Angel

Angel


Primera parte » I

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I

—«… en la vasta acuidad del empíreo…» —leyó la señorita Dawson—. ¿Puedes decirme lo que significa «empíreo»?

—Significa… —contestó Angel. Se humedeció los labios con la lengua. Por la ventana de la clase miró al cielo, más allá de los árboles desnudos—. Significa «el más alto cielo».

—Sí, el cielo —dijo la señorita Dawson con recelo.

Tendió el cuaderno a Angel; se sentía ofuscada. La chica tenía una gran fama de embustera y la señorita Dawson, al recibir su extraña redacción Una tempestad en el mar, la había estudiado cuidadosamente y en actitud prevenida, pues temía haber leído aquello antes o faltado a su obligación de haberlo hecho. Había dedicado una inquieta velada a escudriñar en Pater y Ruskin y otros. Aunque desdeñaba tal prosa ornamental, tales crescendos y aliteraciones, antes de afirmar que se trataba de un texto vulgarmente sobrecargado confiaba en descubrir quién lo había escrito. Lo consultó con la directora, quien también juzgó necesaria la cautela. Era, pensaba, un texto digno de admiración en una chica de quince años; sí es que realmente era obra de una chica de quince años.

—¿Ha escrito alguna vez algo parecido?

—Nada. Una o dos líneas llenas de borrones.

—«El relámpago puso venas y encajes en el cielo» —leyó la directora—. ¿Ha mirado en Oscar Wilde?

—Sí. Y en Walter Pater.

—Tendrá usted que interrogarla. Si se está riendo de nosotras, no será la primera vez.

Cuando se sentía taciturna, Angel era propensa a los desmayos, y en cierta ocasión había contado que en una tarde de invierno la habían seguido desde el colegio por las calles iluminadas por el gas; luego, sin embargo, confesó a un policía que era posible que se hubiera equivocado.

La señorita Dawson la interrogó cuando las otras chicas se fueron a casa. No cree que yo lo haya escrito, pensó Angel, mirando con desprecio a la pequeña mujer nerviosa con quevedos resbaladizos y cabello peinado a lo nido. Si no he sido yo, ¿quién piensa que lo ha escrito? ¿Quién imagina que podría haberlo hecho? Qué manera de pasar la vida —el ajetreo de las clases, la falda llena de tiza, la vuelta a la casa de huéspedes al atardecer para preparar el Shakespeare del día siguiente, cortando hasta la página tal, línea tal, para que no tengamos que leer la palabra «útero».

Miró la clase tediosa, oscurecida, las filas de bancos y largos pupitres, todos los familiares mapas y estampas religiosas. Lo que ahora era su colegio, gobernado tan sin objeto y dedicado a las hijas de los comerciantes locales, había sido en un tiempo una mansión privada, y aquella clase un dormitorio. A menudo, durante las clases insípidas, Angel había intentado imaginarla de nuevo como dormitorio, con las lujosas cortinas corridas, un fuego en la chimenea y un vestido largo de raso blanco sobre una silla, e imaginarse a sí misma en aquel marco, asistida por una doncella que le ajustaba el corsé.

—Bien, espero que sigas redactando así —dijo la señorita Dawson dubitativamente. Mojó la pluma en la tinta roja y escribió «Excelente» al pie del trabajo.

—¿Lees mucho, Angelica?

—No, no leo nunca.

—¿Y por qué no lees?

—No lo encuentro interesante.

—Qué lástima. ¿Y qué haces en tu tiempo libre?

—La mayoría de las veces toco el arpa.

Tampoco me cree ahora, pensó Angel, al ver la mirada de recelo que tensaba el semblante de la señorita Dawson. La ofendía tanto el que no la creyera acerca del arpa —lo cual, efectivamente, no era verdad— como acerca de la redacción que sí había escrito, y por cierto con la mayor naturalidad y rapidez y por un súbito antojo de hacerlo así.

Cuando la señorita Dawson le dio permiso para retirarse, Angel se inclinó con la debida reverencia y corrió abajo, al guardarropa. La escalera estaba muy oscura. Al otro lado del vestíbulo asomaba una luz por una puerta abierta. El invernadero, con sus palmas y eucaliptos, aparecía gris y fantasmal. Todas las otras chicas se habían ido ya a su casa.

El guardarropa había sido en tiempos un gran office. De las perchas que había en él ahora solo colgaban bolsas de zapatos y, en un rincón, la capa con capucha de Angel. Por el agrietado piso de piedra corrían a menudo cucarachas, y había humedad en los muros. La ventana tenía barrotes; a aquella hora del día era un lugar que producía espanto. Las alumnas utilizaban la entrada trasera; entre los helechos había varios limpiabarros, una hilera de cubos de basura, un montón de coque y, siempre, una miríada de babosas de un amarillo pálido.

Desde el camino lateral y la puerta de servicio podían entreverse los espacios de césped y la entrada de carruajes, las ventanas iluminadas e incluso los cuatro cedros. Dos chicas, menores que Angel, esperaban allí, entre los laureles. Angel se ocupaba de llevarlas al colegio y de acompañarlas luego a casa. Sus padres eran clientes de la tienda de comestibles de su madre.

Las dos chiquillas, Gwen y Polly, habían sentido temor mientras esperaban en la oscuridad. El farolero había pasado hacía ya un buen rato y ahora el cielo era de un azul oscuro. En el aire, humoso e inquietante, había un olor de noche.

—He tenido que quedarme para que me cantaran las alabanzas —dijo Angel. Iba poniéndose los guantes de lana mientras se apresuraba por la acera. Gwen y Polly aligeraban el paso a su lado. Bajaron la cuesta, pasaron las calles semicirculares y las hileras de casas georgianas y jardines oscuros llenos de susurrantes hojas muertas.

—Cuando estás en Paradise House —preguntó Polly—, ¿sales alguna vez sola al jardín en la oscuridad?

