Angelina

Angelina


XXXIII

Página 37 de 69

XXXIII

Le vi desde la ventana del despacho, a eso de las diez, jinete en una soberbia mula de magnífico andar. ¡Qué bien que se sostenía el anciano en su caballería! De fijo que el padre Herrera fue todo un charro allá en sus mocedades. ¡Vaya con el simpático viejecillo! Al verle con su blusa blanca que dejaba ver los pliegues de la recogida sotana, con el sombrero de jipi, el paño de sol y el abierto paraguas, se me antojó el tipo más hermoso del cura de aldea. Pálido y expresivo el rostro, naricilla aguileña y muy dulces los azules ojos, el buen sacerdote me cayó en gracia. Seguíale, a guisa de caballerango, un muchacho trigueño, guapo y bien dispuesto, de pantalón ceñido y jarano galoneado, que, por lo arrestado y vigoroso, contrastaba singularmente con el aspecto manso y bondadoso del clérigo.

Iban lentamente. Tal vez habían pernoctado en alguna hacienda, de donde salieron a la madrugada, para llegar temprano a Villaverde. Atravesaron la Plaza con dirección a la Parroquia. No tardé en oír una campanilla que llamaba a misa.

Hasta entonces, fuera porque eso halagaba mis deseos, fuera porque la carta del padre Herrera no era terminante, me había parecido mentira el temido viaje de la joven; pero al ver al clérigo me dio un vuelco el corazón, como si alguno me dijera: «¡Tu Linilla se va!!…» Se iría, sin duda. El cura estaba ya muy viejo, no le faltarían los achaques de la edad, y nada más justo que Angelina estuviese a su lado. Tiré la pluma, crucé los brazos sobre la mesa y me puse a pensar, desalentado y triste, en la partida de la joven. Por fortuna llegó Castro Pérez y fue preciso ponerse a trabajar. Dos o tres veces escribí una palabra por otra; eché a perder una hoja de papel sellado, y estaba yo a punto de decir: «¡No sigo escribiendo! ¡Estoy enfermo!…» cuando dio la una.

Corrí a la casa. El padre Herrera conversaba en la sala con mis tías, y Angelina arreglaba la mesa en el comedor.

No me sintió al llegar; me tenía a su lado y no me había visto. Me acerqué de puntillas y le tapé el rostro con mi pañuelo.

—¡Jesús! —exclamó—. ¡Qué susto me has dado! Ya vino papá… ya vino… y…

—¿Y qué? —pregunté ansioso.

—Dice que viene por mí; que está enfermo; que señora Francisca está más chocha cada día… En fin, que el viernes nos iremos…

—Y tú… ¡contenta como una sonaja!… ¿No es verdad?

—¿Contenta yo? Sí, tienes razón. Quiero irme para no verte, para olvidarte… ¡porque te odio, te aborrezco!…

Luego, agregó en tono de regaño:

—Vaya usted a la sala: vaya usted a saludar al señor cura. Ya preguntó por usted.

—¿Preguntó por mí?

—Sí; quiere conocer esta buena alhaja.

Y cambiando de acento, festiva y urgente:

—¡Anda, anda! Te verían entrar y dirán que estás aquí, charlando conmigo. Déjame, que deseo acabar.

Fui a la sala. Allí estaban mis tías. Después de la presentación oí con espanto que Angelina no me había engañado. El anciano tenía resuelto llevársela. Lamentaba la separación, porque, al fin, la «muñeca» estaba allí muy bien. Pero hacía falta, hacía falta en la casa cural.

—Ya estoy viejo —repetía el sacerdote— el mejor día me da un supiritaco y no tengo quien me vea… Pancha está peor que yo…

Mis tías lamentaban la ida de la joven, pero no se atrevieron a contrariar al padre. Se limitaron a rogarle que la trajese de cuando en cuando.

El buen señor me trató con mucho cariño. Cuando supo que no volvería yo al colegio, exclamó:

—¡Qué se ha de hacer! ¡Conformarse con la voluntad de Dios! ¿Cuándo me mandan ustedes a este muchacho?… Que vaya a pasar conmigo algunos días. Le mandamos la mula; sale temprano de aquí y en la noche estará con nosotros.

Acepté la invitación.

—Cualquier día, señor cura… tendré mucho gusto…

Angelina se presentó en la sala.

—¡A comer, papá! ¡Vamos, que sólo tiene usted en el estómago una taza de té!

—Vamos, «muñeca», vamos —contestó lentamente, levantándose del sillón— dame tu brazo… Ya tu papá está muy cascado… ¡Ha trabajado mucho!… Los años no pasan así, como quiera, sin estropear a uno…

Entre tía Pepa y yo llevamos a la enferma a su cuarto. No quiso ir al comedor.

—No estoy para eso… ¿No ven que he vuelto a la primera edad y que tengo que comer por mano ajena?

Angelina parecía haberse olvidado de mí; no me dirigía la palabra, no me miraba, como temerosa de que el anciano sorprendiera nuestro amor. Charlaba alegremente, con ingenuidad de chiquilla, hacía reír al sacerdote y no cesaba de recordarle cosas y sucesos de otro tiempo.

—Digo bien, digo bien, «muñeca»: cuando estés allá voy a ser otro… Tendré con quien hablar, con quien reír… ¡Ya verás que alegría en aquella mesa! Allá no faltará un buen mozo, algún ranchero rico, y te casaré. Don Rodolfo —agregó, dirigiéndose a mí y desplegando la servilleta, mientras Angelina servía la humeante sopa— queda usted invitado a la boda!

La joven se encendió. El anciano levantó la cara para verla y continuó:

—Nada más que allí no se estilan vestiditos blancos, ni velos, ni coronas de azahares.

Angelina hizo un mohín.

—¿Me quiere usted tener contenta? Pues no le diga usted a su «muñeca» todas esas cosas…

—¡Vaya, vaya! ¿Enojadita estás? ¡Pues, chitón por ahora! Allá, cuando te cases (que te casarás, porque ya no hay conventos, y tú no tienes cara de monja) no le faltarán al señor cura de San Sebastián algunos durillos para que vayas al altar hecha una princesa. Cuando para hacer rabiar a Pancha le hablo de esto, gruñe no sé qué perrerías, y dice: «¿Casarse la niña? ¡Dios nos ampare! ¡Si no hay gandul que se la merezca!…» ¿Tú qué dices de eso?

—Pues yo digo —replicó Angelina con viveza— que lo que señora Francisca quiere, es que su Linilla ¡se quede para vestir santos!

Reía el señor cura y reíamos todos. Tía Pepa observaba en mi rostro el efecto que me causaba aquella conversación. Angelina me vio, como diciéndome con los ojos:

—Y tú ¿qué dices?

Ir a la siguiente página

Report Page