Angelica

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Tercera parte » Capítulo 5

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arry probablemente se le habría ocurrido algún sarcasmo o un fragmento de Shakespeare sobre el tema, pero Joseph no pensaba contarle sus problemas domésticos a su amigo, ahora padre de tres chicos y marido de una fuerte y cariñosa esposa. Ya era bastante sorprendente que, entre el Laberinto y la sala donde tenían lugar las exhibiciones de boxeo, él y Harry se hubieran detenido en el hogar de los Barton a tomar el té, descubriendo que su hija se encontraba bajo la descuidada vigilancia de la criada y su mujer no aparecía por ninguna parte.

De forma previsible, Harry no parecía preocupado por lo que confundía a Joseph. Inmediatamente se instaló en la banqueta del piano al lado de Angelica y se puso a enseñarle una pieza, aderezándola con una historia, con chistes y voces. «Aquí es donde la Princesita de los Tulipanes se pone a adornar el jardín mágico», dijo y colocó las manos de la niña sobre las teclas correctas. Su tono, además de cautivar a Angelica, indicó a Joseph que Harry no era en absoluto un estúpido. Era envidiable, la naturalidad de su comportamiento y, muy a su estilo, la habilidad de Harry para encantar a una hembra de cualquier edad.

—La Princesita de los Tulipanes tiene que escapar de los duendecillos —dijo.

—Angelica pronto empezará su educación formal —le interrumpió Joseph, que sonaba estirado y absurdo para los oídos de un adulto o los de una niña—. Aprenderá algo de latín en un santiamén.

—¡Oh, tu padre es cruel! —dijo Harry dejando de jugar y cruzándose de brazos.

—¿Sí? ¿Lo eres, papá?

—¡Enviar a una dulce niña como tú a trabajar en esos campos de espinosas declinaciones y soportar todos esos pesados casos! Las dolorosas heridas que yo sigo sufriendo por culpa del ablativo. ¡No es un lugar para mandar a una adorable niña!

—Le irá bien, Harry. El doctor Delacorte está bromeando, niña. —La de vez en cuando envidiable ligereza de Harry se le perdonaba en cualquier situación—. Nora, informa a tu ama de que hemos venido y nos hemos marchado; y que siento mucho su inexplicable ausencia.

—Una niña maravillosa, Joe —dijo Harry cuando volvían bajo la lluvia, ignorando el malhumor de su amigo—. La viva imagen de su madre, ¿no es verdad?

Era sin la menor duda un pequeño duplicado de la belleza de Constance... pequeño y también innegablemente más fresco, la belleza que Constance había tenido antes de que la hubieran ajado unos crueles embarazos. La semejanza era cruel: la niña que crecía para parecerse a la mujer a la que ella había chupado la vida.

Caminaron, pese a la lluvia y el gentío, y Joseph se maravilló de lo fácilmente que Harry había despertado la atención, el respeto y la risa de Angelica. Joseph sólo con esfuerzo podía recordar tres ocasiones en las que hubiera ejercido una parecida influencia sobre su propia hija. «Detengámonos aquí un momento», dijo, inspirado por el escaparate de un taxidermista. («Excelente —convino Harry—. Yo tenía pensado adquirir un león.») Joseph compró, con gesto grave, una mariposa montada y enmarcada, una maravilla de color azul con franjas blancas, un macho de

Polyommatus icarus, seguro de que eso recordaría a Angelica una de aquellas raras ocasiones, el verano pasado, cuando a la pequeña su padre le había parecido un compañero sumamente agradable.

—Creo que Gus disfrutaría bastante prendiendo fuego a esa belleza azul —dijo Harry.

El difunto padre de Joseph tenía el mismo encanto y la misma rapidez de reflejos. A Joseph le sorprendió no haber notado el parecido hasta ahora, cuando tomaron un coche que los llevaría a cenar y luego al boxeo. No tenían nada en común, por supuesto: el padre de Joseph había sido un extranjero, un italiano que aún llevaba el apellido Bartone (abreviado en honor de su hijo, nacido inglés), que había viajado a Inglaterra como un joven que representaba los asuntos de su propio padre, se enamoró de una rosa inglesa y nunca regresó a casa, incluso después de haber enviudado.