—Salgo con mi perro, con Trapper. Recorremos todo el jardín. Los alrededores de las cuadras son bastante fantasmales: solo se oye el bufar y el piafar de los caballos.

—¿Son de veras tuyos los caballos?

—Lo serán cuando herede.

—¿Pero quién cuida de ellos ahora?

—Los palafreneros y mozos de cuadra. Hay guardapolvos que cubren el salón y piezas de droguete sobre las alfombras, pero el ama de llaves cuida de que todo esté encerado y reluciente y preparado para cuando pueda irme a vivir allí.

—Es una pena —dijo Polly— que tengas que esperar. ¿Por qué no puedes ir ahora?

—Mi madre perdió la herencia porque se casó con alguien que no era de su clase. Ya no puede volver jamás, así que nunca digáis ni pío a nadie acerca de Paradise House.

—No, claro que no —susurraron ambas al instante, como siempre hacían—. Pero ¿por qué no debemos decir nada? —preguntó Gwen.

—A mi madre se le rompe el corazón si oye hablar de ello. Si se os escapa una palabra en casa y ella llega a enterarse, no respondo de las consecuencias.

—No diremos ni pío —prometió Polly—. ¿Nos seguirás contando lo de los pavos reales blancos?

Escuchaban día tras día la historia de Paradise House. Para ellas era más vivida que las míseras calles a que se veían reducidas las hileras de casas adosadas más cercanas a sus propias casas. Desnudos mecheros de gas ardían en pequeñas tiendas de las esquinas, pero las hileras de casas de ladrillo amarillo estaban oscuras: solo los domingos ardía el gas en aquellas salas de estar, tras las jardineras con helechos y las macetas. Carros de carbón y carretones de barriles de cerveza dejaban oír su estrépito en torno, pero no se veían carruajes. Y, por todas partes, el nauseabundo olor de la fábrica de cerveza de las cercanías; las chicas habían crecido en medio de él y ya no lo percibían.

—¿Nos contarás algo más mañana? —preguntó Polly, deteniéndose junto a la valla de su jardín.

Angel a menudo sentía cierto sobresalto cuando las niñas se paraban en su puerta; en parte porque se había olvidado de ellas, y en parte porque le resultaba demasiado repentino trasladarse de Paradise House a aquel mísero barrio con sus almacenes y fábricas y el gran gasómetro ensimismado.

—Es posible —dijo despreocupadamente.

Las niñas abrieron la verja y le dijeron adiós, pero ella ya había echado a andar, abrigándose con la capa y aligerando el paso, de nuevo inmersa en sus extraños pensamientos.

Hacia la mitad de Volunteer Street había una hilera de tiendas: un local de pescado y patatas fritas de donde salían niños con calientes y grasientas bolsas; una tienda de periódicos; una farmacia cuya luz interior filtraba un débil fulgor a través de tres botellas de líquido rojo y verde y violeta, y coloreaba los boles de vainas de sena y de azufre que reposaban en la ventana. Junto a la pañería, y como última en la fila de comercios, estaba la tienda de comestibles. Eddie Gilkes, el chico de los recados, preparaba un pedido pesando azúcar en unas bolsas rosadas. Estaba en el mostrador; el pedazo de queso a su lado mostraba aquí y allá las sucias huellas de sus dedos. El serrín, al final de la jornada, aparecía esparcido desordenadamente por todo el piso.

Angel hizo caso omiso del saludo de Eddie y desapareció por la puerta del fondo de la tienda. El oscuro vestíbulo estaba atestado de cajas. Había tarros de encurtidos y un barril de vinagre al pie de la escalera. Un olor de tocino y jabón impregnaba las habitaciones del piso superior, el pequeño dormitorio de Angel, frío y mal ventilado, y el luminoso cuarto de estar donde la señora Deverell preparaba tostadas inclinada sobre el fuego.

Sobre el tapete verde de felpilla de la mesa había otro de ganchillo, y la luz brillaba sobre tazas y platillos. El mobiliario atestaba el cuarto, y era difícil abrirse paso entre la mesa y los otros muebles, el sofá de crin, el chiffonier, la máquina de coser a pedal y el armonio. Había fotografías por todas las paredes. La repisa de la chimenea se hallaba revestida de terciopelo con fleco de borlas, y otro fleco de cuentas ocultaba el incandescente mechero Auer.

La señora Deverell se protegía la cara del fuego con una mano, pero tenía las mejillas sonrosadas. Hacía mucho calor en la salita.

—Llegas tarde —dijo.

—No tenía ninguna prisa.

—No has llegado a tiempo para ver a tía Lottie. Ya sabes lo que le gusta verte aquí cuando viene. Te recordé que era su miércoles.

Angel separó las cortinas y apoyó la frente contra el cristal empañado de la ventana.

—¡Qué calor hace aquí! No sé cómo puedes aguantarlo.

Deseaba vivamente estar paseando por el campo, al aire frío en la oscuridad. La realidad de aquel cuarto la exasperaba; la apartó de sí y cerró los ojos. No se atrevía a taparse los oídos con los dedos para dejar de oír a su madre. Había olvidado la visita de su tía y se alegraba de haber logrado eludirla. En tales ocasiones se sentía siempre escudriñada. La hermana de su madre la miraba tan atentamente, la interrogaba tan a fondo acerca de sus amigas y del colegio, especialmente acerca del colegio, cuyos gastos ayudaba a pagar. Las dos hermanas estaban tremendamente impresionadas por el hecho de que Angel se hubiera librado de la escuela pública, en la esquina de la carretera. «Di algo en francés», solían urgirle. Áspera y malhumoradamente, Angel accedía. Ellas no sabían que su acento era atroz, como seguiría siéndolo para el resto de su vida.

«Allons, enfants de la patrie!

Le jour de gloire est arrivé.

Contre nous de la tyrannie

L'étendard sanglant est levé».

