Angel

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Sexta parte » I

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I

La nieve envolvía Paradise House, ascendía en ráfagas hasta los alféizares inferiores. Marvell tenía que cavar un camino todas las mañanas para atender el fuego. Los gatos no podían o no querían salir y Angel hizo que les trajeran cenizas e instaló la parrilla vacía de la chimenea en una de las habitaciones que no estaban amuebladas.

—Huele como la jaula del tigre en el zoo —gruñó Marvell.

Antes del anochecer volvía a su habitación congestionada para freír un arenque ahumado o meter los dedos en un tarro de cebollas en salmuera. Las tres mujeres ancianas estaban solas en la casa. La nieve les había recluido. Por la mañana se reanudaban las ventiscas y las huellas de Marvell a través del patio quedaban cubiertas: sobre todas las ventanas heladas crecían delicadamente helechos; de los canalones colgaban carámbanos.

Nora tenía las manos hinchadas por los sabañones, pero Angel parecía no advertir el frío; el chal se le resbalaba de los hombros sin que se percatase; a menudo dejaba que el fuego se extinguiera mientras soñaba sentada junto a él.

—Tenía que venir en un momento así, la nieve —dijo quejumbrosamente una mañana. Lord Norley había muerto por fin y había legado una gran parte de su fortuna a Nora, y Angel estaba impaciente por salir a gastarla. Dijo que los gastos funerarios, las donaciones caritativas, la pensión anual de la señora Warren, otros recuerdos y amabilidades, las muestras de gratitud y los viejos sirvientes atendidos en el testamento habían limado una porción sustanciosa del dinero de la pobre Nora.

—¿Y de qué sirve la sangre si no es más densa que el agua? —preguntó—. No nos calentará a nosotras. Pero la señora Warren, por ejemplo, puede estar ociosa durante el resto de su vida, y cada viejo amigote que alguna vez le saludó con el sombrero a tu tío tiene un bonito y sustancioso cheque para refrescarse la memoria del suceso; la caridad empieza por los confines más lejanos del mundo, al parecer.

Mientras la nevada continuaba, pájaros que hasta entonces habían tenido miedo de acercarse a la casa rebosante de gatos se aproximaron en busca de cobijo y con esperanza de alimento; imprimían en la terraza sus pisadas semejantes a la forma de una daga y empujaban la nieve sobre los alféizares. Contra la blancura del jardín, los muros de piedra de la casa eran tan oscuros como el plomo; se elevaba un humo de dos de las chimeneas que decoloraba el pálido cielo gris. Los días parecían largos, las noches más aún. Pasaban el tiempo haciendo planes de viajes para cuando llegase la primavera.

La tos de Angel empeoraba, pero ella parecía no hacerle caso; después de cada acceso se secaba calmosamente los ojos y se arrellanaba cómodamente en su asiento. Se negó a que la viese el médico y, cuando este visitó a Nora, se encerró en el salón gélido hasta que él se fue, tocando el piano o mirando la rosaleda sepultada, el triste paisaje monocromo: hierbajos, rosas, todo había desaparecido, solo ramas espinosas interrumpían la nieve, serpenteaban a través de la blancura como alambre de espino. Una vez se encontró con el médico por casualidad, antes de que él pudiera llegar a la puerta del salón. Envalentonado por la inquietud de Nora, le dijo que pensaba que sería sensato que le permitiera examinarle el pecho. La indignación de Angel, como ante una proposición sumamente indelicada, le provocó una tos más violenta que nunca. Subió corriendo las escaleras para huir del doctor.

Marvell entabló conversación con él antes de que se fuese. Había estado fingiendo que despejaba el camino para que el coche pudiese girar, y se alegró de apoyarse en la pala durante un momento y poder hablar con otro hombre, como una variación. Angel iba y venía por los pasillos, frotándose las manos más de impaciencia que de frío, y Bola de Seda, su gato favorito, corría junto a ella.