«Aquella primera visión que tuve de tu madre, Joe, fue demasiado encantadora para unos ojos mortales —dijo Cario Bartone a su hijo de once años en la habitación que ahora era el salón de Constance—. Era una diosa por la cual mi exilio no resultaba un precio demasiado caro. Quedé perdida, fatalmente hechizado.» Encendió un cigarro, miró el pequeño retrato pintado de la madre de Joseph sobre el escritorio, medio tapado por un vaso para plumas de cuero rojo. «Llevaba flores en el pelo, y, cuando me vio, ensanchó los ojos y ya no me soltó. Yo esperaba volver a Milán. No pude hacerlo. Ya ves, cuando los hombres miran a las mujeres, miran profundamente. En una velada o en el teatro, los ojos de los hombres miran fijamente a su presa. Pero los ojos de las mujeres sólo

exploran, se deslizan, nunca se detienen. Excepto en el caso de las prostitutas, naturalmente, los ojos de las mujeres se deslizan y nos hieren al pasar. Pero, en el caso de tu madre, sus ojos se detuvieron en los míos y me retuvieron.»

El descubrimiento del parecido de Harry con su padre afectó a toda la comida de Joseph. Cada comentario de Harry era algo que su padre podía haber dicho, al igual que cada opinión emitida alegremente, cada chiste, cada apreciación de una forma femenina que pasara. Joseph parecía menos el hijo de su padre que su amigo.

Pero entonces, apenas dos horas más tarde, una extrañísima sensación se apoderó de él. Por la sala de combates se extendía un silencio alucinante: un silencio que procedía de la profundidad de las gargantas de los espectadores, un silencio que retumbaba del puño izquierdo de Crewe y que rompía la mandíbula de Pickett, un silencio ofrecido por los vendedores ambulantes y las chicas que vendían tabaco y las chicas que no vendían tabaco, un silencio que lo tapaba todo por un largo instante, calculado exactamente para permitir a Joseph que se viera a sí mismo como a distancia, como si estuviera examinando la obra de un escultor, y para registrar su sorpresa ante esa visión de sí mismo. Él sostenía la cerveza en su postura habitual, e inequívocamente se parecía a su padre. Podría haber sido el mismo viejo inclinado ligeramente a la izquierda, con el codo del brazo que sostenía la bebida apoyado contra la muñeca del brazo que aguantaba el cigarro. Ésta era, hasta el más mínimo detalle, la postura típica de su padre, con el ángulo de su rostro dirigido al objeto de su atención (no del todo), y la postura de las piernas, en forma de X. En el caso de su padre, eso constituía una agresiva afirmación de presencia, pero en el de Joseph era una imitación carente de sentido convertida en hábito. Joseph, de niño, había imitado esa serie de gestos de Cario Bartone, pero hasta ahora nunca se había dado cuenta de que jamás había dejado de imitarlo, y ahora ya no era ninguna imitación, sino un hecho consolidado. El fantasma de su padre vivía en los miembros de Joseph, porque él tenía ahora la misma edad que su padre tenía al morir.

Y entonces se acabó: Las piernas de Pickett se negaron a ejecutar siquiera la más sencilla de las tareas, y en aquel momento crucial el rugido de la multitud pareció provocar su caída más que recibirla con júbilo. Harry lo celebró, y Joseph bebió de su cerveza. Ganaron dos libras.

El padre de Joe Barton nunca le pedía perdón a su hijo, nunca se excusaba por sus fracasos financieros y morales. La herencia más inglesa de Joseph, el más evidente regalo de su madre, era su incapacidad de vivir como había vivido su padre, y como vivía Harry (su amigo, que ahora dirigía su mirada al fondo de la sala para escoger entre el surtido de acompañantes para la noche). Joseph Barton jamás tendría aquella alegre despreocupación sobre las consecuencias o los costes, y tampoco el ingenio de Harry, que tanto cautivaba incluso a su propia hija. Pero, aunque él no se parecía a su padre en cuanto al estilo o el carácter, no carecía de semejanzas, y esa idea lo afectaba de forma extraña. Su padre nunca le había pedido perdón, pero, con todo, Joseph se le parecía.

