Angel

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Primera parte » IV

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IV

—En toda mi vida —dijo tía Lottie a su hermana— me he sentido tan avergonzada. Ni había visto a la señora tan furiosa. Cuando miré por una de las ventanas y vi el libro sobre uno de los asientos de la terraza, me dio un vuelco el corazón.

Se apretó la mano contra el pecho en previsión de que volviera a sucederle. Su hermana le sirvió más té. Era la segunda vez que contaba el incidente, y, aunque la repetición carecía ya de intriga, era más rica en detalles. La primera versión había sido una explosión que tía Lottie inició con «¡Esa hija tuya!».

A veces, cuando estaba a solas con su hermana, sus modales perdían un tanto los remilgados hábitos de Paradise House, y ahora tenía los codos sobre la mesa y sostenía con ambas manos la taza de té, en el cual soplaba para que se enfriara.

—El lunes pasado… no, miento: era martes, claro, porque estaba la modista. La señorita Angelica había subido del jardín para una prueba de ese tul color fresa y había dejado el libro en uno de los asientos. Una tontería, recuerdo que pensé, porque estaba nublado y podía llover. Luego pensé que el libro me sonaba, y me di cuenta de lo que era. Dios mío, las piernas se me hicieron gelatina. Bien, después de eso la señora debió de pasar por la terraza y recogerlo. Yo no la vi, porque la modista me llamó para hablarme de unos retoques a la seda color bronce. El cuarto de la costura está en un pasillo que da al rellano, y allí estaba yo de pie junto al maniquí de la señora, alargándole alfileres a la señorita Toogood, con la puerta entornada, cuando vi a la señora subiendo las escaleras y llevando el libro con dos dedos, como si fuera una hierba venenosa. —Tía Lottie mostró este extremo mímicamente, con la ayuda de una rebanada de pan con mantequilla—. Entró en el cuarto de la señorita Angelica, y yo me excusé ante la señorita Toogood y salí sin hacer ruido al rellano. Oí decir a la señorita Angelica: «Pero mamá, todas mis amigas la están leyendo». Y la señora dijo: «Le pediré a Palmes que la eche al fuego. Espero haber dicho bastante, y que en el futuro pueda confiar en tu buen gusto». Me pareció que iba a salir, así que volví con la señorita Toogood. «La veo indispuesta», me dijo. «Tengo esos mareos», contesté yo, y ella se conformó con eso, no sin antes aconsejarme unas píldoras de hierro. No sé cómo pasé el día, pero no se hizo mención del asunto hasta que la señora se vestía para cenar; puso una de sus sonrisitas extrañas y dijo: «Oh, qué curiosa coincidencia: esa autora nueva que ha causado tanta sensación se llama exactamente igual que tu sobrina». Mi cara se encendió. Lo vi en el espejo. «A lo mejor has oído hablar de ella», dijo; y luego: «¿Has oído hablar de ella?». No pude responder; solo decir: «Dios mío, Dios mío, señora». «¿Así que existe una relación?», preguntó. «Hubiera preferido verla muerta a mis pies», dije yo. No pude evitar que me cayeran las lágrimas.

La señora Deverell tenía una expresión inquieta, aunque comprensiva.

—¿Y qué dijo ella entonces?

—Me preguntó la edad de Angel y, cuando le dije «diecisiete», lo único que hizo fue sacudir la cabeza. Luego se rio, pero no con risa amable, y dijo: «¡Y pensar que llegué a considerar la idea de que fuera doncella de la señorita Angelica! Bien, no puedo culparte por tus parientes, y no lo haré. Es un libro inmundo y lo que vamos a hacer es olvidarlo. No habrá necesidad de que lo menciones en esta casa. Ni tampoco a tu sobrina».

—¿Qué es lo que diría Ernie a todo esto? —gimió la señora Deverell.

—Pues el lado paterno algo tiene que ver con esto —dijo tía Lottie—. Nadie puede decir nada de nuestra familia, de eso no hay duda.

—Pero Ernie se sentiría tan molesto como nosotras. Era un hombre tan bueno, tan apacible, que nunca causó ningún problema a nadie…

—Mira su hermana Ethel. ¿Has olvidado cómo se comportaba? Quemando incienso y cogiendo aquellas rabietas y llevando aquellas ropas tan raras.

—Solíamos achacarlo a que nunca se casó —dijo la señora Deverell, sin tacto—. Y siempre fue religiosa hasta el día en que hubo que llevársela; pero ahora ni un tiro de caballos salvajes sería capaz de arrastrar a Angel a la iglesia. No veo ningún parecido.

—Demasiado, o demasiado poco: cuando se trata de religión, los dos extremos son malos.

—A lo mejor Angel es realmente inteligente, y lo que ocurre es que nosotras no la entendemos —dijo la señora Deverell con aire pensativo.

—Se te puede disculpar, en tu lugar, que pienses eso, diría yo; pero no hay duda, Emmy, de que nos ha puesto por los suelos, y de que hay que pararle los pies antes de que siga arrastrándonos aún más.

—Pues ahora mismo está en ello. En su dormitorio, escribiendo.

—Me entran escalofríos de pensar lo que sale de su pluma. Tienes que decirle que no vas a consentírselo; hay que terminar con esto.

—No puedo —dijo la señora Deverell, desesperanzada.

—¡Emmy! —tía Lottie bajó la voz y sus mejillas se ruborizaron—. Dime, ¿dónde ha aprendido todo eso… ya sabes… las cosas de la vida?

