Angelina

Angelina


LII

Página 56 de 69

LII

De madrugada, antes de salir el sol, monté a caballo y salí de la hacienda camino de Villaverde.

Era domingo. Delante de mí avanzaban lentamente algunos peones y una media docena de rancheros que iban al tianguis, jinetes en malas caballerías. Clareaba el alba en la cima de los montes y sobre la esplendorosa claridad del sol naciente se dibujaban los perfiles boscosos de los cerros de Villaverde, las grandes moles de la cordillera meridional y las montañas de Pluviosilla envueltas en los vapores matinales que parecían gasas hechas girones en los picachos. Repicaban alegremente en el campanario de una aldea cercana, y del profundo lecho del Pedregoso, protegido por los ahuehuetes y los álamos, se alzaba espesa y se desvanecía vagarosa blanquecina nube que velaba las arboledas.

¡Qué largo me parecía el camino! ¡Con qué ansia me aguardarían mis tías! ¡Qué anhelo el mío por llegar a la ciudad! La campana de la aldea sonaba festiva, y el viento matinal, fresco e impetuoso, traía hasta allí las mil voces de los templos villaverdinos; música incomparable que repetida por los ecos parecía el canto de los valles y de los bosques. A poco descubrí el caserío, las torres y las cúpulas en cuyos azulejos centelleaba el sol.

Media hora después estaba yo al lado de mis tías.

—¡Muchacho! —exclamó tía Pepilla—. Entra, entra para que te vea tu madrina… La pobrecilla ha estado muy mala; buen susto nos dio… Por eso no te hemos escrito. ¿Quién lo había de hacer? Si Angelina estuviera aquí…

Entré en el cuarto de la enferma. La pobre anciana estaba en un sillón, muy abatida y trémula. Se animó al verme, y cuando me acerqué para abrazarla me miró tristemente y con voz muy débil, tan débil que apenas la oímos, me dijo:

—Al fin veniste… ¡Gracias a Dios! Temí que no volvieras a verme… Pero ya pasó… ¡ya pasó! ¡Ya estoy bien, muy bien! ¿Estás contento? ¿Te gusta la hacienda?

Me apresuré a contestarle que el señor Fernández me trataba muy bien; que toda la familia me distinguía con su afecto; que el trabajo era ligero y agradable y que tenía yo un sueldo muy bueno, como nunca pensé alcanzarle, como jamás le soñé.

—¡Así lo esperaba yo! ¡Me alegro, hijito, me alegro mucho! ¡Si tú vieras cuánta pena me causaba ver que en la casa de Castro Pérez ganabas poco y trabajabas mucho!… ¡Vaya! A desayunarte, hijo mío… Y después quítate ese traje de ranchero… ¡No me gusta! ¡No quiero verte así! Ponte otro vestido y vete a pasear… ¿Cuándo te vas, esta tarde o mañana?

—Mañana tempranito…

Tía Pepilla me esperaba en el comedor, en el pobre comedor donde la señora Juana iba y venía muy deseosa de atenderme y obsequiarme.

Mientras yo me desayunaba alegremente y con buen apetito, tía Pepilla conversaba.

—Tengo una carta para ti, una carta de Angelina. Ayer la trajeron; hasta ayer vino el mozo… Ahora te la daré…

—Venga esa carta, tía; venga esa carta…

—¡Impaciente! Come y calla. Para todo hay tiempo… Y dime ¿qué tal es la señorita Gabriela?

—¡Lindísima!

—¡No tanto, hijo, no tanto! No es fea… ya me lo sé. Pero ¿es buena, es simpática? ¿No es orgullosa ni altiva? Vamos: dime, dime…

—¡Antes la carta, tía; antes la carta de Linilla!

—¡Paciencia, niño, paciencia! ¿Qué fugas son esas? Cualquiera diría…

—¿Qué diría?

—¡Nada!…

La anciana sonrió dulcemente y salió del comedor. A poco apareció en la puerta, mostrándome la carta deseada.

—¿Qué me das por esto?

—Un abrazo.

—¡Es poco!

—Un beso.

—Es poco.

—Pues entonces ¿qué quiere usted?

—¡Tu cariño! ¡Tu cariño, muchacho, que con eso me basta!

La señora llegó hasta mí, me abrazó, me acarició dulcemente y puso delante de mí la carta de Linilla, diciéndome:

—¡Ay, Rorró! Anoche soñé una cosa…

—¿Qué?

—La diré… ¡No, mejor es callar!

—Hable usted, tía.

—Soñé que te habías enamorado de… ¡Gabriela!

—¿De Gabriela?

—Sí, de esa señorita que es tan buena, tan amable, tan elegante, tan inteligente, tan linda y… ¡tan rica!

—No, tía. Mi corazón tiene dueño.

—¿Y quién es?

—Ese es mi secreto.

—¿Secreto?

—Secreto.

—Mira, Rorró; a mí no me engañas…

—¡Ah!

—Mira, lee tu carta… ¡y déjame en paz!

En mi cuarto, a solas, leí la carta de Linilla.

Rodolfo mío:

En vano habrás esperado mi contestación, y ya me imagino tu impaciencia al no recibir noticias mías. Papá ha estado enfermo. Cosa de nada, es cierto, pero nos tuvo muy inquietas, y de más a más el mozo no ha ido a Villaverde. Fue a Pluviosilla a traer muchas cosas para la Semana Santa: cera, ornamentos y una urna lindísima que será estrenada el jueves. Vamos a tener unos días de mucho trabajo. Figúrate que aquí no se cuenta con nadie para eso de arreglar el altar, y yo tengo que hacerlo todo. He preparado cosas muy bonitas: cortinas, ramilletes, moños, y otras mil chucherías, todo nuevo. Papá está contentísimo, y cuando descansa del confesonario viene a divertirse y a ver cómo trabajo. Ahora no es tiempo de pensar en el novio, señor mío; es mucho lo que falta por hacer, y todo tiene que salir de mis manos. Al fin del día estoy muy cansada; pero yo no te olvido y a todas horas pienso en ti, y además te dedico un rato todas las noches, y a esa hora no hago más que recordarte y ver tu retrato. Son las once de la noche, estoy solita en mi pieza, y con lápiz, porque olvidé traer el tintero y la pluma, te escribo estas líneas, muy de prisa, tan de prisa que no sé cuántos disparates estoy poniendo.

