Angelina

Angelina


XVII

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XVII

De noche me quedaba en casa, conversando con la enferma o charlando con Angelina. Ella y tía Pepa hacían sus flores, y yo hojeaba un libro o leía para mí.

—¡Lea usted en voz alta! —solía decirme la doncella—. Lea usted algo bonito…

—¿La vida del santo del día?

—¡No! —contestaba en tonillo suplicatorio, haciéndome un mohín de niña mimada.

Traía yo un tomo de versos, generalmente de Zorrilla. Angelina se encantaba con las leyendes del afamado poeta: A buen juez, mejor testigo, La Pasionaria, Margarita la Tornera. Con ésta, sobre todo, que era para ella lo más hermoso de la poesía moderna.

Me parece que veo a la anciana y a la joven muy diligentes y afanosas, oyendo atentamente los sonoros versos.

Aquella mesita baja y larga, cubierta con un mantel viejo, iluminada por un quinqué con pantalla verde, y llena de cajitas, ruedas de alambre y rollos de papel, se me antojaba, a veces, como un arriate engalanado con todos los primores de un jardín. Mi tía acocaba lépalos sobre la rodilla; Angelina, pincel en mano, delante de un gran plato, y cercano el papelillo de arrebol, pintaba pétalos de rosa. Empapábalos primero en agua acidulada, los enjugaba después entre los pliegues de una toalla y luego les aplicaba la tinta. Al poner el pincel en el húmedo paquetillo, aparecía una mancha carminada, de tono intenso, que poco a poco se desvanecía sin llegar a los bordes. Entonces la joven sumergía las hojuelas en una solución de alumbre muy ligera, para fijar el color. Yo seguía leyendo; pero en ocasiones la doncella demandaba mi auxilio.

—Rorró —así me decía ya, sin que este nombre cariñoso llamara la atención de mi tía— Rorró ¡deje usted el libro y ayúdeme!

Se trataba de separar los pétalos uno a uno, sin estropearlos, con la punta de un alfiler, para que la tela no perdiese el barniz que traía de la fábrica y sacaran las flores un brillo natural. Iba yo despegando las hojas y colocándolas cuidadosamente, en filas paralelas, sobre una servilleta. Esta operación era muy larga.

Una noche la tía se quedó dormida. Advirtiólo Angelina y me hizo seña para que habláramos en voz baja, y quedito, muy quedito, mientras oprimía con la punta de los dedos los empapados paquetillos y los apartaba en el borde del plato, me dijo:

—Esta mañana estuve en la Conferencia… tuvimos una discusión muy acalorada.

—¿Por qué?

—¡Cosas de las gentes! No piensan con juicio ni entienden las cosas a derechas.

—¿Quiénes?

—Eso sí no diré; pero es el caso que una señora que usted conoce…

—¿Quién es ella?

—¡Curioso!

—Despierta usted mi curiosidad y…

—¡Ya dije que no lo he de decir!

—Bueno. ¿Qué pasó?

—Propuso una compañera que diéramos socorros a una familia que está en la miseria. Todas aceptamos; pero entonces esa señora dijo que no; que no era justo quitar a verdaderos necesitados, auxilios y socorros que no abundan, para darlos a unas muchachas muy emperifolladas y que tienen novio.

—La verdad es que…

—No, Rodolfo ¡qué verdad, ni qué verdad! No es cierto que esas infelices anden emperifolladas. Suelen vestir bien, es cierto, pero no porque despilfarran en trapos y moños lo poco que ganan. Andan arregladas y aseaditas. ¡Eso no es un pecado! Si a veces llevan un bonito traje es porque se los da una alma caritativa. Y en cuanto a lo del novio ¡eso es cosa que a nadie le interesa! Así lo dije yo. Pero la señora insistió, y entonces una señorita, una señorita muy guapa que estaba allí (también la conoce usted) se mostró muy Contrariada, y dijo que aquello no le gustaba; que era muy feo eso de averiguar vidas ajenas. Y tuvo razón; sí, señor ¡mucha razón! ¿Verdad que eso no es caridad? ¡Qué es eso! No, señor, si esa familia es pobre y necesita del auxilio de la Conferencia, pues darlo, si es posible, si lo hay, o negarlo si no alcanzan para ello los recursos; pero ¿a qué tales averiguaciones? La señora no cedía, y entonces la señorita no pudo más y exclamó con mucha gracia: «En cuanto a eso de los novios, señora, piense usted que esas pobres muchachas no se han de quedar para vestir santos, y recordemos que asunto es ese en el cual nada tienen que hacer las Conferencias. ¡Si alguna vez ve usted a esas niñas con vestidos buenos, es decir, con vestidos que no parecen de pobre, es porque yo (sólo porque es preciso lo digo) se los he regalado!» Y esto lo dijo encendida y muy apenada.

—Y ¿quién es esa señorita?

—Después hablaremos de ella.

—Y ¿en qué paró la discusión?

—¡En qué había de parar! En lo que era debido: en que la presidenta dijo que teníamos razón; que se dieran los auxilios, y que no se volviera a hablar de eso. La señora se fue mohina, y nosotras salimos muy contentas.

—Bien hecho, Angelina. Tenían ustedes razón.

—Ahora, vamos a otra cosa. ¿Sabe usted lo que me dijeron esta mañana, al salir de la Conferencia?

—Si usted no me lo dice… Veamos ¿quién y qué?

—¡Ah! —exclamó, sonriendo, dejando ver toda la hermosura de sus hoyueladas mejillas—. Es algo que a usted se refiere.

—¿A mí?

—Sí.

—¿Quién fue?