Se sentía indispuesta e intranquila, con una sensación de enfermedad; tenía un gusto amargo de ansiedad en la boca y no podía razonar consigo misma ni acallar sus aprensiones. Oyó el automóvil del médico que se alejaba, y la casona en sombras quedó sumida en el silencio. «Todo es precario», pensó de repente; luego se preguntó qué significaban aquellas palabras y por qué se le habían pasado por la cabeza.

Habló más que de costumbre durante el almuerzo, tratando de sofocar el temor persistente que sentía, y después, cuando Nora subió a su habitación a descansar, se notó demasiado agitada para sentarse sola, así que se puso una capa pesada y salió al jardín en busca de Marvell. El silencio era muy extraño: no se oía nada más que el crujido de la nieve al romperse cuando ella la pisaba; veía su propio aliento saliendo de la boca, y unos copos blandos revolotearon alrededor y se le posaron en el pelo. Bola de Seda la seguía, avanzando con recelo y repugnancia por el suelo nevado.

Marvell, que no esperaba ser descubierto con un clima semejante, se había tomado la tarde libre y estaba confortablemente instalado en su cuchitril, limpiando la escopeta.

—¿Ha terminado el trabajo de hoy? —inquirió Angel.

—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Cortar el césped o salir a recoger fresas? Mejor sería que no anduviese a la intemperie con ese catarro. He estado hablando de usted con el médico esta mañana. «La tos de la señora es crónica», me ha dicho. Son sus mismas palabras. Cama y medicina es lo que le hace falta, en vez de andar por ahí con este frío.

Levantó el arma a la luz y miró con un ojo entornado a lo largo de los cañones.

—¡Qué sucio tiene todo esto! —dijo Angel, mirando con desprecio alrededor. Tengo miedo, pensó de repente. Pero no había nada de que asustarse; ni siquiera de la pobreza ya. He recorrido un largo camino, se dijo a sí misma, y he hecho lo que he querido y no hay nada que temer.

—Si usted no se preocupa de sí misma, alguien tiene que hacerlo —estaba diciendo Marvell. Devolvió la escopeta a su funda tan tiernamente como si estuviese acostando a un bebé en la cuna.

Ella recordó que Esmé llamaba «Niñera» a Marvell, y sonrió.

—Se está volviendo preocupadizo con los años —dijo ella.

—Usted tampoco es una chavala.

La observó furtivamente para ver si ella pasaba por alto sus palabras o se entregaba a uno de sus arrebatos y una vez más le comunicaba que estaba despedido. Pero ella se limitó a decir:

—Todos nos estamos haciendo viejos.

Y suspiró; impropio de ella, pensó él, y lamentó lo que había dicho.

—¿Quién es esta? —preguntó Angel, cogiendo una foto antigua de la repisa de la chimenea.

—Mi tía —respondió él, entornando los ojos y observando a Angel.

—¿Y este?

—Yo —agregó, innecesariamente—. De bebé.

—Un bebé muy bonito —dijo ella, con indiferencia.

—Gracias, señora.

Los copos de nieve bajaban más aprisa del cielo declinante, y algunos se adosaban al cristal de la ventana y se derretían lentamente.

—Ahora váyase a casa —dijo Marvell—. Nevará toda la noche, una vez que ha empezado. Aunque quizá sea mejor que la acompañe y le llene de carbón la cocina de esa vieja chiflada. Póngase esto en la cabeza.

Le tendió un periódico. Ella abandonó el cuartito con bastante desgana y los dos emprendieron el camino hacia la casa. Cuando hablaban, los copos les entraban en la boca. Angel sujetaba el periódico sobre la cabeza y caminaba despacio, con la nieve en la cara, por lo que mantenía los párpados bajos. A veces daba un traspiés y él le gritaba: «¡Tranquila!», y la agarraba del brazo un momento.

Al llegar a la casa se separaron, por hábito; ella se encaminó lentamente hacia la entrada principal; él se dirigió renqueando hacia la entrada trasera.

