangelo. La llamaban la cena salvaje, y había que comer con las manos directamente de la bandeja de papel, sentados en torno a la mesita baja. Luego su padre la acostaba y le remetía bien las sábanas.

—¡Más, más, tira fuerte!

—¡Que te vas a ahogar!

—Fuerte, fuerte. Que no pueda moverme.

Y su padre metía más las sábanas bajo el colchón.

—¿Así? —Le daba un beso—. Ahora sí que estás como un pachá. Vamos, duérmete.

Y apagaba la luz dejando la puerta entornada.

La llama de la lámpara ardía produciendo un silbido y la luz blanca reverberaba en un marco de plata que había en la mesita. Lo cogió y lo observó.

En la foto, el doctor Mezzopane vestía un traje elegante con corbata de lunares y tenía de la mano a una mujer con un sombrero de paja.

Dejó la foto en su sitio y empezó a girar sobre sí misma con los ojos cerrados, dándose contra las paredes y frotando los pies en la moqueta hasta que le quemaron.

Abrió el armario empotrado. En un batiente había un espejo.

El alcohol le había puesto una sonrisa boba en los labios. Se quitó la camiseta y examinó la ropa colgada. Mucha era de mujer, seguramente de la del sombrero de paja. Fue sacando prendas y echándolas a una silla. No le gustaban, eran de vieja. Pero había un vestido lila corto que dejaba al descubierto la espalda, aunque le quedaba como un saco. Se probó una camiseta roja elástica y una falda azul que le llegaba a los tobillos. En un estante bajo había zapatos colocados en orden. Se puso unos de raso negro y tacón alto con brillantina en la punta. Se miró dando una vuelta. A aquella luz tenue apenas se veía, pero no se encontró nada mal.

Perfecta para una fiesta.

Se dejó caer en la cama. Un recuerdo le estalló en la mente como una pompa de jabón.

«¡Qué vanidosa eres, Anna!»

Era pequeña, estaba delante del espejo con los brazos tiesos y las piernas abiertas. Llevaba un vestido de florecitas rosas que le había regalado su abuela. Una diadema de terciopelo le sujetaba el pelo corto. Su madre estaba sentada en la cama junto a la ropa planchada y movía la cabeza sonriendo.

Llegó a sentir el olor de la plancha al rojo puesta sobre la tabla y el aroma dulzón del pulverizador. Se levantó, cogió la lámpara y, con los ojos medio cerrados y haciendo eses, fue al despacho. Entre los libros que había en la mesa había un grueso tomo verde, un diccionario de italiano. Estaba tan borracha que le costaba descifrar las palabras escritas con letra pequeña.

Tardó una eternidad, pero al final halló lo que buscaba. Más que leerlo, lo balbuceó en voz alta: «Vanidoso. Afectado de vanidad. Dícese de la persona que, por sus cualidades físicas e intelectuales, cree tener derecho a la admiración de los demás y lo muestra en su actitud y palabras.»

—Es verdad, soy vanidosa.

Volvió al dormitorio, se desnudó y se metió en la cama. Giró la ruedecilla de la lámpara, que se atenuó y con un bufido se apagó.

Clang. Clang. Clang.

¿Qué era? ¿La puerta de una verja? ¿Una persiana movida por el viento?

El corazón de Anna palpitaba al compás con un ruido tan ensordecedor que temblaban hasta la cama y el suelo.

Clang. Clang. Clang.

Eran golpes rítmicos y mecánicos.

Los niños de azul. Intentan entrar.

Se incorporó, saltó de la cama y se acercó a la puerta del dormitorio, que se estremecía. Después de unos momentos de vacilación, giró la manivela y abrió un poco.

Una claridad azulada teñía la pared de enfrente y el suelo. El ruido era tan fuerte que no la dejaba pensar.

Tenía las piernas rígidas del miedo. Al dirigirse al salón la deslumbraron unos fogonazos de luz que iluminaban el techo y centelleaban en el cristal de una vitrina llena de copas y medallas, en los cuadros de las paredes y en la caja dorada del barómetro. En medio del ruido se distinguía una voz.

Se apoyó en la pared, no podía seguir. Tenía la impresión de estar cubierta de hormigas.

La voz venía de la televisión.

«Unos ríen, otros lloran. Hay muchos tendidos en el suelo o que intentan subir al barco trepando por los flancos», decía el hombre.

Anna se hallaba en mitad del salón. Las luces de la lámpara del techo y la pantalla de la lámpara de pie parpadeaban, y los ceros rojos de un reloj se encendían y apagaban como si fueran los ojos de un depredador acechando en las tinieblas. En la pantalla se veía una imagen en blanco y negro. Miles de personas aglomeradas en el muelle de un puerto. Más allá se elevaban columnas de humo que envolvían las grúas y los contenedores.

Clang. Clang. Clang.

Frente al televisor, el sillón se abría y se cerraba rugiendo y vibrando como si fueran las fauces de un monstruo mecánico. El cadáver reseco del doctor Mezzopane iba y venía sobre la mesa y la cabeza ladeada se deslizaba por el cristal, arrastrando la mandíbula y mirando a Anna con unos ojos saltones y blancos como huevos duros.

Anna empezó a gritar, abrió desorbitadamente los ojos y aspiró una bocanada del aire caliente y con olor a rancio de la casa.

El sol se filtraba por las persianas salpicando las paredes, la moqueta y la cama de puntitos luminosos. Los gorriones cantaban.

Se dio cuenta de que estaba sudando. Tenía la impresión de que la hubieran sacado de un montón de arena húmeda y caliente. Poco a poco empezó a expandir el pecho y a respirar más libremente.

No era la primera vez que soñaba que la electricidad volvía de golpe. Era una pesadilla que la horrorizaba, más incluso que cuando soñaba con que los Mayores volvían y querían comérsela.

Se levantó de la cama. Notaba en la boca el regusto pastoso de la grapa. En el trastero, detrás de la lavadora, encontró dos bidones de plástico llenos de agua insípida como la lluvia. Se puso sus pantalones cortos y una camiseta blanca en la que decía: «Paris, je t’aime», cogió la mochila y se fue.

El cadáver de Michelini estaba cerca de la calle, con la cabeza redonda hundida en las ortigas y las manos arañando la tierra. Llevaba la camiseta enrollada hasta los hombros y se le veía la espalda blanca cubierta de manchas. Le habían quitado las zapatillas.

Más allá, en medio del campo, entre los rastrojos, asomaba el cuerpecillo de un niño azul.

Se preguntó si no le convendría volver al supermercado por provisiones. No, debía llevarle la medicina a Astor, ya iría con calma en otra ocasión.

Se encaminó a casa.

Soplaba un vientecillo otoñal, pronto cambiaría el tiempo. Estaba contenta. Llevaba los antibióticos. Y con toda la comida que había en el supermercado de los Michelini tendrían al menos para un año. Y cuando volvieran las lluvias, también tendrían agua.

Ahora ya no tenía excusas, debía enseñarle a Astor a leer bien.

Ir a la siguiente página

Report Page