Angelica

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Primera parte » Capítulo 12

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u marido se marchó mucho más temprano de lo necesario, incapaz de tolerar un solo momento más esa vida a la que se veía obligado. Ella lo había traicionado la noche anterior, y esa mañana, con Angelica enfadada con ella, Constance sentía agudamente la pérdida del amor de su hombre.

Enfrentado a una privación antinatural, él había mostrado una heroica temperancia, y ella le había respondido con miedos. De haber estado en su lugar, ella nunca hubiera sido tan amable, difícilmente habría tenido en cuenta su salud cuando caía la noche, sino que simplemente habría satisfecho su placer y obviado los riesgos. En el peor de los casos, se podía simplemente volver a empezar, o disfrutar de la vida sin la carga y los gastos de una esposa que no cumplía sus deberes conyugales. Constance no había merecido su generosidad todos estos años; sólo quería saber por qué esa felicidad no se prolongaba interminablemente a la vez que ella le negaba sus derechos de hombre.

Por lo tanto, dentro de las difíciles limitaciones que le imponía su salud, ella enderezaría las cosas. En esa brillante mañana, comprendió que podía hacerle un regalo que a él le encantaría. Apenas pudo contenerse cuando vio que podía, con un solo gesto, hacerlo feliz nuevamente, hacer que supiera que el corazón de su mujer le pertenecía y que los pensamientos de ella se dirigían de forma natural a satisfacer a su marido, pese a las circunstancias. Sí, ese regalo casualmente también servía a sus propósitos, pero ése no era el motivo por el que se le había ocurrido.

Fácilmente puedo imaginar cómo se engañó a sí misma con esos desesperados y asustados esfuerzos, y el efímero pero ilógico alivio que ella debió de haber sentido ante su esperpéntica solución, como un adicto al opio o una mujer que sueña: ella le devolvería su laboratorio doméstico, y todo iría bien. Cuán cruel había sido, todos aquellos años, esgrimiendo despiadadamente su vocecita de niña, afinada para satisfacer sus deseos a costa de su marido: «Esta maloliente habitacioncita, naturalmente tendrá que ser el cuarto infantil, ¿no es verdad, papá?» Y él la atrajo hacia sí, la besó y susurró: «Supongo que sí.» Le apretó las manos y al día siguiente empezó a empaquetar sus cosas para llevárselas.

Ella lo sorprendería con su ingenio, y al menos la

comprensión podría nacer entre ellos. Con un laboratorio en la casa, él podía dar a Angelica, si insistía tanto, alguna lección de su maloliente química. O —si realmente tenía intención de seguir con la idea—, podía venir un profesor un par de horas a darle clases en esa habitación. Aún mejor, Joseph sentiría que él dominaba algún discreto y sacrosanto espacio, y podía, por lo tanto, no sentir esa necesidad en el resto de la casa.

Ella no podía esperar hasta la noche para ofrecerle ese regalo, para ver el brillo de lo satisfecho que estaba con ella. Le daría esa satisfacción inmediatamente, regresaría a casa y haría que Nora volviera a poner en su lugar las cosas de Angelica arriba, aquel mismo día. Dejó a Angelica —malhumorada todavía con ella— al cuidado de Nora, y se marchó a tomar el autobús que él probablemente tomaba, y a pasar por las calles por donde él probablemente pasaba.

Constance tomó nota de lo que él debía ver cada mañana y se imaginó dirigiéndose hacia la ardua tarea diaria de ciencia, con la que ganaba el sustento de la familia. La visión de un caballo bebiendo agua podría hacerle recordar algo y luego algo más y, al final de ese hilo de reflexiones, uno ve con claridad en medio del bosque y crea un remedio para una enfermedad. El olor de la cesta de una florista rápidamente ahogado por el hedor de la basura en pequeños montones, o la pirámide de naranjas en la caja del vendedor que empezaban a pudrirse por el fondo... la ciudad vista con los ojos de Joseph era una trama de enfermedad y salud entrelazadas que debían desenredar científicos inteligentes.

