Angelina

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En poco tiempo me hice amigo de los otros empleados. Mi edad y mi carácter tímido e irresoluto me fueron propicios en esta ocasión. Mis compañeros creían habérselas, sin duda, con balandrón mancebo, presumido, jactancioso y pagado de sí, que vendría a imponérseles, abusando de la bondad con que le trataba el señor Fernández. Este hizo en presencia de ellos grandísimos elogios de su nuevo empleado y tal vez por eso me recibieron reservados y desdeñosos; pero al ver que se habían engañado, que me esforzaba en ser comedido y cortés, cambiáronse en grata simpatía la reserva y menosprecio manifestados a mi llegada. Sólo uno, el joven cuyo puesto ocupé, me vio con malos ojos. Entonces lo mismo que ahora. ¿Por qué? Sépalo Dios. Enrique, así se llamaba, salía de aquella casa por su gusto, para mejorar de empleo, para ir a desempeñar otro muy codiciado, en no sé qué oficina administrativa. Por mi parte no acierto a explicar la antipatía con que siempre me ha visto. Aun vive, rico y estimado; suelo encontrármele en el casino, en el paseo, en los teatros; pasa cerca de mí y no se digna saludarme, no olvida ni quiere olvidar que yo le sustituí en el escritorio del señor Fernández. Repito que muy pronto fueron muy buenos amigos míos los demás empleados. En ellos tuve siempre auxiliares y consejeros. Procuré serles útil: los ayudaba en cuanto podía, y más de una vez ocupé su puesto para que ellos pasearan o se divirtieran, ya en alegres partidas de caza, ya en Villaverde con motivo de alguna fiesta o de algún espectáculo teatral que llamaba la atención.

Era yo en Santa Clara objeto de las atenciones de toda la familia. La señora solía decirme:

—¡Rodolfo: está usted en su casa! Tendré mucho gusto en hacer con usted las veces de madre…

Don Carlos no me trataba como a un mozo inexperto y vano, antes, por el contrario, me distinguía con su afecto, me confiaba planes y negocios, y conversaba conmigo franca y lealmente, con la sinceridad y llaneza de un amigo viejo. A las veces, después del trabajo, me encerraba yo en mi habitación, o, cediendo a mis inclinaciones de soñador, me iba a vagar por los campos, deseoso de estar solo con mis pensamientos, con el recuerdo de Linilla.

Cuando don Carlos me veía salir o advertía que estaba yo en mi cuarto, me detenía o me llamaba.

—¿Adónde va usted? ¿Qué hace usted allí? Véngase a charlar con nosotros.

Por la noche, después de la cena, nos reuníamos en la sala. La señora se recogía temprano para cuidar del corcovadito, siempre delicado y enfermo; don Carlos jugaba ajedrez con alguno de los empleados, y Gabriela tejía o leía y revisaba sus periódicos de modas. Entre tanto recorría yo los papeles de Villaverde y los diarios de la Capital. Allí se recibían casi todos, además de alguna publicación exclusivamente literaria que Gabriela coleccionaba con el mayor cuidado.

Entonces leí muchos versos de Justo Sierra, las crónicas teatrales de Peredo y las revistas que Altamirano escribía en El Siglo XIX y en La Revista de México. No olvido ni olvidaré jamás el interés con que devoré algunos trabajos literarios publicados en aquellos días. El estudio del Edipo en que Peredo hizo alarde de su saber en materia de arte dramático; el juicio de Altamirano con motivo de la representación del Baltasar de la Avellaneda, artículo brillante y galano que me pareció insuperable. El Renacimiento fue mi periódico favorito. ¡Qué amena y grata lectura me proporcionó esta revista! Versos de Luis G. Ortiz, de Collado, de Roa Bárcena, de Sierra, de Segura, de Ipandro Acaico… ¡Qué amable, qué simpática me parecía la unión de todos estos escritores, algunos contrarios en ideas políticas, todos amigos sinceros en literatura y en arte! Así debía ser, así me imaginé siempre la república literaria, sin odios, sin envidias, sin rencores. Todos los ingenios, mozos y viejos, conservadores y liberales, unidos por el amor a la belleza.

Me seducían las estrofas de Justo Sierra… Aun ahora las recito con el entusiasmo de los diez y nueve años.

Cuando en los periódicos trataban mal a algún poeta, de uno u otro bando (los partidos me eran repugnantes y odiosos) me sentía yo lastimado, y saltaba indignado al venir en acuerdo de que tales censuras y tales críticas, de ordinario desentonadas y acerbas, eran inspiradas por el rencor político. ¡La política! ¿Qué me importaba a mí la «vieja inmunda» como Altamirano la llamaba? Los jóvenes de aquella época se cuidaban poco o nada de la política. Nacidos y criados en los días azarosos de la guerra civil, testigos de horribles catástrofes, de tremendas injusticias y de sangrientos combates, nos repugnaban aquellos horrores, tan opuestos a la nobleza y a la generosidad juveniles. No simpatizábamos con ninguno de los partidos contendientes; odiábamos las luchas de la política, y los mejores artículos de Zarco o de Aguilar y Marocho, y los más elocuentes discursos de Montes o de Zamacona, no valían para nosotros lo que un sonetillo mediano publicado a la zaga de cualquier periódico villaverdino.

He oído decir muchas veces que los jóvenes de aquel tiempo amaban poco a su patria. Sí la amaban, y con todas las fuerzas de su corazón; pero no querían para ella agitaciones y turbulencias, ni avances peligrosos ni retrocesos inútiles. Deseaban paz y justicia para todos, para vencedores y vencidos; paz fecunda en bienes, a cuya sombra prosperaran los pueblos y se aumentara la riqueza pública; paz que hiciera renacer las artes y las letras, a los cuales reservaba la gloria días venturosos y felices; y justicia para todos y en todas partes, justicia sin la cual no puede existir la libertad.

A ruego mío, mientras don Carlos se engolfaba en su partida de ajedrez, abría Gabriela el piano, un soberbio Erard y tocaba lo más selecto del repertorio en boga…

Las horas pasaban dulcemente, dulcemente, como las ondas del río lejano que nos enviaba, a través de los bosques rumorosos y de las alamedas del jardín, el canto misterioso de sus turbias aguas.

El balcón abierto, las llanuras adormecidas, la selva silenciosa, el cielo límpido y puro, sin nubes ni celajes; la luna a la mitad de su carrera; el piano derramando a torrentes la música de los grandes maestros; la belleza y la juventud rindiendo culto al arte, y en mi alma la dulce alegría de quien ama y es amado, el enjambre cerúleo de las más risueñas esperanzas…

Pero, ay, de repente me sentía yo acometido de profunda tristeza, de mortal melancolía, de aquella melancolía mortal, mi dulce compañera en las tardes de otoño, cuando sentado en la florida vertiente del Escobillar me abismaba yo en la contemplación del hermoso valle nativo iluminado por los últimos fuegos del crepúsculo.

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