Angelina

Angelina


XXIX

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XXIX

La revelación de Angelina me dejó triste, abatido, avergonzado. Entonces me di cuenta de ciertas melancolías de la niña, cuando yo hablaba de bodas, de noviazgos. Me propuse calmar el ánimo de la doncella, quitarle, en cuanto fuera posible, la mala impresión que mi ligereza y mis imprudentes palabras le habían causado, y lo conseguí. Le hice ver que mi poca reflexión no debía ser motivo de disgusto, y puse todo mi empeño en que comprendiera que cuanto yo había dicho no era más que la repetición de opiniones leídas en no sé qué libro, oídas a no sé qué persona. Nunca pensé que hería a Angelina en lo más vivo; jamás pude imaginar que la pobre niña supiese la historia de su infeliz madre. Yo también la ignoraba, por culpa de mi tía, quien siempre se rehusó a contarme cómo y de qué manera fue Angelina a la casa del padre Herrera, del cariñoso, del santo sacerdote que veía, y con razón, en su hija adoptiva, un ángel bajado del cielo para alegrar las tristes horas de su vida rural. Y no me costó poco trabajo conseguir que mi amada olvidara mis dichos inoportunos y crueles. Fallos, juicios y opiniones oímos en el mundo que nos parecen atinados y justos, y los acogemos ligeramente, los repetimos, los hacemos nuestros, y suele suceder que más tarde caemos en la cuenta de que hemos repetido una tontería.

Linilla —así la llamé en lo de adelante— no volvió a tocar el punto, y siempre se mostró conmigo afable y satisfecha. No salía yo a la calle más que a las horas de trabajo, y al volver del despacho me pasaba yo las horas al lado de la huérfana, cada día más enamorado de ella. Una o dos veces, en toda la temporada, fui a las rifas de Navidad, que congregaban todas las noches en la Plaza a los pacíficos habitantes de Villaverde. Ni juegos ni músicas me eran gratos; no paraba yo atención en la hermosura de mis paisanas, ni en la elegancia y gallardía de Gabriela.

—¿No vas a las rifas? —decían mis tías.

—No me divierto; prefiero quedarme en casa, leyendo o conversando con ustedes.

—¡No pareces muchacho, Rorró!… —replicaba la enferma.

—Todos los jóvenes de tu edad se perecen por ir allá —decía tía Pepa— sólo tú, como un viejo chocho, te estás entre las cuatro paredes.

Allí estaba yo bien, cerca de Angelina. No me cansaba yo de mirarla; cada palabra suya era para mí un poema. Era yo muy dichoso. ¡Qué mayor ventura que no separarme de su lado!

Uno de los boticarios puso a mi disposición todos sus libros, doscientos o trescientos volúmenes de versos y novelas. Entonces leí mucho, en voz alta, mientras trabajaban Angelina y mi tía; entonces hice muchos versos, muchos, diariamente. Angelina era en ellos celebrada con un calor y un entusiasmo tales que la buena niña se sonrojaba al oírlos.

—No digas esas cosas, Rorró —solía decirme— porque no las creo. ¡Si me pintas hermosa y gallarda como una virgen de Murillo! Dime en prosa, aquí, hablándome, que me amas mucho mucho, y me tendrás contenta, satisfecha y feliz.

Angelina no era hermosa como una virgen de Murillo, pero sí lo era como alguna de Rafael, como la Madona de la silla. No puedo ver el famoso cuadro sin recordar a la doncella. Idéntico el óvalo del rostro y la sonrisa, y la mirada, y los labios dulcemente expresivos.

A las veces, después de pasar en mi cuarto largas horas, salía yo con el papel en la mano, aprovechando el momento en que Angelina se quedaba sola.

—¿Versos? ¿Versos para mí, no es eso?

Y me los arrebataba; los leía en voz baja, sonriente y ruborosa, mientras yo, colocado a su espalda, la iba siguiendo en la lectura.

—¡Bonitos! —exclamaba—. Pero todas estas cosas me gustan más cuando me las dices sin pensarlas. No sé por qué ¡pero los versos me parecen siempre graciosas mentiras!

Doblaba la hoja, se la guardaba y me señalaba un asiento:

—Aquí, cerca de mí. Dime, Rorró ¿me quieres así, tanto como dices, como yo te quiero a ti?

Comenzaba la conversación y seguía, y pasaba el tiempo, y no sentíamos correr las horas, felices, dichosos, con la dicha de los que aman y son amados.

Nos dio por la jardinería. Preparamos los cuadros y sembramos rosales, claveles, lirios, azucenas, que nos prometían para la próxima primavera abundantes flores. Plantamos en torno de la fuente la flor preferida, la encantadora florecilla azul, la dulce myosotis, tan querida de los enamorados.

¡Qué cuidado con nuestras plantas! ¡Qué deseo de que florecieran pronto! Dividimos los arriates en dos partes. Linilla sembraba una, yo la otra.

—¿Dónde brotará la primera flor? ¿En mis cuadros o en los tuyos?

—En los míos, porque yo te quiero más que tú a mí.

—No; en los tuyos no será porque no me quieres como yo te quiero…

—Ya lo verás.

—Ya lo veremos.

El amor y la dicha de ser amada embellecían a la joven. Nunca más hermosa. Su pálido rostro tomó suaves tintas de rosa; sus labios, antes descoloridos, se encendieron, y sus negros y brillantes ojos fulguraban húmedos y alegres. Ella, siempre tan modesta y enemiga de galas, se tornó presumidilla. Peinaba graciosamente sus cabellos y solía adornarse con alguna flor; de ordinario con entreabierto capullo de rosa, purpúreo o blanco, que hacía parecer más intensa la negrura de aquel pelo sedoso, negro como las alas del cuervo. Todas las noches, al despedirnos, le decía yo:

—Linilla: esa flor…

Angelina desprendía de sus cabellos la deseada flor, y me la ofrecía por alto, como se ofrece a un niño el incitante fruto acabado de cortar.

Yo me fingía enfadado:

—¿Así, señorita?

—¡Así, caballero!

—No; como tú sabes…

Linilla sonreía, besaba la flor, y me la daba. ¡Inolvidables besos! ¡Dulces besos recogidos en la corola de una rosa!

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