Ella nunca había visto su laboratorio. Estaba preparada para ver cubas al fuego, científicos monásticos que atisbaban en silencio a través de delicados microscopios, un bosque de grandes esferas metálicas y torres de vidrio soplado. En las pinturas, ella había visto laboratorios representados como una especie de atareada herrería, pero en aquella novela de la señora Terrell, el héroe trabajaba solo, en lo más profundo de un castillo alpino, en una habitación subterránea, fría tanto en invierno como en una mañana de julio, desde cuyas heladas profundidades él producía un elixir para salvar al heredero real, vertiendo la azul poción en los labios del niño. Una sola gota de azur en la seca boca escarlata sería suficiente para salvar al niño y a la dinastía.

Durante bastante rato, no pudo encontrar el laboratorio del doctor Rowan, y se vio obligada a pedir varias veces ayuda, que fue contradictoria, primero a un muchacho con delantal que corría entre los edificios con un paquete casi demasiado pesado para él, y luego a un viejo que llevaba bastón, que le respondió con evidente sospecha en los ojos. Pasó por delante de un árbol, el único que se veía en el vasto complejo de edificios, cerca del que tres palomos se alternaban en el acto de cortejar a una hembra, que parecía desinteresada y se limitaba a encogerse de alas formando un corazón. A través de otra puerta, penetró en un laberinto de arcadas y puertas que daban a otras puertas, por donde entró en un edificio, sólo para abandonarlo rápidamente por la parte de atrás, entre un constante fluir de hombres que salían de una construcción para entrar en otra. Finalmente, descubrió su objetivo, refugiado en un pequeño patio, que parecía haber sido tragado enteramente por otro edificio, una simple planta de ladrillo sin ventanas, y, de pie ante él, a la sombra de un tejado entre verde y azul, estaba Joseph, fumando y enfrascado en una tranquila conversación con un hombre más joven. Ella lo estuvo observando unos momentos antes de que él la viera, y Constance notó que su expresión cambiaba al descubrirla. Su colega entró en el edificio.

—¿Qué te ha traído aquí?

Su cara denotaba la confusión de un niño. Quizás veía la tensión de su mujer.

—Tengo una sorpresa para ti. No podía esperar ni un momento para ver tu placer al enterarte.

—Tu presencia ya es una sorpresa.

—¿Puedo ver el interior? ¿El buen trabajo que haces para nosotros cada día?

Los extremos de las cejas de Joseph bajaron más que de costumbre, y su frente se arrugó un poco más.

—A los visitantes generalmente no...

—Pero

eres un jefe, y

yo tengo un maravilloso regalo para ti. Vamos, enséñame tu trabajo, y yo te hablaré de mi feliz inspiración, de cómo puedes mejorar tu posición entre los médicos a cualquier hora del día o de la noche.

Se adelantó para abrir la puerta exterior.

—Puede que al principio no comprendas que... —Pero Constance puso un dedo sobre sus labios y le susurró con su vocecita de niña, que tanto tiempo llevaba sin poner:

—Estoy tremendamente orgullosa de nuestro papá.

Encontró cerrada la puerta interior. Joseph vacilaba, quizás aún estaba prohibida para él, pero un hombre salió en aquel momento, y Constance cruzó el umbral.

La habitación era oscura, naturalmente, sin ventanas, pero era mayor de lo que sugería su aspecto exterior, y ella notó que su total silencio era una respuesta a su entrada. El olor también la sorprendió, y a medida que sus ojos se adaptaban se sintió desagradablemente consciente de su estómago y otros aspectos íntimos de su persona. Recuperó la visión. Vio a los colegas de Joseph, inmóviles y silenciosos ante sus mesas de trabajo, mirándola fijamente. Se oyó entonces un insoportable ruido que se extendió como un fuego que se afianzara lentamente en algunos lugares, para luego extenderse uniformemente a través de la sala en una extraña y fluida sonoridad. Miles de ruidos, ahora muy próximos, hasta desde el otro lado de la oscura sala. Ella quiso retirarse, pero se sintió impelida a avanzar por un pasillo entre las mesas y los cubículos con barrotes.

—No lo entiendo —dijo ella suavemente. Joseph llevó la mano al brazo de su esposa, pero ella tiró para liberarse—. No lo entiendo —repetía—. ¿Durante todo este tiempo te has callado que hacías esto?

