Angelica

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Primera parte » Capítulo 8

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Capítulo 8

 

A

unque las ventanas habían permanecido abiertas todo el día, aquel sofocante olor subsistía. Nora cerró las de abajo y Constance se encargó de la habitación de la niña, preocupada por que el cristal de la ventana no acababa de ajustar bien.

Arriba, se tropezó con Joseph desnudándose. La transformación que había sufrido su humor era exagerada, simplemente por afeitarse. Ella miraba abiertamente aquellos nuevos perfiles, y él también dirigía su mirada al espejo. «Gemelos, parecería», dijo con demasiada vehemencia. Raras veces había visto ella tal entusiasmo en él. Volvió a afirmar cuánto se parecía a su padre. Se colocó detrás de ella, puso las manos sobre sus hombros, deslizó los dedos bajo su camisón para tocarle la piel desnuda y dijo misteriosamente:

—Mi padre no era un hombre malvado. Lo he juzgado demasiado duramente. Si buscara mi perdón, aun ahora, sería grosero negárselo, ¿no te parece? El perdón, Constance... lo sabes todo al respecto. Está en la naturaleza de las mujeres y es una prerrogativa femenina. Sin embargo, es una sensación extraordinaria.

Sus manos estaban sobre ella. Su deseo era palpable. Pero ella no lo había preparado adecuadamente esa mañana. Sus pensamientos habían estado en otra parte. Por detrás, él acercó su suave mejilla a la de su mujer, y ésta dijo sin pensar:

—No puedo recibir tu amor esta noche, querido.

—No se me ocurriría tomarme esa libertad —respondió él, aparentemente demasiado conforme, y se apartó. El estúpido error de Constance era evidente para los dos. En cuestión de días él volvería a intentarlo, y ella estaría indefensa —porque esa mentira requería de un mes para volver a ser eficaz— y eso no tardaría.

Él se durmió. Ella se quedó mirando el techo. Constance no podía acusar a nadie más que a sí misma de su aislamiento. Ella pasaba los días soñando despierta entre cojines. Tenía todo el dinero que podía desear. El estar en la cama la hacía soñar un poco más y sus ojos se cerraron. Habría pagado cualquier cosa por unos momentos de la escandalosa conversación de Mary Deene, pero Mary Deene y las demás chicas se habían dispersado. Se quedó dormida, y en el sueño Joseph la sonreía en Pendleton’s, deslizando una dura moneda en su blanda mano. «¿No tiene usted a nadie, entonces, a quien yo pueda acudir para solicitar el honor y el placer de su compañía? ¿No tiene usted ninguna clase de protector? Con el tiempo podrá usted considerarme un amigo.» Una dura moneda tras otra, una inquietante serie de preguntas, y su satisfacción ante la falta de un guardián. «¿No tiene usted ningún protector, entonces?» Una dura moneda tras otra metida en su hinchada, blanda carne, las manos doliéndole por su carga, luego el doctor sosteniendo la suya y recordándole que «no tiene derecho a desobedecer, señora Barton». Otra moneda y luego otra, apretada contra sus doloridas, sangrantes manos. Y Angelica estaba gritando de forma terrible. Constance abrió los ojos. No, no era ninguna pesadilla. La niña estaba gritando. Con unas temblorosas, todavía dolidas manos, Constance corrió escaleras abajo, por el pasillo y entró en tromba en la habitación de Angelica.

—¿Qué pasa? ¿Te has hecho daño?

Cogió a la niña entre sus brazos, la estrechó torpemente contra sí. Le fue difícil de sostener el peso y los miembros extendidos de la pequeña.

—Mamá —murmuró la niña parpadeando—. Mi mano.

—¿Tu mano? —Constance sacó la retorcida mano de la niña de entre sus apretados cuerpos—. ¿Te duele?

La cara de la niña se alteró y sollozó ligeramente, repitiendo su patética súplica: «Mi mano», antes de cerrar los ojos. Constance devolvió la niña a la cama, donde inmediatamente se dio la vuelta, las manos apretadas bajo su mejilla. Sólo con dificultad, pudo Constance liberarlas y examinarlas. Fue a buscar una vela y regresó, levantando la luz para observar las manos de su hija, que estaban ilesas. Quizás era un sueño: le dolían las manos, y despertaban los gritos de la niña, que se quejaba también de dolor en las manos. Era una idea a la vez dulce y horrible: compartían las pesadillas. Duras monedas habían sido apretadas en aquellas suaves manos del sueño, y el dolor de aquel sueño provocaba esos terribles chillidos que despertaban.

Apagó la vela. Cuando sus ojos se hubieron adaptado a la oscuridad, y se hubo formado la gris sombra de una niña dormida, subió por las escaleras. Se acordó de Sarah Close susurrándole en la negrura de una larga noche en el Refugio que los sueños eran inquietos y que a veces se deslizaban de un durmiente a otro que estuviera en estrecha proximidad, o a alguien cuyo corazón hubiera unido Dios al tuyo. Silenciosos zarcillos salían apresuradamente de ella para agarrarse a Angelica incluso durante el sueño.

Se echó en la cama, y Joseph se quejó.

—¿Qué pasa ahora?

Levantó la muñeca para mirar el reloj a la débil luz grisácea de la lamparilla del techo.

—Maldita sea, las tres y media. ¿Qué demonios pasa contigo, Con?

 

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