«¿No es asombroso?», decían, maravillándose de haber obtenido la contrapartida del valor de su dinero. Angel se preguntaba por qué se sentía utilizada y humillada. Trataba de desviar la curiosidad de su tía; se mostraba vaga y evasiva, y, cuando finalmente la dejaban en paz, se arrodillaba sobre el sofá y miraba a la calle, a las niñas que jugaban al tejo o saltaban a la comba con una cuerda atada al poste de un farol, al lechero despachando jarras de leche, al organillero con su mono.

Las dos hermanas acababan por olvidarla, y Angel escuchaba su charla, las anécdotas de Paradise House, donde la tía Lottie trabajaba como doncella. A veces, como aquel atardecer, no veía la calle bajo su ventana, porque la gran visión de Paradise House oscurecía todo lo demás. Iba descubriendo las habitaciones y galerías; paseaba por los senderos herbosos, entre los tejos y las estatuas.

—Tía Lottie ha traído este pastel de frutas preparado por el cocinero —estaba diciendo la señora Deverell. Lo sacó del hogar reluciente y constelado de grosellas—. Esto demuestra lo mucho que la aprecian allí.

Angel dejó caer las cortinas y fue a la mesa.

Su madre trajo las tostadas y la tetera. Se quedaron de pie detrás de las sillas. «Señor, te agradecemos los alimentos que vamos a tomar», dijo la señora Deverell.

—Puedo hacerte un huevo pasado por agua, si quieres —dijo luego—. Tu tía me ha traído unos cuantos recién puestos que le ha dado el jardinero.

—No, gracias, no tengo hambre —contestó Angel. Hizo que el gato se bajara de la silla y se sentó.

 

Después del té, la señora Deverell bajó a atender la tienda. Había la creencia tácita de que de nada valía enviar a Angel a un colegio privado si al volver a casa había de rebajarse despachando detrás del mostrador. De modo que se quedaba arriba a solas. Su madre le había dado una camisa para festonear, pero ella no había adelantado nada en toda una semana. Cuando daba una o dos puntadas, mantenía la batista muy cerca de los ojos, pero únicamente si estaba sola. Era corta de vista y había decidido ocultarlo. Prefería que le reprocharan cualquier error antes que explicar la razón que lo había motivado y correr el riesgo de que la obligaran a llevar gafas.

Se sentía orgullosa de su aspecto extraño; de hecho, el conjunto de color de su apariencia —ojos verdes, pelo oscuro y piel blanca— era notable y espectacular. Pero sus rasgos eran ya, a los quince años, aviesamente aquilinos; sus dientes eran salientes y el astigmatismo hacía que a veces su visión desenfocara. Estimaba excepcional la belleza de sus manos y, a menudo, como aquella noche, las juntaba y se quedaba contemplándolas durante algunos minutos, extendiéndolas y volviéndolas, mirándolas desde diferentes ángulos, imaginándolas con granates almandinos ceñidos a las muñecas.

—Los granates de la señora le sentarían bien a Angel —había dicho en cierta ocasión tía Lottie; y había añadido luego—: Yo prefiero con mucho los granates a los rubíes.

—Creo que a Angel le van mejor las esmeraldas —dijo la señora Deverell.

A partir de entonces Angel volvía a menudo sobre esta controversia. Unos días elegía las esmeraldas, para que hicieran juego con sus ojos; aquella noche las almandinas, para que iluminaran su piel.

En Paradise House había otra Angelica, la hija de la señora; su nombre, sin embargo, no era abreviado nunca. La tía Lottie, en admiración a su señora y a todo cuanto hacía, había reservado ese nombre para cuando naciera la hija de su hermana. No se consideró en ningún momento nombre masculino alguno, porque la señora no tenía hijos varones. Hasta que Angel fue al colegio y aprendió la ortografía correcta, en casa siempre escribieron su nombre con dos eles.

La Angelica de quien habían tomado el nombre era uno o dos meses mayor que Angel; pero no tan alta, según tía Lottie. Pequeña y obstinada, era una damita de piel blanca y rosa que la tía describía como regordeta. Los granates desmerecerían en sus muñecas. Un collar de aljófares era lo que ella merecía, con su aspecto insulso y sus manos ásperas de muchacho: demasiado montar a caballo y bañar a los perros, pensaba la tía Lottie. Angel, llena de resentimiento hacia aquella chica a quien jamás había visto pero que conocía tan bien, hizo girar sus manos con complacencia, examinando su forma, su palidez.

Cuando los clientes entraban y salían de la tienda, Angel oía abajo la campanilla de la puerta. Muchas mujeres dejaban para el anochecer las compras, a fin de chismorrear un rato mientras sus maridos iban al Garibaldi o al Volunteer. En aquel comercio acogedor pesaba galletas partidas o cortaba limpiamente el queso con el alambre. «No es que yo hubiera querido que las cosas llegaran a tanto». La señora Deverell, por lo general, ya se había enterado. Ella se lo ha buscado, solía decir; o él se lo ha buscado; qué otra cosa podía esperarse —en un mundo en el que los matrimonios no los concertaba la señora Deverell— sino que acabaran de aquella manera, con esposas que para explicar un ojo amoratado inventaban un tropezón contra el armario, o que decían que pagarían un poco de la deuda la semana próxima, y que corrían cada martes a la casa de empeños con la plancha, para recuperarla y volver con ella debajo de la capa el lunes siguiente.

La propia vida de casada de la señora Deverell había sido corta y, vista retrospectivamente, sin mácula. Su marido había visto transcurrir a golpe de tos el escaso año y medio de dicha conyugal. Lo único que Angel conocía de él era su fotografía. Su recuerdo era aún más desvaído que la fotografía, que mostraba a un hombre con aspecto de figura de cera, barba rizada y ropa que le sentaba como un tiro. Angel lo repudiaba como padre. Su valerosa, activa y dispuesta madre lo había olvidado hacía mucho tiempo. Tenía a su hermana, a sus vecinos y a Angel, de quien alardeaba ante ellos. La expresión utilizada para referirse a ella era, en consecuencia, «ese ángel». Era, sin saberlo, un ser solitario.

