Angelina

Angelina


XLV

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XLV

Estuve escribiendo hasta después de media noche. A esa hora salí al patio y corté los ramos más lindos de miosotis para meterlos en mi carta y que llegaran a manos de Angelina.

Ahí van —escribí— esas flores de color de cielo, tan amadas de mi Linilla. Son las primeras que brotaron en el cuadro que tú sembraste. Está lindísimo; parece llovido de chispas de zafiro. Me encanto mirándole pensando en ti.

Linilla mía: me has ganado la apuesta. Tus plantas lian florecido antes que las mías; pero eso no es porque tú me quieras tanto como yo te quiero a ti. Las mías no dan ni esperanzas, pero ya florecerán, y se pondrán más hermosas que las tuyas, lo cual será prueba de que yo te amaré toda mi vida.

He tenido un gran disgusto en estos últimos días; un disgusto que me ha causado gran pena. Bien vista la cosa no era para tanto, y acaso he pasado días muy amargos sin que hubiese motivo para ello. El día que nos veamos te contaré todo. ¿A qué perder el tiempo en referir cosas desagradables? No te pongas a cavilar en esto. Chismes villaverdinos… ¡y nada más!

Debo decirte que hace tres días me separé de la casa de don Juan. El doctor me ha conseguido un empleo, muy bueno, en la hacienda de Santa Clara, que, como tú sabes, es del señor Fernández, el papá de Gabrielita, tu compañera de Conferencia. Estuve en la casa de ese caballero que es muy buena persona; me recibió con mucha cortesía, como a un amigo, no como a empleado, nos arreglamos en un dos por tres, y el día 15 salgo para la hacienda. Yo siento mucho separarme de mis tías; pero, hija mía, no hay más remedio. ¡Qué hacer! No entiendo de campo, pero aprenderé; cosas más difíciles he aprendido. Me apena el pensar que voy a vivir lejos de ti, y que en mucho tiempo no he de verte, pues no me será posible ir a San Sebastián como se lo ofrecí a tu papá. Lo siento, lo siento mucho; pero, como tú comprenderás, no debo perder la colocación que el pobre don Crisanto me ha buscado. Con lo que gane yo en Santa Clara habrá lo necesario en esta casa para que tía Pepilla no tenga que trabajar en sus flores, ni con la chiquillería. ¡Gracias a Dios! Voy a subvenir a todos los gastos de la casa, y acaso este destino será para tu Rorró el principio de una vida laboriosa, sí, muy laboriosa, pero bien retribuida. Ya te digo que no entiendo de cosas de campo; y que no sé de eso ni una jota. Aprenderé todo, aunque, según entiendo, mi ocupación estará en el escritorio. Procuraré ser útil y hasta necesario. Haré que el señor Fernández estime mi empeño y mi laboriosidad; y, si mis ilusiones no se malogran, este empleo será el medio más apropiado para conseguir la felicidad; es decir, para que pueda yo unir mi suerte a la tuya. No deseo más, no aspiro a otra cosa y en ello cifro toda mi dicha.

¿Por qué me echas en cara mis tristezas y melancolías? Piensa que he sido muy desgraciado, y que padezco de murrias y fastidios. Tienes razón: la vida es amable, amabilísima, a pesar de que el dolor, inherente a la naturaleza humana, nos persigue por todas partes y a todas horas. Tienes razón: cuando el hombre ama y es amado la vida es amable. Hacemos mal en aborrecerla; si la empleáramos en hacer el bien, en aliviar los dolores ajenos, en consolar al triste y socorrer al necesitado, no pensaríamos que la vida es dura y que mejor sería no tenerla. ¡Perdóname, Linilla mía, perdóname! Es cierto que mi carácter es un poco sombrío y taciturno; lo conozco y no puedo remediarlo. ¡Qué quieres! Así soy, así me he vuelto en estos últimos años, y aunque tu amor y tu cariño alegran mi existencia; aunque tú eres para mi alma desmayada luz y regocijo, en ciertos momentos se entenebrece mi alma y me complazco en aumentar mi pena, hundiéndome voluntariamente en la tristeza. Sé tú mi redentora; disipa esas tinieblas que suelen nublar mi alma, y torna en plácida aurora las noches de mi espíritu.

Tienes razón: la vida es amable; debo amar la vida como un dón del cielo; debo amarla para hacer el bien, y… para amarte mucho, mucho, como tú mereces ser amada!

¿Me dices que las margaritas de los maizales te han dicho que te amo? No te han engañado como a la heroína del poema. ¡Sí; te amo, te amo, Linilla mía! Yo no consulto eso con las flores, que suelen ser engañosas y lagoteras, sino con mi corazón que es todo tuyo.

Imagínate un hombre que hubiera vivido muchos años en la oscuridad de un calabozo, y que de pronto, cuando tenía perdida toda esperanza de libertad, le sacaran a la luz. ¡Cómo amaría la claridad del cielo, los celajes voladores, los horizontes límpidos y serenos! ¡Pues así te amo yo, así, ni más ni menos!

Sé justa. ¿No es verdad que ese hombre recordaría con placer, acaso con incomparable alegría, las sombras del calabozo en que vivió tantos años? ¿No es cierto que algunas veces suspiraría amorosamente al recordar su prisión, el estrecho recinto que fue para él casa, patria y mundo? Pues así vuelven a mí las tristezas y melancolías de ayer, cuando aun no me amabas, cuando la luz de tu cariño no iluminaba mi alma. A las veces no creo, no puedo creer que me amas, que te amo, y que soy dichoso. Así te explicarás eso que tú llamas «cosas mías muy raras». Así te explicarás esa lúgubre tristeza, ese desconsuelo que has observado en mí, y que te hace padecer. Imploro tu perdón, Linilla mía. Perdóname; no volveré a pensar en eso, y si pienso en esas cosas no te las diré. ¿No es verdad que me perdonas? ¿Verdad que sí?

El pañuelo está lindísimo; el monograma es soberbio, muy elegante, y muy sencillo, como dibujado y bordado por ti. Saluda a tu papá, si crees oportuno hacerlo, de modo que no sospeche nuestros amores. Acaso no los apruebe, y sea el recuerdo mío motivo de disgusto para ti y para él.

Ya me dirás eso que te apena, Linilla. Linilla mía, dime: ¿tienes secretos para mí? Dímelo, dímelo. Ya me imagino lo que es: alguna niñería…

No dirás ahora que no te escribo como tú deseas. El día que tú no me escribas como sabes hacerlo, yo, a mi vez, te he de castigar, y ¡pobre de ti!

¡Adiós, bien mío!

RODOLFO

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