Angel

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Segunda parte » I

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I

Para la gente de edad de Norley, Alderhurst había sido tiempo atrás un pueblecito perdido de la zona alta, al que los niños iban en tartanas de cuando en cuando, en excursiones organizadas por los educadores de la escuela dominical. Su torre del agua servía de mojón de millas, y eran célebres sus bosques de jacintos silvestres y sus abedules plateados. Andando el tiempo, la industria hizo de Norley un lugar inhabitable para los patronos; las calles residenciales georgianas, confinadas en zonas de viviendas proletarias, habían sido abandonadas. A finales de siglo, las casas nuevas, diseminadas por las viejas fincas y tierras de labrantío, habían llegado a Alderhurst. Con los abedules plateados convivían codesos y otros árboles propios de las zonas residenciales, y los setos de lauro moteado y alheña dorada ocultaban las praderas de césped y los espacios de grava que se extendían frente a las nuevas y elegantes mansiones.

En la época en que Angel y su madre fijaron allí su residencia, las calzadas eran lisas y existían ya las aceras. El depósito de agua se alzaba sobre unos bosques antaño más frondosos. Muy pocos de sus moradores percibían la tristeza del lugar: la señora Deverell era uno de ellos. En los días de las excursiones en tartana había creído que aquellos parajes estaban hechizados; había arrancado a sus bosques manojos de jacintos y había corrido gozosa gritando entre los árboles, sintiendo cómo las ramitas se quebraban bajo sus pies y las zarzas se le enganchaban en la falda. Sus recuerdos todos eran de felicidad; incluso los de aquel año en que llovió. Se había puesto el abrigo sobre la cabeza, y había escuchado el golpear de las gotas de hoja en hoja. Cuando la lluvia cesó, apareció un arco iris tras el depósito de agua, y en la tierra y el aire había un olor dulce y punzante.

—Nunca pensé que llegaría a vivir aquí —le había dicho a Angel.

Pero en la actualidad padecía a menudo la dolencia amenazadora de creerse feliz cuando no lo era. «¿Quién puede ser desdichado en un sitio como este?», preguntaba; y sin embargo, en las noches neblinosas de octubre o los domingos, cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar, la invadían sensaciones que jamás había conocido antes.

—Es la edad —le decía Lottie—. A la señora le pasa lo mismo. Dicen que come a poquitos y que se pasa el tiempo suspirando, y con las lágrimas siempre a punto.

—Sí, así es —convino la señora Deverell.

A veces, cuando bajaba a ver a sus amigas de Volunteer Street, se sentía mejor; pero la distancia era larga, Angel desaconsejaba esas visitas y sus amigas parecían haber cambiado. Bien sacaban su mejor loza y pensaban dos veces lo que decían, o bien se mostraban sin cumplidos y con aire desafiante —«Tendrás que aceptarnos como somos»— y persistían en hacer comentarios del tenor de «No creo que comáis arenques ahumados allí en Alderhurst» o de «Disculpa el delantal, pero aquí no tenemos criados que limpien la parrilla de la chimenea». En ambos casos, no dejaban de espiarla para sorprender gestos de boato o de condescendencia. Y ella caía en las pequeñas trampas que le tendían con intención de informar luego a los vecinos. «No ha tardado en empezar a darse aires». Había de poner especial cuidado en reconocer a las personas que encontraba, y caminaba por las calles con una expresión de ansiedad que era tomada por desdén.

El letrero «Ultramarinos Deverell» permaneció durante mucho tiempo sobre la tienda, y a ella le complacía que así fuera, pese a que Angel fruncía el ceño disgustada cuando oía hablar de ello. Un día el rótulo descolorido fue raspado y quemado, y al visitar de nuevo Volunteer Street vio que habían pintando en su lugar «Almacenes Cubbage». Al verlo, y ante la extraña idea de otra gente y otro mobiliario en aquellas habitaciones tan suyas, sintió un pánico y una consternación inexplicables. «Muy buena gente», le dijeron. «Ella es tan cariñosa. A todas horas. Y son unos críos tan adorables». La señora Deverell se sintió desairada y herida; volvía a casa tan preocupada que al cruzarse con la mujer del dueño de The Volunteer pasó de largo sin verla. «No podía esperar que la gente de Alderhurst se dignara a hablar con la esposa de un tabernero», dijo la mujer a sus clientes en la sala interior del establecimiento. «Por mucho que fuera nuestra abuela quien amortajó a su marido cuando murió». Todas sus atenciones para con ella eran recordadas y comentadas una y otra vez; cualquier favor pasado de la señora Deverell para con ellos —y habían sido muchos— servía solo para hacer hincapié en el cambio que se había experimentado en ella.