Lánguida y apática, en sus noches solitarias Angel soñaba: cerraba los ojos y creaba la oscuridad necesaria para que tomara forma Paradise House, acrecentada y embellecida día a día con columnatas y cúpulas, arcadas y escalinatas, más allá de cualesquiera evocaciones que su tía hubiera llegado a proponer. Codiciosamente, y a partir de fotografías y dibujos de los libros de historia, añadía a la mansión detalle tras detalle. «Esto le iría bien a Paradise House» era en ella una fórmula obsesiva que llegó a ser un hábito cotidiano. Le irían bien los pavos reales blancos; le irían bien ciertos retratos de la galería de arte municipal; e igualmente los cedros del colegio. A medida que la mansión crecía, sus habitantes se hacían cada vez más vagos. Angel se apropió del joyero de la señora, de la cama y del marido de la señora. Solo la otra Angelica suponía un obstáculo, un exasperante obstáculo para su imaginación, con su porte hermoso y todos sus perros y caballos. Una y otra vez, mientras vagaba por galerías y jardines, la visión de aquella chica que no tenía lugar en sus sueños se alzaba ante ella y le impedía el paso. El sueño mismo —no se trataba de algo ocioso, sino de una fuerte tensión sobre su capacidad de concentración— acababa por desvanecerse. Entonces abría los ojos y se miraba fijamente las manos, extendiendo los dedos y haciendo girar las muñecas.

Otras veces se veía amenazada por indicios de la verdadera realidad. Su corazón era presa de la alarma, como ante un súbito redoble de tambores, y se ponía de pie de un brinco, asediada por la realidad del cuarto, de su propia cara —que como podía ver no era bella— en el espejo y de los prosaicos sonidos de la tienda. Sabía entonces que se encontraba en su propio medio y que no existía razón alguna para verse a sí misma en otra parte; sabía, además, que se hallaba privada de la posibilidad de salvarse, de la inteligencia o la belleza que brindaban una vía de escape a otras jóvenes mujeres. Su semblante, presa del pánico, se reflejaba ante ella mientras se esforzaba en negar su identidad, y se apartaba lentamente de la verdad arropándose a sí misma con ternuras. Estaba aprendiendo a salir victoriosa frente a la realidad, y la verdad empezaba a traerle sin cuidado.

Aquella noche transcurría sin que Angel tuviera conciencia del paso del tiempo. Vagaba entre rosaledas iluminadas por la luna, cuando oyó a su madre cerrar la tienda, echar con ruido las cadenas de la puerta y subir despacio las escaleras.

Angel era ahora como la chica de un cuadro que se queda dormida graciosamente sobre su costura, con el gato a sus pies, también dormido. La señora Deverell se disponía a levantarse la falda y calentarse durante unos instantes los tobillos, pero el fuego estaba mortecino.

—Oh, me he dormido —dijo Angel, bostezando con languidez.

—Siempre te duermes. Será mejor que te vayas a la cama. —La señora Deverell hizo sonar el atizador sobre las barras de la parrilla y cogió el fuelle.

—Ha venido la señorita Little a por un poco de sosa. Me ha estado contando que la señora Turner, la pobre vieja, murió anoche de hidropesía.

—¡Qué desagradable! —comentó Angel, bostezando hasta las lágrimas. El primero de los bostezos había sido afectado; ahora no podía reprimirlos.

Su madre puso un pequeño cazo de leche sobre la repisa del hogar y tazas y platillos en una bandeja. Pero a ella no se le ocurrió moverse para ayudarla.

A la mañana siguiente Gwen y Polly no esperaban en la verja, como solían, y Angel, indecisa ante ella, vio a la madre de las niñas mirándola en la oscuridad, tras los visillos. Cuando Angel alzó la mirada hacia ella, la mujer se retiró de la ventana. El oscuro tejido de su vestido se fundió con el espacio umbrío del cuarto: solo podía entreverse su rostro descolorido.

Angel empujó la verja de hierro. La mujer, cuando oyó que chirriaba sobre sus goznes, se acercó rápidamente a la ventana, golpeó el cristal con los nudillos y sacudió la cabeza. En su cara había una expresión de recelo y desdén, y Angel, mientras seguía su camino, se preguntaba el porqué de aquella sensación que le había hecho sentirse una chica despreciable. Un tanto preocupada, aligeró el paso para no llegar tarde al colegio, pero al poco alcanzó a ver a otras compañeras que caminaban con indolencia delante de ella.

Nunca había tenido grandes amigas; la mayoría de la gente le parecía irreal. Su carácter reservado y su fama de vanidosa la hacían impopular, y sin embargo había veces en que, a causa de cierto desasosiego, anhelaba desesperadamente hacerse un nombre, distinguirse, hablar —como ella lo consideraba— en un plano de igualdad; pero jamás se había visto a sí misma en un plano de igualdad con nadie, y en consecuencia iba de la condescendencia a la conciliación, y hacía lo que sus compañeras llamaban «comentarios personales» e improvisaba adulaciones que ofendían a las interesadas.

Las charlas solían apagarse cuando ella se acercaba, y aquella mañana, al alcanzar a Ellie y a Beattie, dos chicas de su edad, se topó con esa suerte de silencio terco que exhorta a pasar de largo a quien se acerca.

—¿Llegamos tarde? —preguntó, con afectada falta de resuello.

—Pensábamos que no —contestó Ellie.

—Pero si crees que sí llegas tarde, date prisa —dijo Beattie.

Angel aminoró el paso para caminar a su lado. Empezó a hablar del colegio, pero no obtuvo respuesta. Se trataba de un tema menos interesante que el que sus compañeras acababan de dejar.

Cuando Ellie se detuvo junto a la cerca para atarse el cordón de una bota, Angel se quedó a un lado y alabó la pequeñez de sus pies.