Y lo que yo no sé de Joseph Barton es lo más importante para nuestro esfuerzo, ¿verdad? ¿Qué pensaba cuando estaba en compañía? ¿Cómo se comportaba cuando no era observado? La rara, fantástica, naturaleza de tu encargo nunca ha sido más clara para mí que al tratar de pintar, a partir de un difuminado bosquejo a lápiz, este retrato al óleo. Él posa en una oscuridad casi total, iluminado por débiles recuerdos o por las historias contadas por otros, las elaboradas e inverosímiles historias de segunda mano de Harry Delacorte.

«Son encantadoras, unas hechiceras, hijo mío.» Padre e hijo cruzaban el parque en una calesa descubierta. Joseph tendría quizás ocho, quizás doce años, no podía recordarlo con seguridad «Así es como los ingleses toman el aire —dijo su padre, tocándose el ala del sombrero y sonriendo a las mujeres que pasaban (en carruaje o andando) con un teatral, aunque despreocupado—: ¿Cómo está usted,

signorina?», indiferente a, o poco familiarizado con, las distinciones de rango, una generosa distribución del mucho afecto que sentía hacia esta nación, esa isla llena de hechiceras. «Fíjate en ésa de ahí, Joe, cómo vuelve la cabeza hacia un lado. Nos está mostrando su cuello, quiere que lo miremos y nos sintamos atraídos por él. ¡Agárrate al pomo de la puerta! Hay que ser fuerte.» El muchacho hizo lo que le decían —debía de tener sólo ocho años— y pronto estuvieron fuera de peligro, por el momento. «Ésa nos hubiera atrapado, desde luego. Los hechizos que lanzan son muchos.»

Su padre contemplaba el mundo desde extraños ángulos, justo por encima de la cabeza de Joseph, justo a su lado. Las mujeres reflejadas en los espejos y escaparates se inmiscuían en todas sus conversaciones, incluso aunque su padre no las mencionara. Él observaba, sin ser visto y respirando profundamente, el humo de su cigarro saliendo de su boca en alargadas y tenues volutas que señalaban su marcha, junto con las esperanzas de Joseph cuando salían de un café o un restaurante, y dejaban a Cario con un chico como toda compañía. Su padre se mordía la punta de la lengua, con la cabeza inclinada para vigilar su poco curiosa y lamentable huida, su cigarro sujeto a un lado, la conversación del chico casi inaudible.

Pero dentro de casa, en Hixton Street, sólo hablaba una mujer, la Calipso que había atado a Cario a esta isla, la mujer que había muerto trayendo a su único hijo al mundo, su hijo inglés. «Llevo observando a estos ingleses durante años, Joe. Yo no soy uno de ellos, pero tú sí. Tú hablas como ellos. Tú harás grandes conquistas para Inglaterra, eso decide la cuestión para ellos. Escucha.»

Su padre levantó un libro de su escritorio, lo abrió por la página que acababa de leer y que le había llamado la atención tanto que había llamado a su hijo de catorce años para que escuchara:

—«Los ingleses salen a caballo la mañana de su juventud hasta los rincones más alejados de la tierra y entonces, como si un muelle tirara de su corazón, son llevados velozmente a casa, hasta un mundo interior del que nada sabían antes de irse, se ven inmersos otra vez en los brazos de Inglaterra, aún más profundamente, en una casa de campo, y finalmente, a lo más profundo de todo, un rincón de su estudio, con un globo terráqueo sobre el escritorio, que les muestra todas las partes del mundo que una vez conquistaron.» ¿Lo ves, Joe?