No podía evitarlo. Tan profundo era su deseo de expresar su inocencia ante lo que estaba viendo que alargó la mano para abrir una de las jaulas.

—¿Por qué están...?

Pero él la cogió de la mano.

—No debes tocar nada. Puedes afectar a la exactitud de los resultados.

—Me da lo mismo —dijo ella y nuevamente apartó su mano. Constance sentía los ojos de los colegas de su marido fijos en ella. Todos deseaban que se esfumara, imaginando a sus propias esposas en aquel oscuro, apestoso mundo. Los hombres miraban fijamente a Joseph también, pidiendo en silencio que tapara aquella brecha en su siniestro secreto.

—Volvamos afuera, querida.

Observada por los hombres, la mujer penetró un poco más en la sala, envuelta por los ecos de las súplicas de los animales enjaulados.

—Están sufriendo terriblemente —dijo.

—Lo más probable es que no sea así. No sufren. Y, desde luego, esas cosas no pueden medirse.

—¿Medir? ¿No puedes verlo con tus propios

ojos? Quizás por eso mantenéis tan bajas las luces.

—Ya basta. Ya basta.

—Barton ¿quién es tu adorable invitada? —gritó alguien. Ella se zafó de la tímida presa de Joseph y se alejó de la voz y su alegre tono, tan poco natural.

De una pared colgaban unas láminas. Esqueletos de humanos y animales como aquellos del libro de Joseph, que éste tanto había deseado enseñar a Angelica. Las láminas se estremecieron por la brisa que ella produjo al pasar. Los hombres deben mantener en orden sus instrumentos: las cuchillas de metal estaban pulcramente colocadas en unos compartimentos de cuero. Ella se habría lanzado sobre las cerradas puertas y hubiera liberado a todos los animales, pero ¿con qué fin? No tenía el valor de matarlos, y seguramente la muerte era el único deseo que aquellos seres aún sentían.

Él llegó a su lado apretando el paso, y la sujetó por los brazos.

—Te advertí que podría confundirte. No son mascotas domésticas. Hoy en día ya no hay ninguna viruela que amenace a Angelica, gracias a este trabajo.

Ella se quedó sin respiración, sintió que su corsé la ahogaba.

—No menciones su nombre en esta sala. Ni lo pienses.

—Baja la voz. Vamos.

Y, con una presa de acero sobre sus brazos, el soldado acompañó a su mujer por el camino por el que había venido, todos los ojos fijos en ella, mientras un gordo y sucio viejo sostenía la puerta y le decía con una sucia y amenazadora voz:

—Quizás en otras circunstancias, señora, en otras circunstancias...

Fuera, en el luminoso patio, ella respiró profundamente para desprenderse del olor y la sensación. Él seguía agarrándola del brazo. A Constance se le revolvió el estómago.

Sus manos habían hecho todo aquello... los cuchillos... la sangre.

—No puedo esperar que comprendas, pero me obedecerás y me respetarás.

—Oh, ¿cómo lo soportas? —respondió ella ante esa absurda dureza.

—No es ninguna carga investigar los beneficios de la ciencia.

La noche anterior tan sólo, aquellas manos habían tocado su desnudo cuello y hombros, su rostro.

—Hablas como un predicador callejero. ¡Y ese olor! Lo huelo en ti por las noches, aunque supongo que te frotas hasta hacerte sangre para librarte de él. ¿Sabes?, una vez pensé que era el maldito perfume de otra mujer. Hubiera preferido eso. Lo hubiera preferido. Mejor que...

—¿Por qué has venido? ¿Para interrogarme?

—He estado tan ciega...

—No sé lo que estás diciendo y sospecho que tampoco lo sabes tú. Vuelve a casa, Constance, vuelve a casa.

—¿No se te rompe el corazón? ¿En absoluto?

—Vamos. Vuelve a casa.

Ella se marchó, tambaleándose entre los edificios, del patio al callejón, dentro y fuera, hedor y sangre, y hombres de ciencia y muchachitos que corrían a hacer recados. Las puntas de sus dedos, los dedos de su marido le habían dado de comer en la boca.

