Angelica

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Segunda parte » Capítulo 7

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Capítulo 7

 

C

onocí a El Tercero, décadas más tarde, cuando era un anciano dado a la risa exagerada y la conversación elíptica, pero no a la cháchara senil. Anne deseaba presentarme a su viejo amigo, dijo mientras caminábamos hacia su habitual guarida (una taberna de atractivo muy limitado), sólo para ver si yo podría encontrar la manera de conseguirle un pequeño papel, o un trabajo entre bastidores ayudando con el vestuario, o en el guardarropa, incluso limpiando. Hasta que ella me hubo dejado sola con este anciano feliz —con las palabras «Querida, pregúntale lo que quieras, y él te responderá verazmente»— no comprendí que había sido llevada hasta él para otro propósito.

Porque cuando le dije que cualquier amigo de mi tía era amigo mío y le aseguré que haría todo lo que pudiera para conseguirle un empleo en el teatro, su antiguo hogar, él me dio condescendientemente las gracias por mi condescendencia, pero dijo que no tenía intención de poner a prueba mi paciencia pidiéndome favores, «nada menos que a mí». ¿Por qué nada menos que a mí? Él se rió.

—Sé quién es usted.

—¿Por Anne o por la escena?

Se limitó a decir:

—No he olvidado una sola frase, sabe. No quiero volver a la escena, pero podría hacerlo. Deme sólo una entrada, un pie.

Era cierto. Lo verificamos en una conversación muy entretenida. Le di las entradas de cada línea que él había recitado en su vida, y el viejo soltó a continuación los discursos sin un fallo. No eran tantas palabras, por supuesto, aunque había representado docenas de papeles, ya que la mayor parte de sus parlamentos eran de soldados y rufianes, o, cuando la obra era en verso, los pies quebrados y los metros abreviados, las frases cortas que llevaban a que reyes y duques enardecieran al público con larguísimas justificaciones y órdenes. (Con mucha más frecuencia, él simplemente había posado mudo y amenazador, llevando una espada, un tambor, un estandarte, o el pastel en el cual eran cocinados los raptores de la hija de Tito.) Pero en nuestro juego, mi memoria fallaba antes que la suya. Él nunca vacilaba y era capaz de declamar a partir sólo de las más pequeñas entradas («Por favor, ¿qué noticias hay?» o «Que entren el mensajero y Talbot») sus escasas frases difíciles de distinguir si las decía como Vigilante, Soldado o Prisionero Godo.

Yo le había preguntado a Anne unos días antes, por primera vez desde que era una niña, qué debía de haber pasado con Joseph Barton y, en aquella taberna, una brillante mañana, empecé a comprender que yo estaba destinada a encontrar mis respuestas en ese viejo actor. ¿Ve usted la generosidad de Anne? Por el amor que me tenía, Anne no deseaba verse tentada a defenderse a sí misma. Sabía que podía convencerme de cualquier cosa, pintar el mundo para mí tal como ella lo veía, y yo lo aceptaría, le daría las gracias, la querría aún más. Pero no, me dejaría juzgar sus acciones sin oír sus súplicas, sin estar influida por mi largo amor por ella. Y también, a su honrosa manera, no reconocería una culpa compartida sin el consentimiento de su cómplice, y por tanto me conducía a él, con falsos pretextos, para permitirle que confesara o no, como prefiriera, y para permitirle que la condenara, si él así lo decidía.

El Tercero decidió confesar solamente, con una extraña ligereza, que «Su tía y yo hemos jugado este juego durante muchos años», y me miró como si aquello fuera todo lo que yo necesitaba saber. Y supongo que tenía razón. Él y Anne probablemente habían conversado una mañana treinta años antes, quizás un poco fuera del alcance de su clara memoria cuando lo conocí. Habrían hablado, jugando con los textos gracias a los que antaño habían vivido, llenando las viejas palabras de un nuevo significado mediante una mirada intensa o un énfasis, contando la realidad en verso.

 

GLOUCESTER: Un silencioso rincón, ahora, una palabra.

ASESINO PRIMERO: ¿Mi señor?

GLOUCESTER: Yo quedaría libre de aquellos cuyo agusanado corazón ofende a todos los que yo amo. Un violador de inocencia, un Satanás disfrazado de hombre.

ASESINO PRIMERO: Un nombre, mi señor, y será cumplida vuestra voluntad. Cruzaría tranquilamente nadando el mismo Infierno, si eso os libra de una rata, un ratón, una pulga. ¡Su nombre, su nombre! Tengo sed de él y de vuestro amor.

 

Cuando un texto se agotaba, Anne debía simplemente haber cambiado de obra, sabiendo que El Tercero la seguiría.

 

LUCIANO: Un hombre de viles costumbres.

SEGUNDO SIRVIENTE: ¿Un moro?

LUCIANO: O menos. Un villano más grosero de lo que tú puedas imaginar.

 

Ella le conducía a comprender sus deseos, incluso mientras estaban rodeados de otros oídos, que los consideraban sólo unos actores borrachos.

 

MACBTEH: Os aconsejaré el lugar donde debéis situaros. Familiarizaos con el perfecto espía de la época. El momento ha llegado; porque debe hacerse esta noche.

TERCER ASESINO: Estamos decididos, mi señor.

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