Angelina

Angelina


XX

Página 24 de 69

X

X

Salí de allí muy alegre y regocijado. Angelina salió a encontrarme.

—¡Doña Carmelita ha tenido un ataque horroroso, como nunca! Hace mucho tiempo que estaba bien: comía con apetito, dormía tranquilamente… Es cierto que iba perdiendo las fuerzas, pero no tenía esos ataques, esas convulsiones que a mí me asustan…

Corrí al cuarto de la enferma. Halléla sosegada; había tomado alimento y parecía dormitar. ¿Y quién me aseguraba que aquel sosiego no era síntoma de suma gravedad?

La anciana había sufrido uno de esos ataques que caracterizaron el principio de su enfermedad; una convulsión general, mayor en un brazo, y una inquietud que no la dejaba queda cinco minutos. Ni en la cama, ni en el sillón estaba a gusto; era preciso traerla y llevarla de aquí para allá. A cada instante se quejaba, diciendo:

—¡Esta convulsión interior que me mata!

A poco despertó, y quiso levantarse y caminar por la habitación, apoyada en Angelina y en mi tía Pepa. Iba y venía, pero sin fuerza, casi arrastrando los pies. Las extremidades inferiores eran más débiles cada día, la pobre temía caerse, y su angustia aumentaba al considerar que sus enfermeras no podrían sostenerla. Acudí a relevar a mi tía, esperando que la anciana, segura de mi vigor, se mostrara más decidida y animosa, pero todo fue inútil.

—Tú no sabes llevarme.

—Sí, tía.

—No, déjame… Voy mejor con Pepa.

Insistí, rogué, supliqué… ¡En vano! Quise imponerme dulcemente, fingiendo que no acertaba yo a comprender por qué rehusaba mi ayuda.

—¡Déjame! ¡Déjame! —decía angustiada, sollozando—. ¡En el sillón! ¡En el sillón!

Era su voz tan débil que apenas la oíamos. En nuestra congoja creimos por momentos que iba a expirar.

En esto llegó el doctor.

—¿Qué tenemos de nuevo? Vamos, vamos… ¿Qué tal, mi señora? ¡Esos nervios! ¡Esos nervios!

Sentóse cerca de mi tía, y mientras conversaba con nosotros y bromeaba con Angelina estuvo observando a la enferma.

—No hay cuidado… —repetía—. ¡Esto pasará, pasará!… Es un accidente penoso, pero que no debe preocuparnos. Vamos, mi señora doña Carmen: ¡ánimo, ánimo, que ya todo pasó! ¿Dónde está ese valor famoso? Veamos esa lengua… ¿Y el apetito? ¿Bien? ¡Pues calma, y valor, valor!

Y dirigiéndose a la joven:

—Vaya, niña: una tacita de té de hojas de naranjo, con unas gotas de éter.

La enferma parecía no poner atención a los dichos del médico, y me miraba dolorosamente, como si quisiera decirme: «¡Ya lo ves! ¡No creo en nada de esto!»

Recetó Sarmiento unas cucharadas y una pomada. Le acompañé hasta el zaguán.

—Doctor, dígame la verdad… ¿Cómo ve usted a mi tía?

—¡Mal, muchacho, muy mal! Pero no te aflijas; esto va largo, a menos que cualquier día sobrevenga otra cosa… La enfermedad sigue su curso… Es una enfermedad orgánica y, como lo comprenderás, incurable.

—¿Volverá usted mañana?

—No es preciso. Que observe el régimen que tengo prescrito: ¡reposo, distracción, buenos alimentos, una copita de vino en cada comida, y adelante! Que no esté sentada todo el día; que camine, que se mueva, que salga por aquí, que vaya a la salita. La inmovilidad es perjudicial; que ande, que camine hasta donde pueda. Pronto será completa la parálisis.

Don Crisanto me vio tan apenado, que me puso una mano en el hombro y me dijo cariñosamente:

—Muchacho, no te asustes, no te acongojes… Y, vamos, dime ¿qué tal andamos de dinero?

—¡Mal, doctor! Precisamente iba yo a decirle a usted que no podemos pagarle la visita…

Don Crisanto frunció el ceño, manifestando disgusto.