—No son más pequeños que los tuyos —dijo Ellie, hosca.

Angel se miró los pies, y pareció sorprenderse al comprobar que era cierto.

—Lo que quieres decir, supongo, es que piensas que son pequeños para —dijo Ellie, y Beattie rompió a reír de pronto.

Al cabo de un silencio largo, Beattie comentó con aire pensativo:

—¿Así que se decidió por el merino crema?

Con ello daba a entender que la presencia de Angel no alteraba en absoluto la conversación que había interrumpido; la reanudaron, pues, aunque con misteriosas referencias que impedían que Angel tomara parte en ella. Ciertamente habían estado comentando la boda de la hermana de Ellie, pero con conjeturas más íntimas que las relativas a su ajuar.

—Bien, te estaba contando lo que dijo Cyril de la pelliza gris…

—Sí.

—Bien…

Bajó la voz y ambas rieron. Angel trató de aparentar que la conversación no la afectaba. Despreciaba su excitación respecto a tal ajuar casero; podía imaginar el comportamiento deplorablemente remilgado de la novia y de aquellos que la rodeaban; la boda en la horrorosa iglesia congregacionalista, y la casita atestada luego de toscos parientes. A pesar de que Ellie y Beattie pertenecían a familias mejor situadas que la suya, ella disponía de criterios de valoración muy diferentes.

Ellie y Beattie habían seguido divagando alegremente: imaginaban ahora sus propios vestidos de novia y se preguntaban si el viaje de novios lo deberían hacer a Folkestone o a la comarca de los lagos. Llegar a ser mujeres casadas cuanto antes parecía constituir la cima de su ambición; obtener muy pronto lo que deseaban de la vida y no pedir nada más, permanecer en ese estado para el resto de sus días.

—¡Es tan emocionante! ¿No piensas tú lo mismo, Angel? —preguntó maliciosamente Beattie.

—¿Qué es lo emocionante?

—Vaya, pues casarse, por supuesto.

—Depende con quién —dijo Angel.

—Siempre tienes problemas por acabar las frases con preposiciones —dijo Beattie[1].

—Yo empiezo y acabo mis frases como me da la gana. —Había dejado de ser conciliadora—. ¿Cómo puede parecerte, a ti o a cualquiera, emocionante casarte con alguien de quien ni siquiera sabes el nombre?

—No te preocupes —dijo Ellie de mal humor—. Supongo que no tendremos que esperar mucho.

Y para apartarse de Angel, Ellie y Beattie se cogieron del brazo, lo cual iba contra las normas del colegio.

—Si te enamoras —razonó Angel—, ¿qué importan las bodas? ¿Qué tienen que ver con ello todos esos vestidos y tartas y regalos?

Había dado comienzo a tal razonamiento para restar importancia a su entusiasmo y para vengarse, pero ahora se sentía enardecida por el razonamiento mismo. Hasta entonces había pensado en el amor con fría antipatía. Deseaba dominar el mundo, no únicamente a una persona.

—Oh, eres muy inteligente —dijo Ellie.

Las palabras le brotaron casi entrecortadas: la ira la había dejado sin aliento. Empujó la verja del colegio de espaldas a Angel. Tenía la cabeza alta y un color vivo en las mejillas. Mostraba ese aire despectivo que Angel habría de encontrar a menudo en ciertas mujeres que, viendo su calma amenazada por lo no convencional, retroceden enfurecidas por miedo a la inadecuación. La ira de Ellie afloró en un gran arrebato súbito: deseó vivamente girar sobre sí misma y abofetear la pálida cara de Angel.

—Naturalmente —exclamó—. Por supuesto que piensas cosas como esas. ¿Quién iba a esperar que creyeses en el sagrado matrimonio? Sería bien raro.

Echó a andar apresuradamente hacia el edificio del colegio, y Beattie, muy asustada, aligeró el paso tras ella.

Angel vio que Gwen y Pollie corrían también más adelante; cuando la vieron a ella, se escabulleron de prisa en el guardarropa como ratones. Entonces recordó la expresión en la cara de su madre cuando se acercó a la ventana aquella mañana, y experimentó una sensación de amenaza y perplejidad. Sopesó las palabras de Ellie; las evocó una y mil veces mentalmente mientras se dirigía despacio hacia el guardarropa, pese a que las demás chicas ya habían pasado al interior. Fue la última de todas, y una campanilla empezó a sonar para las oraciones.

 

El día transcurría perezosamente. En el aula ardía una estufa de fuel-oil, pero las chicas que se sentaban junto a la ventana seguían tiritando, y se frotaban los sabañones. Permanecían en sus pupitres mientras, tediosas, se sucedían las clases, y solo de cuando en cuando se les ordenaba ponerse en pie y realizar algunos tímidos ejercicios, como dar palmadas sobre la cabeza y balancear los brazos. Hora tras hora, se les hacía aprender lecciones de memoria, vocabularios de francés, salmos, fechas históricas y nombres de ríos, hasta que su cabeza acababa tan saturada de datos que el pensamiento no hallaba lugar para bullir en ella. Una vez aprendidas las listas, las alumnas las canturreaban al unísono. En las clases de dibujo se pasaban de una a otra las láminas que habían de copiar. Nunca disponían de ilustraciones distintas, y Angel había dibujado una docena de veces el mismo molino de viento. En bordado, hacían patrones de punto de cadeneta sobre trozos de lino crudo que olía a cola.

A mediodía, algunas de las chicas se quedaban en clase y sacaban sus bocadillos. Nadie se dirigía a Angel, que sentada en su pupitre desenvolvía el almuerzo y comía con avidez mientras miraba por la ventana.

Al llegar la tarde, una niebla blanca empezó a desdibujar las ramas acodadas de los cedros; luego el cielo palideció, y para las cuatro de la tarde tomó un color de rapé. El día se había hecho interminable.