Me alegro que pienses de otro modo. ¿Qué es eso de creer que la vida es mala? No, señor mío; ni yo que he sido tan desgraciada tengo esas ideas. El otro día leí en un periódico un artículo muy largo en que trataban de unos filósofos que tienen ideas parecidas a las tuyas. Allí hablan de un alemán, cuyo nombre no recuerdo porque es muy largo y muy revesado, del cual dicen que tiene ideas así como las tuyas. Y yo me dije: ¡vaya! sin duda que Rorró ha leído los libros de ese señor y en ellos aprendió esas tristezas con las cuales me apena y me acongoja. Pregunté a papá si esas obras están prohibidas, y me dijo que sí. De manera que, ya lo sabes, si las tienes quémalas; si las has leído, no vuelvas a leerlas. ¿No es cierto que así lo harás? Sí, porque me quieres mucho.

Cuando recibas esta carta ya estarás en Santa Clara. Cuidado y te enamoras de Gabrielita. Es muy hermosa y muy simpática, y muy inteligente y muy buena, y además rica; pero no te querrá tanto como yo.

Después que leí la carta en que me decías que ibas a colocarte en la hacienda del señor Fernández me puse muy triste. ¿Por qué? ¡Dios lo sabe! Como eso es bueno para ti debía yo ponerme alegre, muy alegre, pues con ese destino ya no tendrás dificultades, y tu vida será más tranquila; pero voy a confesarte una cosa, aunque te rías de mí. Me desagradó la noticia; sentí que el corazón se me oprimía y que los ojos se me llenaban de lágrimas. Ya sé lo que vas a decir, ya lo sé. Dirás que estoy celosa… ¿Celosa? No sé lo que son celos. Acaso esto que siento al pensar que vives cerca de esa señorita tan hermosa y tan elegante; acaso serán celos estos temores que me asaltan cuando recuerdo que hace tiempo que Gabriela me preguntó por ti, con mucho interés, con «demasiado interés». Comprendo que en ella encontrarás muchas cosas que yo no tengo; Gabriela es una señorita más digna que yo de ser amada, sí, más digna que yo. No me da pena confesarlo; y óyelo bien, mira que te lo digo sinceramente, como lo siento, como si mi madre me oyera: si te enamoras de Gabriela, si en el amor de esa niña está cifrada tu felicidad, si ella es para ti dicha y ventura, no vaciles, olvídame, olvida a la pobre Linilla y sé feliz. Ya te lo dije, te lo he dicho muchas veces, todo el anhelo de mi corazón es verte dichoso. Porque lo seas lo sacrificaré todo, me arrancaré del alma tu cariño y procuraré olvidarte. Acuérdate de lo que dice tu tía Carmen: que para ti «solo Gabriela». El corazón me dice que nuestros amores no serán dichosos… ¿Sabes por qué? Porque nací condenada a padecer, y no me conformo con el cariño de mi papá, que es lo único en que debo fiar. Una cosa voy a pedirte: ¡que el día que ya no me quieras me hables francamente, y me digas la verdad, toda la verdad! Tú dirás que estos temores míos son infundados, que son locuras mías… ¡Di lo que quieras! Yo cumplo con no ocultarte nada, nada de cuanto pienso y siento. Ya sabes que no tengo secretos para ti, y que cuanto se me ocurre te lo digo, aunque sea en contra mía.

Quería decirte una cosa, pero reflexiono y pienso que sería inoportuno hablar de ella. Sin embargo, voy a confesarte mi deseo de no ocultar a papá nuestros amores. Me parece cruel, inhumano, que los ignore. No debí corresponder a tu cariño sin que papá tuviera noticia de que te amo y me amas. Hice mal, muy mal, así lo comprendo, y acaso esta pena que oprime mi corazón es un castigo para mí. ¡Celos! —dirás tú—. Lo que tú quieras; yo sé que me duele el alma; que no ceso de llorar, y que tengo que ocultar mis lágrimas. No tengo a quien contar lo que me pasa, y acaso el pobre anciano podría consolarme y aliviar mi pena. Si papá supiera nuestro amor, con él hablaría yo de ti, de mis temores, de mis presentimientos, de que sólo pienso en tu felicidad, aunque sea a costa de mi dicha. Pero no le diré nada, no, jamás; se apenaría el santo viejecito, y no quiero contristar ese noble y apasionado corazón, corazón de niño, corazón de mujer que fácilmente se lastima. Aunque tú me digas que sí, que le diga todo, no lo haré.

Pero ¿verdad, Rodolfo mío, que me amas, que me adoras, que sólo vives para mí? ¿No es cierto que me apeno sin motivo y que no tengo razón para estar celosa? Y aun cuando tú quieras a Gabriela o a cualquiera otra ¡qué me importa! ¡Te amo, y con eso me basta! No soy egoísta; no te quiero porque tú me quieras, te amo y en amarte cifro toda mi dicha. ¿Me amas? ¡Feliz de mí! ¿No me amas? ¿Y qué? ¡Me basta con amarte!

LINILLA.

Ir a la siguiente página

Report Page