Nora estaba esperando en la biblioteca, llena de reproches.

—¡Estás calada! —la reprendió—. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Me sentía sola —contestó Angel, y sus propias palabras la asombraron.

—Creo que deberías ir derecha a la cama.

—Oh, no, no, no. La casa es como una cárcel con este tiempo. —Nora había pensado muchas veces lo mismo, pero no lo había dicho.

Cuando Bessie entró con el té, las dos estaban de pie como niñas, mirando por la ventana los remolinos de copos; descendían cada vez más rápido; el mundo parecía enloquecido por la nieve que espesaba: pero para cuando oscureció, la nevada había adquirido un ritmo más inclemente. Las huellas impresas durante el día quedaron borradas, y entonces, demasiado tarde, Angel se acordó de Bola de Seda.

—No ha vuelto conmigo —dijo, levantándose rápidamente de la silla.

—Debe de haberse ido con Marvell —dijo Nora.

Registraron la casa, llamándole por los pasillos, y Angel golpeando con una cuchara contra el borde de un plato de hojalata; abrieron de par en par una puerta tras otra e hicieron preguntas insensatas a los demás gatos.

—¡No puede quedarse fuera con toda esta nieve! —dijo Angel.

—En seguida vendrá a maullar a la puerta, ya verás.

—Ya sabes lo delicado que es.

A pesar de las protestas de Nora, Angel quitó la cadena de la puerta principal y salió gritando y tosiendo al aire frío y penetrante luz que salía de la casa, la blancura de fuera era cegadora y los escalones eran una tersa rampa ininterrumpida. Las huellas de sus pisadas de esa tarde habían desaparecido, y las del gato, más superficiales, debían de haber sido cubiertas mucho tiempo antes. Desde allí gritó una y otra vez el nombre de Bola de Seda, y Nora la llamaba a ella desde el vestíbulo.

—He sabido todo el día que iba a suceder algo terrible —dijo Angel, cuando por fin desistió de la búsqueda y cerró la puerta—. Por eso he salido esta tarde.

—Que salieras ha sido la causa de que sucediera.

Y hará que suceda alguna cosa más, pensó Nora, mirando preocupada las mejillas excesivamente relucientes de Angel.

Hubo otra larga vigilia delante de la puerta hasta que Nora consiguió convencerla de que se fuera a acostar, pero se alegró de encontrarse en la cama cuando por fin le obedeció; la frente le palpitaba y le ardía, y sus miembros parecían demasiado pesados para que la cama pudiera sostenerlos: el lecho volaba ligero como un pájaro por el espacio.

Se despertó por la noche y oyó al gato gimiendo en el jardín. Como una madre cuya inquietud concluye de pronto, sintió tanto enfado como alivio. Sabía que vendría, pensó, mientras retiraba de golpe la ropa de la cama y ponía los pies, algo aturdida, en la fría madera del suelo.

En la cima de la escalera le venció el vértigo; se agarró a la barandilla y tuvo miedo de mirar abajo o descender. Presintió el pozo oscuro del vestíbulo como un vacío en el que fatalmente iba a precipitarse; descendió a tientas, como si cada peldaño representara un nuevo riesgo.

Al cabo de días de silencio, la noche se había vuelto ruidosa. El viento se había levantado, fustigando la casa, dando tirones y succionando puertas y ventanas. Fuera, los árboles crujían como si unos gigantes se estuvieran columpiando de sus ramas.

Exploró con las manos las paredes frías, tanteando en busca de los interruptores de la luz y, cuando los encontró, pensó: «O sea, que así es el vestíbulo en plena noche». Su aspecto ordinario resultaba extraño: estaba simplemente esperando la mañana.

Cuando abrió la puerta principal irrumpió el viento. Había dejado de nevar. El cielo estaba raído como ante desgastado, con estrellas desperdigadas en desorden. Al otro extremo de la cuña de luz, el gato caminaba hacia ella, retozón, aunque consciente de su culpa; la cola y la mirada se movían; tenía nieve en los bigotes; su maullido suave expresaba a la vez malhumor y gratitud.