—No por mí, claro está —dijo la señora Deverell, muy digna.

Angel entró y se sentó a la mesa sin hacer el menor caso a su tía.

—El té lleva ya tiempo en la tetera —dijo con inquietud la señora Deverell.

—Estaba recién hecho cuando la has llamado —dijo tía Lottie.

—Sí, no debes descuidar tus comidas, Angel. Creo que por hoy ya has estado en ello bastante.

Angel parecía cansada. Bajo sus ojos podían verse sombras oscuras, como borrones hechos con los dedos manchados de tinta.

—Yo pienso que ya ha estado en ello bastante por siempre jamás —dijo tía Lottie—. Veo que como esto continúe mucho más no me valdrá la pena seguir viviendo. De momento ya está en manos de todos en la sala del servicio, porque Palmer, por supuesto, no echó el libro al fuego. Se hizo cargo de él la cocinera. Lo guarda debajo de la tapa de una de las fuentes grandes, y lo presta a unos y a otros. Las risitas que circulan, las insinuaciones a las que me veo expuesta, Emmy, te las puedes imaginar. «¿Qué tal una partidita de cartas?», se atrevió a decirme el lacayo. Todos sabían a qué se refería. ¡Le hubiera abofeteado! Con la señora enfadada y la servidumbre riéndose con disimulo, tendré suerte si no pierdo el empleo.

—Déjalo, entonces —dijo Angel al desgaire—. Mándales al diablo. Jubílate.

—¡Jubilarme! ¡Ya me gustaría! —Tía Lottie imitó la risita desagradable de la señora—. ¿Y puedes decirme qué voy a usar como dinero si lo hago?

—Yo te daré el que necesites.

—¡Oh, me lo darás tú! Muy generoso de tu parte, no hay duda.

—No, no lo es. Voy a tener mucho.

—¿Y qué es lo que te hace pensar así?

—Mi libro ha sido un éxito, y lo mismo lo serán todos los demás que voy a escribir.

Su calma enfurecía a tía Lottie.

—No sé a lo que tú llamas «un éxito» —dijo ruidosamente—. Yo lo llamaría mejor una deshonra. La palabra que empleó la señora fue «inmundo», y a la cocinera le encantó poder hacer hincapié en lo que decía un periódico: que eran «incoherencias». —Y pronunció la palabra de modo que sonó malsana.

—La gente que tiene razón es la que lo compra —dijo Angel—. Y seguirán comprándolo. Lo dice el señor Gilbright. Así que voy a tener mucho dinero siempre; y si quieres una parte, estará a tu disposición.

No les dio tiempo a responder: Angel se marchó y volvió a su habitación. Una vez allí, se apoyó contra la puerta cerrada y cerró los ojos: se esforzaba por contener la rabia. Se pronunciara como se pronunciara, odiaba la palabra «incoherencias»: la hería como si fuera un ácido. Los críticos habían utilizado otras, igualmente hirientes, que jamás podría volver a escuchar sin sentirse lastimada.

Su vanidad se había visto humillada por la acogida de su libro. Ninguna trompeta se había abierto paso entre las nubes proclamando a un «genio» o a una «obra maestra». Durante una larga temporada no había sucedido nada en absoluto, y luego, poco a poco, habían empezado los insultos y los sarcasmos. Los pasajes que a ella más la enorgullecían habían sido citados en letra impresa como pletóricos de humorismo; sus diálogos, su sintaxis, su concepción de la vida, sus descripciones de la sociedad eran consideradas como parte de una broma nueva y absolutamente deliciosa. Al parecer nadie había llorado —salvo que fuera de risa— con el episodio del entierro.

Angel había destruido los recortes de prensa una vez leídos, pero los conservaba grabados en su mente como fotografías. Podía recordar cada palabra de burla que contenían. Algunos no aparecieron firmados, pero el peor de ellos, el que empleaba la palabra «incoherencias», llevaba al pie el nombre de Rowland Pearce. A él lo odiaba con ferocidad inquebrantable, y trataba de hallar consuelo imaginando escenas en las que le expresaba su desprecio y lo humillaba en público. Había mandado al periódico una larga carta llena de indignación y de sarcasmo, y aquella mañana la había visto impresa con una regocijada nota del crítico, como si se tratara de una continuación de la broma. Al mismo tiempo —demasiado tarde— le había llegado una carta de Theo Gilbright: «Conserve la calma; si es posible, no lea las críticas; pero sobre todo nunca replique».

El libro se vendía bien, pero ella había esperado fama y alabanzas además de dinero. La violencia de su furia la desconcertaba, la alarmaba, la extenuaba. Anhelaba encontrar el modo de curarse y deseaba terminar la novela que estaba escribiendo para dar comienzo a otra. La titularía El charlatán, y trataría de un escritorzuelo, un emborronador de cuartillas venido a menos, un novelista frustrado, un hombre retorcido y amargado que se ganaba la vida despreciablemente injuriando a los escritores mejores que él, aliviando sus celos e impotencia echando por tierra lo que era incapaz de crear él mismo. Angel lo imaginaba con absoluta nitidez: un hombre de figura deforme, con chaleco lleno de manchas y voz sarcástica. Tenía hábitos personales repulsivos, ni un solo amigo en el mundo y un nombre tan parecido a Rowland Pearce como ella pudiera idear.

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