Angel volvió a casa como en sueños. Gwen y Pollie no esperaron en la puerta; no tenía a nadie con quien hablar, a nadie a quien llevar a Paradise House; faltaba, pues, la única parte real de su vida cotidiana. Caminó despacio por las calles neblinosas, y al llegar a casa subió directamente al cuarto de estar. Su madre, sentada junto al fuego, hacía tostadas como de costumbre, pero no volvió la cabeza ni habló cuando Angel entró en la sala. Esperó hasta que el pan estuvo tostado, le dio la vuelta con el tenedor y dijo secamente, para ocultar el temblor que la embargaba:

—Quiero hablar contigo, damita.

—¿Sí? —dijo Angel con cautela.

Se dispuso a aislarse frente a cualquier posible golpe. Aunque no podía adivinar lo que iba a suceder, se había sentido amenazada a lo largo de todo el día; había sentido que se acercaba más y más, y fatalmente, a cierta experiencia que podía resultar calamitosa para ella. Observó cómo su madre sacaba el pan tostado del tenedor y extendía sobre él la mantequilla con cuidado, frunciendo el ceño como si buscara a tientas el modo de dar comienzo a su queja. Como no encontrara ninguno, abordó la cuestión más allá de su comienzo, de forma que a Angel le resultó imposible hacerla inteligible en un principio.

—Puedes imaginarte cómo me sentí… Nunca había tenido un susto semejante desde la muerte de tu padre. «Sencillamente no sé qué decir, señora Watss», le dije. ¡Meter en la cabeza de sus Gwen y Pollie semejante montón de embustes! No podía ni creerlo. ¡Decir cosas perversas de tu propia madre! Casarme con alguien de clase más baja, ¿eso es lo que hice? Déjame decirte esto, chiquilla: si tu padre no hubiera hecho lo que hizo, montar este negocio, ahora estaríamos en el arroyo. Además, era tan bueno que me alegro de que se haya ahorrado lo que yo he tenido que pasar hoy.

Se echó a llorar; para entonces Angel se había hecho ya una idea de lo que su madre estaba diciendo, y se quedó petrificada. Se vio enfrentada al vacío, a la desesperación, y, no viendo otra salida, deseó fervientemente morir.

—¡Mala, eres mala! —Su madre dejó de sollozar y volvió a dar rienda suelta a su ira. Se hallaba lejos de la postración—. Inventar todas esas mentiras sobre un lugar donde no has estado nunca, donde ni siquiera es posible que llegues a poner los pies; y, aún peor, pretender que tienes algún derecho allí… Y contarles esas historias a esas inocentes niñas; todos los santos días, según ellas. Dándote esos aires. Creyéndotelo tú misma. Vaya trago que me has hecho pasar, te lo aseguro; tener que oír todo eso. Ella ha sido una buena clienta. Y una amiga. Y ahora lo que espero es no volver a verla, no volver a verla en toda mi vida. Cómo llevar la cabeza alta, con todo lo que irá contando entre los vecinos… Jamás ha habido lengua como la suya. La conozco. Me acuerdo de cuando estaba con ella en el coro de la iglesia. No se me olvida lo que dijo de mi propia hermana. ¡Pero tú! —Su dolor dejó súbito paso a la cólera. Se inclinó sobre Angel y le dio una bofetada—. Hubiera preferido verte muerta a mis pies antes que permitir que traigas esta desgracia sobre mis espaldas. —Entonces retrocedió unos pasos, avergonzada al ver la marca de su mano en la mejilla de su hija.

Angel no dijo nada. Se volvió; de espaldas a su madre aguardó unos instantes a que las fuerzas volvieran a sus piernas, y al cabo se las arregló para abandonar el cuarto.

Su madre corrió tras ella, y al comprobar que se había encerrado en su habitación empezó a golpear la puerta con los puños; no había obtenido lo que quería: una explicación.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? —sollozaba.

La explicación no llegó; Angel, al otro lado de la puerta, en la habitación oscura y fría, permanecía en silencio. Se sentía extrañamente ultrajada; como si su madre la hubiera profanado.

No tenía cerillas para encender el gas y empezó a desnudarse en la oscuridad; se desató las botas y se quitó las medias negras de lana; luego dejó la ropa en el suelo, hecha un ovillo. Pensó que su madre había bajado a la tienda, pero no se arriesgó a abrir la puerta. «¿Cómo se atreve?», se susurraba una y otra vez mientras caminaba por el cuarto dando traspiés y trenzándose el pelo.

En su dormitorio no entraba luz. No había farolas que lo alumbraran, pues se hallaba situado en la trasera del edificio, y la ventana daba a un patio lleno de cajas de embalaje amontonadas. Angel bajó la ventana de guillotina y dejó que entrara el aire brumoso. Todo en la habitación, y la ropa de cama al acostarse, era frío y pegajoso al tacto. Acostada, tiritando, esperó a que pasara el anochecer, luego la noche. No había lugar alguno adonde pudieran acudir sus pensamientos; veía cortada la vía de escape, obstruida la retirada. «¿Cómo se atreve?», susurró una vez más.

Al cabo de un largo rato, oyó a su madre subir, detenerse ante el dormitorio y tentar el tirador de la puerta. Luego empezó a golpearla, diciendo:

—¡Tienes que contestarme! No has cenado nada.

Angel había estado pensando en comida, como si el hecho de comer algo pudiera confortarla, pero miró a la oscuridad y siguió en silencio. Advirtió en la voz de su madre cierto cambio —cierta ansiedad que amortiguaba su ira—, pero siguió indiferente.

Antes de conciliar el sueño se le ocurrió que en alguna parte tenía que existir algún consuelo —y no era la comida—, y que ojalá supiera dónde buscarlo. Algo, alguna vez, la había hecho feliz, pero no lograba recordar qué había sido.