No tuvo fuerzas para regañarle; se preguntó cómo podría, con la cabeza tan ardiente y confusa, realizar el trayecto de regreso a su dormitorio. Cuando inició la ascensión de la escalera, el gato, ahora bastante malicioso y benigno, saltó tras ella, sacudiéndose del pelaje la nieve fundida. Ella llegó por fin a la cama y se tapó con los fríos cobertores, y el gato mojado se sentó sobre la almohada, entre los cabellos revueltos de Angel, y empezó a limpiarse metódicamente sus zarpas heladas.

 

Nora solo pudo intuir lo que había acontecido la noche anterior por la puerta sin las cadenas, la luz encendida en el vestíbulo y Bola de Seda dormido sobre el hombro de Angel. Esta, por su parte, no hacía más que mover la cabeza en la almohada y murmurar en su delirio.

Marvell, cuando fueron a buscarle, tuvo la misma reacción que Angel con el gato y, fuera de sí por el miedo, solo acertaba a encontrar palabras insultantes. Nunca había trabajado como esa mañana hasta que llegó el médico: la tarea de despejar un camino para el coche le sirvió de desahogo. El doctor tuvo que recorrer a pie los últimos cien metros, hundiéndose a veces hasta la rodilla en los ventisqueros. Marvell salió a su encuentro: se abrieron paso con dificultad el uno hacia el otro, como los últimos supervivientes en una región polar, y Marvell gritaba por encima del viento ululante antes de que el otro pudiera oírle.

—No ha sido porque yo no se lo haya dicho, a esa idiota testaruda. «No salga —le dije—. Usted sabe tan bien como yo que tiene el pecho débil». Y bien, ¿qué ha atrapado? Una neumonía, doctor, se lo digo yo. «Es neumonía —le he dicho—, y la culpa es suya». «Se ha vuelto preocupadizo con los años», me dijo ella, y yo le dije: «Alguien tiene que preocuparse». Por su puñetera terquedad ha sido, y pienso decírselo a la cara, No soy de los que me muerdo la lengua con ella.

Durante unos instantes avanzaron por la nieve en silencio. Luego Marvell dijo:

—Es fuerte como una mula, ¿sabe?

Y empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas.

 

Esa noche, Bola de Seda, expulsado por el médico, volvió furtivamente a la cama de Angel. Sentada junto al fuego, Nora, con ropa de día, no tuvo ánimos para espantarle, porque Angel volvió la mejilla hacia él con una expresión de paz y consuelo en su semblante. O por lo menos eso le pareció a Nora, que procuraba encontrar signos de que Angel seguía siendo consciente de las cosas.

El fuego ardía monótonamente y a veces el humo era devuelto a la habitación, como si la chimenea húmeda no pudiese admitir más. Al cabo de un rato, cuando la respiración de Angel sonaba más regular, Nora apagó la luz y, con el pie gotoso apoyado sobre un taburete, trató de conciliar el sueño. Hacia el amanecer le despertaron los jadeos de Angel intentando respirar y queriendo incorporarse de sus altas almohadas, y Nora cruzó cojeando el dormitorio, se arrodilló junto a ella y descansó la mejilla húmeda en su mano.

Angel no sentía nada. La alcoba le resultaba totalmente extraña; se desplazaba y giraba, y ella estaba envuelta en la negrura; ni un destello de luz desde ninguna dirección la ayudaba a reconocer dónde se encontraba.

Tenía que haber una ventana en alguna parte, pensó con terror. Si pudiese comprender dónde estaba, podría recordar quién era; pero estaba perdida, aislada, sin identidad. Súbitamente se le ocurrió pensar que estaba muerta; el corazón retumbaba en su cuerpo y Nora notó el sudor que le circulaba por la cara interna del brazo, corriendo desde la muñeca hasta la palma de la mano. Luego Angel tuvo la impresión de que no estaba muerta, sino que había retornado al principio de todo. Va a volver a desfilar toda mi vida, pensó. Pronto amanecería y se oiría el traqueteo de las narrias sobre el Butts adoquinado, rumbo a la entrada de la cervecería; las sirenas de la fábrica pitarían y los hombres se pondrían en camino hacia el trabajo por Volunteer Street.