—Un pajarito.

—¿Un pajarito?

—Sí.

—¿De qué color? ¿Azul, como el de los cuentos?

Angelina no me contestó y como si creyera que había dicho algo inconveniente siguió hablando de otra cosa: de la obra que tenían empezada, ¡de no sé qué!…

Yo me complacía en mirar los ojos de la doncella, aquellos ojos soberbios, negros, rasgados, sombreados por la rizada pestaña y la negra y arqueada ceja. Advirtió Angelina que la miraba yo con interés de amante, y se encendió al igual de los pétalos que llenaban el plato.

—Angelina… ¿qué dijo el pájaro azul?

Sonrió dulcemente y me respondió, bajando la mirada:

—Qué… ¡es usted muy curioso!

—No tengo yo la culpa. Usted despertó mi curiosidad.

—No fue pajarito, que fue pajarita. ¿Dice usted que azul? Pues azul; no se equivoca usted. Azul y oro… porque es rubia y estaba vestida de color de cielo.

—¿Qué dijo?

—Pues… dijo (no crea usted que lo invento yo, ¿eh?) me dijo… que… no ¡es mejor no poner tentaciones!

Aunque la joven inclinaba la cabeza sobre el plato, pude observar que se había puesto pálida, sumamente pálida. Velaba su rostro una sombra de repentina tristeza.

—Angelina… —supliqué— ¿qué dijo y quién es esa pajarita? Será una golondrina de las que anidan en la torre…

—¡Adiós! Las golondrinas no son rubias, ni visten de azul.

—¿Y a qué viene eso de las tentaciones?

—A nada. ¡Cosas mías! Por decir algo… por avivar la curiosidad del caballero…

—Seriamente. Dígame usted todo. Sin duda que me ha de interesar…

—¡Ah! ¡Y sí que sí!

—Pues… oigo.

—Es el caso…

—Dígame usted todo…

—Todo. Es el caso que una señorita muy guapa, muy elegante y además muy rica, la misma que se puso tan seria y abogó por esas pobres muchachas que pedían socorro a las Conferencias, me tomó del brazo… y…

—Bien, tomó a usted del brazo… ¿y qué?

—Y salimos.

—Salieron… ¿y qué más?

—Y me preguntó con mucho interés, con demasiado interés, quién era un joven recién llegado a Villaverde, que vive en esta casa y que, tarde a tarde, se pasa las horas muertas en un asiento de la Plaza, de codos en la baranda, y vuelto hacia…

—Hacia la casa del señor Fernández. ¿No es eso? —concluí riendo.

Ella prosiguió:

—Y oyendo tocar a una señorita que vive allí.

Angelina me miraba atentamente, procurando observar el efecto que sus palabras producían en mí.

—Pues, Angelina: diga usted a esa señorita que ese joven soy yo, y que paso muy gratas horas oyéndola tocar.

—¡No! ¡Yo no le diré nada! Pero… ¡con razón dicen las gentes que está usted enamorado de Gabriela! —exclamó apenada, trémulo el labio, húmedos los ojos.

—¿Enamorado de esa niña? ¡Ni por pienso! ¡Murmuración villaverdina!

—¿Murmuración? Vale más. Ya dieron en decirlo, y seguirán…

—Créame usted Angelina; créame usted: la señorita es guapa, si que es guapa, linda como un ramo de rosas; pero el joven que se complace en oírla tocar no ha puesto en ella los ojos, ¡ni los pondrá jamás!

Mi voz despertó a tía Pepa. Yo estaba separando el último pétalo.

La anciana se volvió a dormir y entonces siguió la interrumpida conversación, e interrumpida de tal modo que nos dejó turbados, como si fuéramos dos amantes sorprendidos en furtivo coloquio.

—Usted dirá lo que quiera, Rodolfo ¡buenos son los hombres para eso! No me doy por engañada. ¡El tiempo lo dirá!

—Le juro a usted que hasta hoy supe su nombre. Oía yo: la señorita Fernández… por aquí, la señorita Fernández… por allá!

—¿Conque no sabía usted el nombre de esa niña?

—No.

—¿No?

—No.

—¿Conque no?

—¡No, y no!

—Pues ya lo sabe usted se llama Gabriela.

Angelina me veía y sonreía como si dudara de mi dicho, como si quisiera sorprender en mis ojos la verdad.

—No, Angelina: sería una locura eso de que yo pusiera los ojos en esa señorita. Sí, una locura, y por mil razones. La primera, la principal, y que vale por todas, es ésta: porque soy pobre.

La doncella suspiró como si quedase libre de un gran peso.

—Algún día acaso no muy lejano, sabrá usted Angelina, a quien amo yo.

Díjele esto fijos los ojos en los suyos. Ella me dirigió una mirada profunda, intensa, llena de infinita ternura, dulcemente alegre.

Tía Pepa despertó.

—¿De que hablaban, Rorró?

Angelina se apresuró a responder:

—De que Rodolfo se ha estado un siglo para separar esos pétalos.

—Y diga usted también que decía que estoy prendado de la señorita Fernández.

—¡Qué es eso, Rorró! —exclamó mi tía.

—Señora, eso cuentan por ahí…

—¿Usted lo cree, tía?

—No, muchacho; ni sería de mi agrado. A Carmen sí que le gustaría. La otra tarde me dijo: «¡Ay, Pepa! ¡A mí la única muchacha que me gusta para Rodolfo es Gabrielita! ¡Qué bonita pareja harían los dos!»

El rostro de la joven se entristeció de súbito, como esos manantiales de agua purísima cuando pasajera nube les roba por un instante los rayos del sol.

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