Sin madre, y habitualmente sin padre, Joseph fue criado por su niñera italiana, Angelica, a la cual Cario confiaba todas sus decisiones sobre el niño, sometiéndose a ella incluso cuando, en raras ocasiones, tenía una opinión. Nunca silenciosa, y a menudo insubordinada con su señor, era Angelica la que cuidaba del recién nacido Joseph, le daba de comer, lo lavaba, lo vestía, le leía, lo acostaba. Era ella la que le enseñaba su religión y lo llevaba a la iglesia. Y era ella la que le pegaba y le reñía: «¿Qué va a pensar tu pobre madre en el cielo, cuando vea que te comportas así?» Y era ella la que movía negativamente la cabeza y no ocultaba su disgusto siempre que Cario salía de la casa solo. «Tu padre es un hombre muy grande», le decía, a veces con auténtico entusiasmo. «Tu padre es un monstruo», decía también con más emoción.

Él había posado ante un espejo para practicar la erguida postura de su padre. El recuerdo acudía a él ahora, y cerró los ojos al boxeo para recordar el hecho con más claridad. Se encontraba de pie ante el espejo del vestidor de su padre (el suyo ahora) y sostenía uno de los cigarros de su padre sin encender, y giraba la cabeza, poniéndose de perfil frente al espejo, cerraba los ojos ligeramente y miraba por encima de la nariz y hacia un lado, como si mirase a una florista. «¿Cómo está usted,

signorina», entonaba.»

No descubrió a su guardiana, de pie, junto al tapiz hasta el momento en que ella habló: «Eres un sucio miserable, y arderás en el Infierno por toda la eternidad.» Fue azotado, se le negó la cena, se le negó compañía y quedó encerrado en su dormitorio. No podía recordar, mientras miraba el combate de boxeo, lo que había pensado de ese castigo en aquella época. Recordaba, sí, el terror y el aislamiento, recordaba el llanto y la preocupación, y haber gritado para que Angelica lo perdonara. Pero no podía recordar si fue consciente de lo que había hecho para verse separado de ella, una compañía que, a esa edad, aún anhelaba. Esa noche, pensando en aquel hecho, comprendió su reacción. Ella jamás podría haber perdonado a su padre, ni ningún parecido entre padre e hijo, y habría despreciado la visión de Joseph imitándolo. «No es así como se comportan los ingleses», decía ella repetidamente a Joseph sobre la conducta de su padre; sin embargo, de no ser por el imperdonable comportamiento de su padre, él nunca podría haber sido un inglés. Las mentiras de su padre protegían a Joseph, lo situaban en un camino mejor que aquel que, en otro caso, hubiera seguido. Por encima de todo, debía perdonarlo.

Pero entonces algún estúpido demasiado bebido derramó su whisky por la pechera de Joseph, y un pestazo como a latón y petróleo le quemó la nariz a Joseph y le picó en la garganta. No había bebido ese mejunje desde el Ejército. Ni siquiera el abundante humo del cigarro fue suficiente para dispersar las punzantes vaharadas, y para cuando llegaron a casa en el coche de Harry, aquél era el único olor en todo Londres, eclipsaba tanto el de los jardines como el de los albañales.

En la oscuridad que reinaba entre el vestíbulo y las escaleras, se golpeó la cadera contra la esquina del macizo escritorio que Constance había insistido en colocar en ese estrecho espacio. Una enorme masa de oscura madera, que aplastaba la alfombra, tapando el oscuro aparador que había tras ella, que guardaba platos en su oscura barriga y mostraba algunos más en su oscura superficie. Y, sin embargo, frotándose la cadera y lanzando maldiciones en la oscuridad, Joseph casi podía ver el escritorio clásico de madera resinosa de su padre, que antaño había ocupado el mismo lugar. Podía evocar aquel anterior residente y sus accesorios... Un moteado tintero de estaño; plumas en su vaso: cortapapeles de mango de ébano; una caja de piel de forma trapezoidal para monedas; y el retrato, en su marco de carey. «Mírala, Joe. Ella habría pensado que tú eres un príncipe increíble. Ella era un ángel del cielo. Rezo por tener la suerte de visitarla una vez cada siglo durante mi larga residencia en el otro lugar.» Muy probablemente era cierto, pero, en aquella época, Joseph aseguró a su envejecido padre que él probablemente estaría al lado de su dama, que ésta para entonces habría sin duda hechizado al ángel que anota las buenas y malas acciones, para que ignorara esto y aquello, y habría encargado a los celestiales carpinteros un confidente de nácar para ellos dos.

