Angelina

Angelina


XXXVII

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Rorró:

Ya me imagino que estarás muy enojado conmigo porque no te escribí luego luego, como tú deseabas. Pero, mira: no fue por culpa mía. Llegamos muy tarde y yo muy cansada, cansadísima, que toda ponderación es corta. Estos caminos son muy bonitos, lindísimos, y… ¡muy pesados! ¡Qué cuestas! ¡Qué desfiladeros! Pero… ¡qué paisajes! Tú, que eres tan afecto a todas estas cosas, quedarías encantado. Por todas partes espesos bosques… Parece que no los ha tocado la mano del hombre. Por todas partes siembras, ranchos y cabañas. ¡Y de flores, ni se diga! He visto unas en los troncos de los árboles, y otras, enredaderas, que son para alabar a Dios. Y eso que estamos todavía en invierno. ¿Qué será en abril y mayo?

Al otro día me puse a arreglar la casa. ¡Estaba atroz! Francisca no sirve para nada. La pobre está vieja y enferma, y ya no tiene fuerzas para estos quehaceres. No la saques de la cocina, porque no hará nada. Ya sabes que no soy perezosa; digo a trabajar y… ¡a trabajar! Ha quedado la casa lindísima, lindísima, porque el orden y el aseo todo lo embellecen. Cuando llegamos todo estaba triste y sombrío. Lo que es ahora da gusto pasear por estas piezas. Sólo yo no lo tengo para nada, porque la tristeza me mata… A cada rato me dan ganar de llorar. Me escapo, me voy al jardín, o a la iglesia, y allí, solita, sin que nadie me vea, lloro y lloro por ti. A veces creo que estoy sola en el mundo; que nadie me quiere; que tú ya no piensas en mí, en tu pobre Linilla… Pero tengo ratos de alegría, muy dulces, cuando pienso en que me quieres mucho, mucho, y en que estarás taciturno, cabizbajo, melancólico y apesadumbrado por mi separación. Y me digo: «¡Mejor! ¡Mejor! ¡Que se apene! ¡Que padezca! ¡Eso será señal de que me quiere y piensa en mí!» Perdóname. El amor es egoísta. Deseamos la dicha de la persona amada, y, sin embargo, nos complace que padezca y llore como nosotros. ¿Verdad que estás triste, y que hasta tienes ganas de llorar, porque no estoy allí, a tu lado, y no me ves, ni oyes mi voz? Yo sí te veo, te veo a todas horas, y no en retrato. Entorno los ojos y luego apareces delante de mí, igualito, como eres… ¡Y te hablo, y me hablas, y eres conmigo muy cariñoso, muy tierno! Y me miras, y te miro… Entonces soy dichosa, muy dichosa, y siento que soy la más feliz de las mujeres. Pero cuando me pongo triste y con ganas de llorar, entonces cierro los ojos y… ¡no te veo! He dado en pensar, cuando esto me pasa, que en esos momentos no me quieres; que no piensas en mí, que me has olvidado, que soy un cadáver en tu memoria. Y esto me aflige, me acongoja, me llena de amargura. ¿Será cierto que a veces te olvidas de tu Linilla? Pues tu Linilla no te olvida, ni te aparta un momento de su memoria. ¿Será cierto que en algunos momentos vives para… otra? ¿Verdad que no? ¿Verdad que sólo vives para mí?

Anteayer en la tarde salimos de paseo por las orillas del pueblo, que todas son laderas. Papá tomó asiento en una roca y se puso a rezar el oficio, y yo, entretanto, me eché por aquellos vericuetos, y subí y subí, hasta un picacho desde el cual se ve algo de los valles de Pluviosilla y de Villaverde. Llegué a la cima, y llegué fatigadísima. Es cierto que desde allí se dominan los campos de Pluviosilla; pero ¡ay! sólo un poquito, muy poquito, los cerros de Villaverde; nada más la punta del Escobillar. ¡Cuánto hubiera yo dado por ver, aunque fuera desde tan lejos, esa peña en la cual te sientas a contemplar la puesta del sol! Estaba el cielo muy limpio y despejado; ni una nube en esa región; y yo me decía: ¡quién fuera pajarito para volar hacia allá, y volar y volar en busca de Rorró, de mi Rorró! Sentada allí, entre el follaje, estuve pensando en ti; pero con muchas ganas de llorar… Era muy tarde; bajé, y a la bajada corté muchas flores, y como no puedo mandártelas, elegí un helecho que va dentro de esta carta. Lleva una cosita… ¿a que adivinas? ¿Te acuerdas que por la noche, cuando nos despedíamos, me pedías las flores que tenía yo en la cabeza? ¿Te acuerdas qué me decías?… ¡Me da vergüenza escribirlo; pero tú me entiendes!… Escríbeme, Rorró. Escríbeme, alma mía; mira que si no me pones cuatro letras, aunque sean cuatro letras nada más, me voy a morir de pena. No seas perezoso. Rorró. Tú eres muy perezoso, y aunque me quieres mucho, como yo a ti, eres capaz de no escribirme a tiempo, y el mozo vendrá y no me traerá carta tuya, y tendré que esperar ocho días, ocho días, que serán para mí ocho siglos. Escríbeme; mira que estoy dispuesta a ir hasta el rancho de los Cedros a encontrar al mozo, para que me dé las cartas y los encargos. ¡Imagínate qué pena tendré si tú no me escribes!

Ya es muy tarde: acaban de dar en el reloj de la sala las doce de la noche y no puedo seguir escribiendo. Ya escribí la otra carta, para que no te veas en el compromiso de leer ésta delante de tus tías, y así será en lo de adelante. Dos cartitas: una para ti y para todos, otra para… mi Rodolfo.

Cuida mucho de tus tías, particularmente de doña Carmelita. Piensa que la pobre está muy enferma, muy nerviosa y necesita cariño y amor. Ya les esribo cuatro renglones. Dile a doña Pepilla que si tiene entre manos alguna obra grande, que me mande los avíos; que yo la ayudaré aquí; que tengo mucho gusto en ayudarla; que me sobra tiempo y puedo emplearlo en eso.

Dime lo que haces y en qué pasas el tiempo cuando sales del escritorio; dime si piensas en mí; si te acuerdas de tu Linilla que te quiere mucho, mucho, mucho, y sólo vive para amarte. ¡Adiós!

ANGELINA

P. D.—¡Cuidadito con no escribir! Te castigo: no vuelvo a pensar en ti.

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