Angelina

Angelina


XXXV

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XXXV

En vano charló el padre Herrera esa noche. Nos contó memorias de su vida estudiantil; pero no consiguió alegrarnos, y cuenta que el buen anciano tenía mucha gracia para conversar. Todos estábamos tristes. Él mismo, en cierto modo, participaba de nuestra tristeza. La enferma llamó a Angelina, y le dijo:

—Niña: ven a platicar conmigo; mañana te vas y acaso no volverás a verme, porque, desengáñate, hija ¡mi mal no tiene remedio! El doctor dice que nervios ¡pero yo no creo nada de eso! El mejor día sabrás que me he muerto… Pero, niña, no hablemos de eso; siéntate aquí, a mi lado. Voy a pedirte un favor. Mañana no te despidas de mí. Si Dios quiere darme algunos meses de vida, cuando vengas, después de Semana Santa, me verás. Y ya lo sabes, no irás a otra parte, no, porque nos darías un pesar muy grande. Ya sabes que esta es tu casa. Nosotras te queremos mucho, mucho, y vivimos muy agradecidas a tus bondades. Porque, dime ¿qué necesidad tenías tú de convertirte en enfermera para cuidar de esta vieja achacosa? No, ya se lo dije al señor Cura, que cuando vuelvan a Villaverde vengan a esta casa, a esta pobre casa que es suya. Nosotras te queremos mucho, y Rodolfo lo mismo —me lo ha dicho muchas veces— te quiere como a una hermana.

Y cuando llegó la hora de recogerse le dijo:

—¿Cerraste ya los baúles? ¿No? Pues mira: toma la llave y abre mi ropero para que saques una cosa. Lleva la vela; yo te diré lo que quiero…

Angelina la obedeció.

—¿No hay allí una cajita de laca, una cajita negra?… Pues, sácala. Abrela, aquí, delante de mí. En ella encontrarás un paquete de retratos.

Angelina hizo lo que deseaba la tía Carmen.

Era una colección de retratos de familia.

—Ahora, niña, toma uno mío, otro de Pepa y otro de Rodolfo. De Rodolfo hay uno que no quiero darte, uno que ya conoces, de cuando era chiquito, uno en que está jugando con un aro… Ése no. De los demás el que tú quieras.

Después le regaló unos pañuelos de seda y un abanico de laca.

—Este abanico no es de moda, lo sé bien, pero dicen que es una pieza de mucho mérito, legítima de China. Consérvalo como un recuerdo de nosotras. Nos escribirás de cuando en cuando ¿no es verdad? Nosotras también. Cuando Pepa no esté para eso lo hará Rorró. Ahora, dame un abrazo, y acuéstate. Llama a Pepa. Me parece que el señor Cura ya está en su cuarto.

El sacerdote se había retirado a su habitación. Debía salir muy de mañana y no quería desvelarse.

Salí al corredor. Espléndida noche, una noche invernal por lo serena, limpia de nubes y pródiga en luceros, semejante a aquella que pareció participar de mi dicha después de que la joven me confesó su amor.

Sentado en un viejo sillón, que perteneció a mi abuelo, pensaba yo en Angelina. No la veríamos más en aquel patio ni en aquellos corredores, ni cuidaría de los pajarillos y de las plantas. Galanas, frondosas, al llegar la primavera, nuestras flores queridas, las que nosotros plantamos, de las cuales esperábamos Linilla y yo pruebas maravillosas de amorosa fidelidad, no lucirían para mi amada sus perfumadas corolas; ninguna de ellas adornaría los negros cabellos de la niña. ¡Adiós, alegría! ¡Se iba con ella, y acaso para no volver más! Nos quedaríamos llorosos, abatidos, malhumorados, echando de menos a la pobre huérfana, cuya hermosa y modesta juventud había sido para nuestra pobre casa, siempre triste y sombría, como un rayo de sol.

Silbaban los insectos nocturnos en lo más escondido de los follajes; los floripondios, mecidos por el viento, columpiaban pesadamente sus campanas de raso; el huele-de-noche no tenía aromas, y el agua corría silenciosa por el sumidero del pilón. De pronto arreció el viento, me estremecí de frío y cerré los ojos.

No sé cuánto tiempo estuve así, adormecido, abrumado de pesar. Me dolía el corazón… Sentí que me tocaban en el hombro, y que me decían quedito, muy quedito:

—¡Rodolfo!… ¡Rodolfo!

Era Linilla.

—Ya todos se han recogido —murmuró— y he venido a decirte adiós, porque no quiero verte mañana.

—¿No quieres verme?

—No ¡me sería imposible salir de aquí!… ¡No podría contener mis lágrimas! Finge que estás dormido; que estás enfermo; que no quieres levantarte, lo que sea mejor, pero no salgas!

—Siéntate aquí, a mi lado, en esta silla…

—No, Rorró. Me voy y no sé cuándo volveré. ¿Irás a verme? Sí… ¿no es verdad? Me escribirás… Llevo tu retrato, y lo miraré a todas horas, y leeré tus cartas hasta que me las sepa de memoria. No dejes de escribirme, te lo ruego, y ámame, ámame como yo te amo! Piensa que he sido muy desgraciada; que estoy sola, casi sola en el mundo, porque el santo anciano, que ha sido para mí un verdadero padre, vivirá poco, y el día que me falte… Antes de conocerte él era mi único amor, y me decía yo: mientras mi papá viva yo viviré, después… ¿para qué? Ahora pienso en eso, y quiero vivir, quiero vivir para ti, para amarte, para ser amada! Te dije que me olvidarías, que me olvidarás… ¡No, Rodolfo, no me olvides! ¡No me olvidarás… porque no debes, no puedes olvidarme! ¡Tu amor ha sido la única felicidad de mi vida, y no puedo perderlo!… ¡Siquiera eso para esta pobre huérfana! No; el cielo no permitirá que me olvides… ¿Verdad que no es posible? Piensa en mí; habla de mí a todas horas, con tus tías, con señora Juana, con cualquiera!… Quiero estar siempre en tu corazón; quiero estar a todas horas en tu pensamiento; ir contigo a todas partes. Piensa en mí cuando trabajes, cuando leas, cuando reces… ¡Hasta cuando duermas!… ¡Sueña conmigo, sueña con tu Linilla!…

No pudo más. El llanto la ahogaba. Se echó en mis brazos y reclinó su cabeza sobre la mía. Sollozaba… Quiso hablar y no pudo. Tomó mi mano, la estrechó fuertemente y me la besó con efusión infantil.

Después de largo rato de silencio hizo un esfuerzo, y fatigada, como si le oprimieran el pecho, me dijo, alargándome un objeto que sacó del bolsillo del delantal:

—Toma: es una medallita; la he llevado al cuello desde niña; me la puso mi madre, y me la he quitado para dártela… Ahora, dime adiós, y perdona si mi cariño es causa de amarguras para ti!…

Iba yo a detenerla. Me apartó dulcemente y se retiró paso a paso.

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