Despertó a media noche, consciente de cierto cambio, de cierta extrañeza; entonces la anegó el recuerdo de lo que había sucedido. Su situación seguía siendo horrible, y se encontraba más cerca del nuevo día o ya en él, y no disponía de ningún plan para afrontarlo. No podía quedarse encerrada en su cuarto para siempre.

Se levantó de la cama y se deslizó por el descansillo para buscar un vaso de agua. Su madre, en el dormitorio contiguo al suyo, daba vueltas en su cama entre murmullos. Angel no echó la llave de su cuarto; volvió a acostarse y se arropó estrechamente para calentarse. No volveré jamás al colegio, se prometió a sí misma. Esas criaturillas maliciosas, Gwen y Pollie, mirándome todo el día, sabiendo lo que me esperaba cuando llegase a casa; asustadas a causa de su traición.

Atrajo sus pies fríos hacia arriba, dentro del camisón. Ahora podía distinguir ya ciertos muebles, la tonalidad más blanquecina de las paredes, y sintió pánico. Pronto hubo ruido de pisadas en las calles y ulularon las sirenas de las fábricas y, al final de Volunteer Street, un carro cruzó con estrépito el pavimento de guijarros del Campo de Tiro, como llamaban a la vieja plaza.

Fue cuando escribí la redacción, pensó súbitamente. «Una tempestad en el mar». Fue entonces cuando fui feliz.

Se sentía contenta de haberlo recordado, más en paz, y se durmió.

 

Iba a ser liberada de las heridas de aquel día que despuntaba gracias a algo más semejante a un milagro. Su madre había despertado temprano y yacía en la cama preguntándose cómo ella y Angel reanudarían su existencia: tan constreñidas a estar juntas y con el aire tan cargado de turbación y embarazo. Es como volver a ser los mismos de siempre, pensó, como hace la gente que guarda luto. Su enojo había desaparecido, pero sentía que no volvería nunca a sentirse cómoda con Angel, y que nunca conseguiría ocultar ese desasosiego. Su espontaneidad había salvado dificultades previas, tales como descontentos y malos humores, pero ahora estaba segura de que jamás podría volver a ser espontánea o a emplear palabras que no fueran medidas de antemano. Así, en aquel mismo momento trataba de sopesar algunas para su reencuentro matinal con Angel.

Cuando llegó la hora, se vistió y entró en la sala para quitar las cenizas del hogar y preparar el desayuno. La luz era aún muy tenue, pero la gente se dirigía ya al trabajo y pronto oyó a Eddie en la puerta de la tienda, y bajó a abrirle. Cortó dos lonchas de tocino para el desayuno y volvió a subir. Era hora de llamar a Angel; la confusión que sentía hizo que enrojecieran sus mejillas, de forma que parecía seguir aún muy indignada.

Angel estaba dormida. Uno de sus brazos, que descansaba desnudo sobre la colcha de dibujo alveolado, tenía una tonalidad carmesí oscura, lo mismo que la frente y el cuello. La señora Deverell olvidó su turbación y sus ensayados parlamentos y se acercó a la cama para mirar más detenidamente. Angel, en sueños, dio la vuelta al brazo sobre la colcha y lo restregó contra el tejido, de arriba abajo; luego abrió los ojos y miró en torno. Medio dormida aún, empezó a rascarse, primero un brazo y luego el otro, y frunció el ceño con aire perplejo.

—Oh, cariño, ¿qué te pasa? ¿Qué es? —preguntó la señora Deverell, poniendo las manos sobre la piel ardiente de su hija, erizada de verdugones y manchas rojas.

Al despertar, Angel se había percatado de la situación en escasos segundos. Sus miedos se habían disipado; su conducta de aquel día estaba decidida. Estaba enferma: se había salvado. Se sentía contenta: cuanto más se frotaba y rascaba, su piel se inflamaba con más y más virulencia. Si actuaba con inteligencia, haría imposible que en los días sucesivos se dijera otra cosa que no fuera «¿Cómo te sientes?» o «¿Qué te apetece?». Ella podía sin dificultad ser así de inteligente, y empezó a serlo de inmediato, con murmullos ininteligibles y miradas fijas a su madre y más allá de ella, como si no pudiera verla.

La señora Deverell llenó una caneca con agua caliente, la envolvió en una combinación vieja y la puso a los pies de su hija. Luego fue al cuarto de estar; de la pila de libros que había encima del armonio cogió uno y se puso a mirar enfermedades. Al rato, indecisa entre la erisipela y la escarlatina, sintió pánico y tomó una decisión extrema: mandó a Eddie a buscar al doctor Foskett.

En el libro médico, a la erisipela se le daba también un nombre alternativo y más dramático: fuego de san Antonio, y, cuando llegó el doctor Foskett, la señora Deverell, apresurándose a diagnosticar, empleó el segundo término, pues había olvidado el primero. Angel no se había movido desde que estaba despierta, salvo para frotarse los brazos y empeorar la inflamación. A las continuas y ansiosas preguntas de su madre, había vuelto la cara hasta rozar la almohada; pero ahora sentía pavor y curiosidad ante tal enfermedad mística, de sonido tan extraño. Abrió los ojos y miró al médico, y vio que al inclinarse sobre el maletín para sacar su estetoscopio hacía esfuerzos para no reírse.

Permaneció echada y en silencio mientras le auscultaba el pecho. Sentía que se estaba reponiendo, recubriendo sus heridas como las ostras. La falsedad podía hacerle resistente, consiguiendo expulsar la humillación que le habían infligido. «Cuando estuve enferma», se diría a sí misma posteriormente, esperando que la gente hiciera lo mismo. Había sido educada en el temor a los médicos. El doctor Foskett, alto, con barba y levita, había sido a sus ojos tan terrorífico, tan misterioso, como Dios. «No querrás que llame al médico», solía decirle su madre cuando se negaba a comer algo en teoría bueno para ella: gachas o leche caliente con azúcar o un ponche nauseabundo a la hora de acostarse, «para que engordara». Ahora veía que aquel hombre no era más que una persona atareada y posiblemente irritable a quien divertía íntimamente el comportamiento de sus pacientes. Se juró a sí misma que nunca fomentaría tal divertimiento, y sintió desprecio por su madre, que tan absurdamente parloteaba y se exponía a sus comentarios.