—¿Pagarme la visita? —prorrumpió casi colérico— ¿pagarme la visita? ¡Ni ésta, ni cien, ni mil más! ¡Ninguna! ¿Cuándo he cobrado yo en tu casa por mis servicios? Soy amigo viejo de tu familia, fui condiscípulo de tu padre… Oyelo bien ¿sabes a quién debo la carrera? Pues a tu abuelo. Ya verás que no puedo venir a esta casa por interés. Mira, muchacho: no vuelvas a hablarme de eso.

—Pero, doctor…

—¡Qué pero ni qué peras!

¡Cuánto agradecí al facultativo su desinterés! Bien sabe Dios que nunca he olvidado tanta generosidad; pero esa noche me sonrojé, me dió vergüenza aceptar los servicios del médico, sin retribuirlos debidamente.

—Vamos… —prosiguió don Crisanto, en tono afable— ¿ya te resolvió Castro Pérez? ¿Vas a servirle de amanuense?

—El martes estaré por allá. No entiendo nada de esas cosas…

—Bueno; pero todo se aprende. Hijo ¡eso es el huevo de Juanelo! ¿Cuánto vas a ganar?

—No lo sé todavía… De seguro que será poco.

Sonrió Sarmiento, me hizo una caricia y me dijo en voz baja, casi al oído:

—¡Ten paciencia! Yo te buscaré algo mejor. Más bien dicho, ya tengo para ti una colocación. No todo sale a medida del deseo, y no podremos contar con el destino hasta dentro de dos meses, a principios de año. Fernández necesita un empleado en su hacienda de Santa Clara. Allí ganarás un poco más.

—Temo una cosa…

—¿Cuál? ¿No servir para el caso?

—Sí… ¡qué entiendo yo de cosas de campo!

—Aprenderás, muchacho. No seas tímido, porque nunca harás letra. Estarás allí muy contento. Fernández es persona muy fina. Trata muy bien a sus empleados. Y aunque así no fuera, estás obligado a no perder la oportunidad… ¡Adiós, muchacho! Tengo por ahí un enfermo de suma gravedad, un ranchero, que va que vuela para el otro mundo.

Tendióme la mano y agregó:

—Nada digas a Castro Pérez de eso del empleo en Santa Clara. ¿Eh? Ya estás advertido. ¡Chitón! No te apenes al ver a tu tía. ¡Eso no es nada!

La enferma estaba tranquila, el acceso había pasado. Sin embargo, la noche fue penosa. Angelina y mi tía se la pasaron en claro. Desde mi cuarto las oía yo que iban y venían.

Entonces comprendí toda la abnegación de la doncella. Cuidaba a la anciana dulce y cariñosamente, con afecto de hija. Fina y bondadosa con todos, con ella extremaba sus delicadezas. La mimaba, todos sus deseos eran mandatos para Angelina, y sufría resignada desagrados y reprensiones, el mal humor caprichoso de los enfermos, que de nada están contentos y que se impacientan sin motivo.

—Esta niña —me conversaba tía Pepa— es un ángel; creo que por eso le pusieron Angelina. No tiene sueño tranquilo; cada noche se levanta dos o tres veces para ver a Carmen y darle el alimento y la medicina. A mí no me gusta eso, porque no tiene obligación de velar a tu tía. Eso me toca a mí. Ya se lo he dicho; pero ella no dejaría, por nada de este mundo, que me levantara yo a deshora. El otro día, como le dijera que iba yo a velar a Carmen, me contestó un poco mohína, como impaciente y molesta: «No, señora. ¡Si yo lo hago con mucho gusto! Usted ya no está para eso. De día tiene usted mucho que trabajar. No, no; el día que yo no quiera hacerlo, no lo hago.» Mira, Rorró: yo creo que Angelina ha de parar en hermana de la Caridad. Un día que hablábamos de eso salió diciéndome: «Sí, señora ¿por qué no?» Y es muy capaz de ser un modelo de hermanas de la Caridad; lo mismo para enseñar a los niños, que para cuidar a los enfermos. El señor Cura dijo el otro día, en casa de don Román, que no hay en las Conferencias de San Vicente otra socia como Angelina. Ahora es secretaria de la conferencia de la Parroquia, y todos están muy contentos. No sé si Angelina habrá nacido para ser casada, pero, la verdad, Rorró, si te casaras con Angelina a mí me daría mucho gusto, mucho; sí, porque la quiero tanto como a ti, como ella se lo merece; porque así todo quedaría en casa; porque a esa niña la miro como algo nuestro, como persona de la familia.

Ir a la siguiente página

Report Page