Su ruidosa entrada hizo que se encendiera una lámpara, y apareció Nora en la puerta de la cocina, bien para irse a la cama o despertándose para sus tareas matinales. En todo caso, tras haberse asegurado de que el ruido era sólo su señor, se dio la vuelta, y Joseph observó a la cada vez más tenue luz (que se apagaba a medida que ella se retiraba) cómo se desataban los cordones de su delantal a sus espaldas. Los cordones eran desanudados y se separaban uno del otro, en una lenta, intrincada coreografía, por encima y por debajo, dos serpientes que se separaban tras haberse enmarañado en el abrazo vital, siguiendo su propio camino alrededor de las anchas caderas de Nora mientras ésta desaparecía en la cocina, y Joseph sentía un estremecimiento de deseo.

¿Por ella? ¿Por Nora? ¿Aquella gorda irlandesa que desprendía tras de sí el aroma de mantequilla rancia cuando pasaba? Las semejanzas con su padre habían pasado de lo evocador a lo extravagante. Ese creciente deseo, totalmente insensato, diariamente lo sorprendía por su intensidad y falta de lógica. Era pura biología, algo con lo que había que contar, desde luego, independiente de la voluntad o el espíritu o (en este caso) incluso la belleza. Deseo inhumano que flotaba libremente entre los humanos, formando duraderas o efímeras corrientes entre los polos, completamente al azar o para propósitos nada claros. Su padre se había sometido alegremente a esas leyes mientras Joseph trataba de resistirse. Con diferentes grados de éxito. La locura de la carne bullía por debajo de nuestros esfuerzos por cubrirla con una rígida moral y edulcorada ética. Aun oculta, sin embargo, la carne no dejaba de hablar y fijarse en lo que decía toda la carne que la rodeaba, en un lenguaje indiferente e inaudible a los oídos humanos. ¡De todos los miembros de la especie, verse afectado así por Nora! Si ella podía excitarlo, ¿quién no?

«¡Cómo te pareces a tu padre! ¡Qué vergüenza! —habría dicho la primera Angelica—. Tu madre está en alguna parte llorando al ver cómo te comportas.»

De hecho, ella le había dicho estas palabras a él, en su habitación, recordó Joseph, después de que padre e hijo regresaran de una noche de aventuras, que incluyó una visita, la primera de Joseph, a una casa de Warren Street. Joseph, de quince años, no había dicho ni una palabra de ello, pero de alguna manera Angelica lo sabía todo.

Esa noche él se encontraba en la misma habitación y depositaba su regalo para Angelica a la cabecera de su cama, la mariposa azul y blanca dentro de su marco. Se sentó un rato al lado de ella. Su tocaya solía sentarse a su cabecera en esa habitación, sosegándolo con canciones hasta que se dormía y acariciándolo cuando tenía miedo.

Una vez arriba se quitó sus ropas manchadas de dorado whisky. La habitación estaba negra y en silencio, excepto por la respiración que se oía detrás de las cortinas de la cama. Desnudo, apartó las colgaduras, y a la pálida luz de la lámpara del techo fue descubriendo lentamente la silueta de Constance contra la almohada. Ella lo despreciaba. Había roto con él. Vivía para Angelica y nada más, como su Angelica había vivido antaño sólo para él.

Se quedó desnudo en un lado de la cama. Allí yacía ella, el premio de su paz, su belleza. Allí yacía. Había pasado de soñar con poseer una mujer a recordar esa posesión con ardor, y entre esas dos vastas extensiones de deseo y recuerdos, el efímero instante de la posesión. Se echó a su lado, pero, impulsado tanto porque era lo debido como por el deseo, en cuanto hubo tocado su dormida forma, ella dejó escapar un grito de angustia o de disgusto, apartó las ropas de la cama de un puntapié, y, medio dormida, se escapó de él.

 

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