Él se lo había guardado en secreto. No era extraño. Pero que lo hubiera hecho tan eficientemente arrojaba un poco de luz sobre su persona, revelaba un carácter deformado por el engaño. Habían hablado sobre su trabajo el mismo día en que él le pidió la mano. El mismo día. La había llevado a Hampstead, y en el Heath le había descrito su trabajo como heroico, diciéndole: «¿De veras no hay nadie a quien deba dirigirme, si fuera a pedir tu mano?», y el corazón de la muchacha se detuvo a fin de reunir fuerzas para latir desbocado, y empezó a llorar. Él provocó aquella alegría, ocultándole instantes después lo que hacía cada día a unos seres vivos. La tomó como esposa con aquel laboratorio en su mente. La tomó y creó aquellos malogrados y deformados niños, todo mientras pensaba en las monstruosidades de aquella sala de agonías.

Ella encontró finalmente la última puerta y salió casi corriendo a la calle. El ómnibus esperaba. Él, Joseph, había pasado por delante de Pendleton’s, justo ahí, la había visto a través del cristal, había entrado para depositar monedas en su mano con aquellos dedos ensangrentados. Le había acariciado las mejillas, apretado los pechos, acariciado su vientre... Constance bajó del ómnibus antes de que éste se hubiera detenido y se fue tambaleando hasta la acera, donde se paró y pensó que hasta el olor del estiércol de caballo era agradable. La lluvia cesó.

Unos obreros estaban trabajando en la pavimentación. El sonido de sus martillos resonaba en una plazoleta llena de charcos, barro y aguas residuales. Los ecos de los martillos y luego los ecos de los ecos que rebotaban en los edificios del otro lado producían el ruido de un caballo que galopara impetuosamente pero al mismo tiempo permaneciera quieto, golpeando la tierra con sus enormes cascos, produciendo interminablemente su característico ruido. Sólo entonces oyó los otros cascos, los de un auténtico caballo que avanzaba demasiado deprisa por la calle, sus ojos como tersos globos, el cabriolé del que tiraba se ladeó, moviéndose sobre dos ruedas solamente, y el conductor saltó del pescante. El coche volcó, los arneses se retorcieron y luego el caballo también se cayó, tardando un tiempo extrañamente largo en caer pero, curiosamente, no lo bastante para que una niña que estaba como inconsciente, sin moverse en absoluto, desperdiciando aquel extraño y largo momento manteniéndose allí, de pie, en la fangosa calle, con un pedazo de algo blanco que acababa de recoger del suelo.

El placer de la niña al recuperar aquel trocito de blanco no se desvaneció ni siquiera mientras caía bajo el retorcido, musculoso, embarrado flanco del animal. El pelo le había caído sobre la cara, y Constance tuvo tiempo hasta de dar gracias a Dios por ahorrarle la visión de los redondos ojos de la niña mientras era empujada hacia el suelo, y luego aquella espantosa mole rodaba y caía agitando las patas encima de ella. La niña no pudo gritar, pero otros lo hicieron por ella, aunque al principio los gritos sólo fueron audibles en las escasas pausas que la docena de estruendosos martillos dejaban entre sí, como un caballo más grande galopando sobre la retorcida forma del más pequeño.

El negro ojo del caballo giró en su cuenca, tras las orejeras. Inútilmente movió las patas tratando de levantarse, pero no consiguió más que aplastar sus ijares contra el estiércol, y, bajo aquella reluciente masa de músculos retorcidos, yacía aún la inmóvil niña, boca abajo, su cabecita hundida en los fangosos charcos y agudos bordes del pavimento sin terminar.

Los obreros y el conductor corrieron hacia el caballo, y una mujer al lado de Constance lanzó un grito: «¡Lo ha hecho! ¡Yo lo he visto! ¡La ha empujado!», y apuntó con el dedo a un anciano que se apoyaba en la cerca de madera más próxima a donde la niña había caído. Uno de los obreros oyó las palabras y se lanzó en persecución del viejo, que, ante la acusación, empezó a correr. Constance no pudo soportar más y huyó, y sólo aminoró el paso cuando el accidente y los gritos que lo acompañaban quedaron a varias calles de distancia.

 

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