—Bien, no creo que sea… ¿qué era lo que usted sugería? Ah, sí, fuego de san Antonio —dijo el doctor Foskett—. No, creo que podemos descartarlo. ¿Qué es lo que has comido? —preguntó a Angel.

—Nada —contestó ella apáticamente.

—No le apetecía nada —se apresuró a decir su madre.

—¿Has tomado algo de marisco?

—Oh, no le hubiese permitido comer algo semejante.

—¿Y carne en conserva?

—No, doctor —dijo la madre en tono escandalizado.

—Pues sigue siendo un misterio. ¿Has evacuado normalmente? —la interrogó, y se preguntó si al cerrar los ojos desdeñosamente su paciente quería indicar que sí o que ni siquiera se dignaba contestarle.

La señora Deverell, cuya cabeza asomaba a un lado, aventuró polvo de regaliz y se enfrascó en vagos murmullos mientras el doctor Foskett recogía sus cosas. No parecía inclinado a discutir los posibles menús de Angel para el día, dio su visto bueno a todo lo propuesto, y al cabo dijo que pasarse el día en ayunas no le haría ningún daño. Angel, al oír esto, sintió desesperanza. Tenía un hambre punzante. Pero se consoló pensando: es mejor estar enferma que sana. Es mejor estar muerta de hambre que tener que hablar con mi madre, o ir al colegio.

Cuando se fue el doctor Foskett, dejando a la señora Deverell tan confusa como antes, aunque aliviada, Angel parecía dormir de nuevo; los sarpullidos de sus brazos habían perdido virulencia. La señora Deverell bajó a la tienda, donde —estaba segura— Eddie se estaba regalando con barquillos de azúcar.

Angel se preguntaba cómo escabullirse de la cama para ir a buscar algo de comida, pero el riesgo de que la sorprendieran menos enferma de lo que pretendía estar la aconsejó seguir en la cama. Dormitó un rato, y al despertar se rascó la erupción a fin de empeorarla, no fuera a desaparecer por completo. La señora Deverell encontró tiempo para cocer al vapor un filete de platija, y, cuando lo subió al cuarto, Angel suspiró con desagrado y miró la bandeja como si el solo pensamiento de comer algo la hiciera desfallecer. Aguardaba a que su madre se marchara. Deseaba estar sola cuando comiera, y no solo para ocultar su apetito. De un modo extraño, casi como si adorara la comida y obtuviera de ella consuelo, suspiraba por estar sola mientras comía. La charla en las comidas la irritaba.

—¿No te apetece, entonces? —preguntó su madre. Ambas seguían con recíproca cautela; la enfermedad de Angel, sin embargo, hacía posible la conversación.

—Lo intentaré.

El pescado se enfriaba y la exasperación hizo que a Angel le temblaran las manos al coger el cuchillo y el tenedor.

—Bien, haz todo lo posible. Tengo que volver abajo.

La señora Deverell tomó una taza de Bovril detrás del mostrador; luego, cuando tenía hambre, cogía una galleta de una de las latas, o un puñado de pasas de Esmirna.

Angel comió, con suma lentitud, cada bocado de pescado y las dos finas rebanadas de pan con mantequilla, y bebió un poco de leche. Cuando volvió su madre, la bandeja estaba en el suelo y el plato tan limpio como si hubiera sido pulido.

—¿Te lo has acabado todo? ¡Estupendo!

—Me temo que ha sido el gato.

—¿El gato?

—No he podido con todo, y como la bandeja me pesaba en las piernas, la he dejado en el suelo y el gato se lo ha comido. Yo solo he tomado un poco.

—¡Pero si lo he dejado fuera!

—Lo has dejado dentro.

—¿Y entonces dónde está ahora?

—Me he levantado de la cama y lo he sacado.

—¡Oh, qué fastidio! Con lo que me ha costado… Esperaba que pudieras comértelo. ¿Hay algo que te tiente para el té?

Angel era capaz de imaginar tantas cosas: huevos escalfados, tostadas con queso derretido, abadejo ahumado recubierto de mantequilla… Pero negó con la cabeza.

Para el atardecer el tedio se le hizo insoportable. Aunque no se sentía enferma, acusaba flojedad de ánimo, una profunda atonía en el corazón. Anhelaba una vida diferente: ser definitivamente adulta y bella y rica; poseer poder sobre diferentes tipos de hombres. Para matar el tiempo, empezó a imaginarse llevando esa vida: un escenario tras otro, vívidamente visuales todos ellos. No se molestaba en aderezos narrativos ni en explicaciones. Sencillamente, en sus sueños, se veía en el centro de cada situación; seguía siendo ella misma en gran medida, con sus ojos verdes y su pelo negro, pero había ciertos detalles que cambiaban; se acortaba una pizca la nariz, a su juicio demasiado larga para los idilios.

Se imaginaba en Osborne, vestida de terciopelo rojo, cuando su madre entró con pan y leche para la cena, y, tan pronto como hubo comido, se apresuró a volver al lugar de su ensueño. Bajando la cabeza, se inclinó en rigurosa reverencia y su falda se abrió ante ella como una flor. Sus granates eran un fuego oscuro sobre su piel blanca. Entonces, la anciana reina hizo algo inesperado, un ademán gracioso que levantó un murmullo entre los presentes: se inclinó y besó la frente de Angel.

Cuando la señora Deverell hubo alisado la cama, aireado la habitación y acomodado a su hija para la noche —como ella lo llamaba—, Angel, una vez sola en la oscuridad, volvió a sus ensoñaciones. Trató incluso de situar una de ellas en Paradise House, pero su imaginación había sanado antes que su corazón, e hizo una mueca por el dolor que se infligía.

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