Nora le enjugó con una esponja el sudor de la frente y luego inclinó más la cabeza al ver que movía los labios.

—¿Dónde estás? —preguntó suavemente, como a un niño con sueño.

—Pues en casa, con Nora y Bola de Seda, el gato travieso, en Paradise House.

El pánico se disipó. Angel se sintió colmada de alivio. Comprendió que no iba a revivirlo todo; en definitiva estaba en su casa, en su propia cama, con toda su vida a la espalda.

—Soy Angel Deverell —dijo, y las palabras fueron muy sonoras y triunfales y resonaron por toda la habitación. Nora no oyó nada porque nada había sido dicho. Estrechó a Angel en sus brazos hasta que supo que había muerto. El gato saltó de la cama, fue a la puerta y maulló para que se la abrieran. Miró a Nora y bostezó; pero pareció un bostezo fingido, como si estuviese asustado y simulara que estaba aburrido.

 

La nieve, como si ya hubiera hecho lo peor, se tornó más fina y se fundió. Nora, que no pudo asistir al entierro, estaba sentada en la biblioteca, con la pierna recostada en un taburete y un cajón lleno de papeles sobre una silla, a su lado. Había presenciado la partida del coche fúnebre y el viejo automóvil; había visto a Marvell, en antigua librea, que no había lucido desde los tiempos en que llevaba a Esmé a las carreras, y a Clive Fennelly, que había llegado de improviso, tras leer en The Times la nota necrológica: «Una novelista eduardiana». La señora Baines había enviado una corona que Nora había fingido no ver.

No le gustará eso, pensó, cuando sacaban el féretro para introducirlo en el vehículo. Reposar en aquel cementerio entre cadáveres.

Pensamientos extraños bullían en su cerebro. Estaba un poco achispada por la copa de brandy que Clive le había hecho beber antes de marcharse. A veces, particularmente en el momento en que los automóviles se habían alejado y una nube de pétalos amarillos de las coronas se había diseminado por el techo del coche fúnebre, oía un sonido como si le estuviesen introduciendo estacas en la cabeza. Intentó entretenerse con el cajón de papeles, cartas y viejos manuscritos, pero deseaba que Clive volviese pronto. Harta de su pesadumbre ahora, con la boca abolsada e hinchada de tanto llorar, exhalaba grandes suspiros, como si cada uno acompañase a su último aliento, el último que se tomase la molestia de expeler.

Cuando Clive regresó, llegó con él un cambio irrevocable. Nora no pudo creer que la cosa terrible estuviese ya hecha, y al principio rehuía a Clive como si él hubiera participado de forma culpable en la ceremonia.

—¿Quién ha ido? —preguntó tímidamente al cabo de un rato.

—Su médico; una tal señora Baines, según me ha dicho Marvell; Marvell y yo.

Intentó hacer que pareciese una concurrencia lo más grande posible.

—Y otras personas a quienes no conozco —mintió.

—Rosita Baines no es de las que se mantienen apartadas de todo —dijo Nora—. Pero usted ha sido muy amable al venir —añadió rápidamente—. ¡Qué extraño final! Una vez imaginé que la enterrarían en la abadía de Westminster, como el cielo sabe que deberían haber hecho.

—¿No se quedará usted sola aquí? —preguntó él, procurando poner término a este curso de reflexiones.

—No.

Ella recorrió la habitación con la mirada, como si fuese una persona de la que pronto huiría.

—Cuando me encuentre mejor quizá me vaya al extranjero. Tengo dinero, ya sabe, heredado de mi difunto tío, y puedo hacer lo que me apetezca.

Se inclinó, cogió varias páginas escritas del cajón y se las entregó.

—He encontrado un testamento esta tarde; debe de haberlo esbozado hace mucho tiempo y no está acabado ni firmado por testigos. Nunca fue muy práctica, y no había manera de hablar con ella de la muerte. Era desagradable para ella, ¿comprende?

Clive cogió los papeles y empezó a leer el borrador del testamento, garabateado con ácida tinta verde. «Yo, Angelica Howe-Nevinson, viuda del difunto Esmé Howe-Nevinson, declaro que la presente es mi última voluntad y testamento, por lo que quedan revocados todos los demás hechos por mí, y lego todos los bienes que posea al morir a mi querida amiga y cuñada Nora Howe-Nevinson. Nombro como albaceas a la mencionada Nora Howe-Nevinson, y conjuntamente con ella a Theodore Gilbright, de Bloomsbury Square, Londres, editor y amigo de toda la vida, que está autorizado para detentar los derechos de autor de mis obras literarias y de toda la correspondencia dirigida por mí a otras personas y que preservará de publicación. Los manuscritos de mis obras los lego al Museo Británico».

Clive miró a Nora y de nuevo los papeles.

—Me entristece leer esto —dijo—, aunque antes ya estaba suficientemente triste.

—«Que los albaceas —leyó— apartarán una suma de dinero para conservar Paradise House tal como se encuentre en el momento de mi —la palabra "muerte" había sido tachada y "fallecimiento" había sido escrita encima—, para que constituya un monumento conmemorativo público y un registro auténtico de mi vida».

—No hay dinero —dijo Nora.

—«A mi chófer, William Marvell, mi automóvil» —siguió leyendo Clive.

Nora se encogió de hombros:

—Las pulseras de granate que le deja a Bessie desaparecieron hace mucho —dijo.

—¿Cuándo cree usted que escribió esto?

—Quizá poco después de morir Esmé.

—¿Y su editor, ese Gilbright?

—Ahora es un anciano, demasiado viejo para viajar.

—¿Qué ocurrirá con la casa?

—No estaré aquí para verlo.

Él recordó otras casas en ruinas que en ocasiones había descubierto en las profundidades del campo, frecuentemente ennegrecidas e incendiadas o simplemente abandonadas, y le habían parecido lugares horribles y obsesionantes. En Paradise House la negligencia había comenzado mucho tiempo atrás. Cuando Nora se fuese, nadie iría a asumir el fardo prodigioso de su decadencia. Sería engullida por el valle, enclaustrada y asfixiada por el crecimiento de las ramas; el exterior se deslizaría en el interior; primero, la hiedra medrando en hendiduras, abriéndose paso por ventanas rotas y piedra derruida: los murciélagos entrarían volando por el montante de abanico vacío y se colgarían de las cornisas del vestíbulo; los hongos se ramificarían desde las paredes, formando brazos fantásticos; blandas telarañas envolverían los postigos. La vegetación tenaz de aquel valle exuberante prevalecería a la postre en la casona.

—No es un lugar para usted —dijo él suavemente, dejando los papeles.

Hubo de pronto un estrépito de pasos en el vestíbulo y Marvell entró con una artesa llena de leños mojados. Nieve derritiéndose goteó de sus botas sobre la alfombra. Amontonó la leña al lado del fuego y cepilló el hogar.

—¿Ha tomado una taza de té? —preguntó Nora.

—Sí, señorita.

—Ahora tenemos que procurar ser valientes. Con el tiempo nos acostumbraremos, ya verá.

Ella sintió que le solicitaban un comentario de este género, pero al hacerlo le temblaron los labios.

Su aflicción invernal cristalizó de nuevo en unas lagrimitas duras.

Marvell parecía taciturno. Intentó firmemente ignorar las palabras de Nora, que parecían destinadas a quebrantarle. No queda nada a lo que acostumbrarse, pensó, mientras cogía el recipiente vacío y abandonaba la biblioteca.

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