En el momento de su vida en que más necesitaba la seguridad de las cosas conocidas y cercanas, estas se hallaban fuera de su alcance. Tenía la sensación de haber perdido los años adquiriendo unas destrezas que a la postre no le servían para nada: su buen ojo para los días buenos para secar la ropa; su oído atento para calibrar el zumbido tenue de la carne asándose en el horno; su pericia para comprobar por el tacto la frescura del tocino entreverado y para saber por el olfato si un pastel estaba ya cocinado; artes que le había llevado tanto tiempo perfeccionar y que ahora no tenía ocasión de aplicar. Nunca volvería —se lamentaba— a entrar en casa con coladas grandes y fragantes en los brazos. Un día, recién llegadas a Alderhurst, había pasado por el patio; al ver la ropa tendida había cogido las sábanas en sus manos y, una vez comprobado que se hallaban en el momento justo de secado, había empezado a descolgarlas. Las tenía arrolladas ya sobre los hombros cuando la sorprendió Angel. «Por favor, deja el trabajo para la gente que debe hacerlo», le había dicho. «Solo conseguirás ofenderla». Ella se esforzaba por no ofender, pero le resultaba difícil. El olor de la plancha o el oír cómo batían unos huevos despertaba en ella un desasosiego que apenas conseguía dominar.

La relación entre madre e hija parecía haber cambiado radicalmente: la autoritaria era ahora Angel, que tenía poco más de veinte años y que desde la adolescencia había ido asumiendo una responsabilidad tras otra, hasta dejar a su madre sin otra complicación que ver pasar las horas mientras los criados se ocupaban de los quehaceres de la casa y su hija trabajaba en sus escritos. Vagaba por la casa de mala gana, aburrida, pero temerosa de importunar a alguien; era como un niño intimidado.

Angel, encerrada en la habitación que había elegido como estudio, trabajaba ininterrumpidamente. Cuando terminaba un libro hacía una pausa, exhausta, y se preguntaba por qué no descansar un tiempo, viajando y gastando el pingüe capital que había ganado con sus libros. Durante uno o dos días recaía en la indolencia de su niñez, y se pasaba las horas inactiva, sentada en su silla con el gato en el regazo. Pero la idea de unas vacaciones se esfumaba: no tenía con quién ir; solo a su madre, cuya cháchara le disgustaba; y temía, además, que la pudieran olvidar mientras descansaba. La publicación de una novela de cualquier otra escritora la haría volver precipitadamente al estudio; los escritores no la afectaban hasta ese extremo.

Había soportado largas horas de gran amargura e ira en el estudio. El resentimiento morboso ante la más ligera crítica era harto desdichado en alguien tan sensible a las burlas e insultos impresos. Su dolor, cuanto más acostumbrado, parecía hacerse más intenso. Rowland Pearce, quien con el nombre de Ronald Price había llegado suplicante a un fin aciago en su tercera novela, no era para ella sino un símbolo del tropel de burlones —«mequetrefes trepadores», según sus palabras—, de «aquellos que se mofaban de Shakespeare porque no habían sido capaces de escribir Hamlet». Cuando Theo Gilbright le dijo —nadie más se habría atrevido a hacerlo— que Rowland Pearce era también un novelista muy notable, ella había respondido que podía imaginar perfectamente las idioteces anémicas que era capaz de escribir, siendo como era un hombre que nada sabía de literatura, ni de modales.

—Es visceral —le había dicho Willie Brace a su socio al tener conocimiento de esta réplica—. Esa vanidad desmesurada, esa insufrible susceptibilidad. Lo es todo para ti, Theo, tu mismísimo Angel de la Guarda, y ojalá nunca te veas apaleado hasta la muerte por tener que oponerte a ella.

Theo había inventado hacía tiempo la existencia del señor Delbanco, socio mayoritario que por su avanzada edad no podía viajar a Londres, pero que pese a ello mostraba un interés desmedido por la empresa. Theo se veía obligado a ceder a sus caprichos; y era él quien aventuraba sugerencias y aconsejaba cambios (para evitar litigios, principalmente) en los manuscritos de Angel. «Por lo que a mí respecta, estoy satisfecho, pero el señor Delbanco está un poco inquieto», era el tenor recurrente que empleaba Theo en sus cartas, y, cuando Angel desechaba con desprecio las sugerencias del señor Delbanco o escribía una de sus inestables y virulentas cartas, Theo sentía el alivio de quien acaba de esquivar un golpe furioso.

La inocua y no demasiado fructífera ficción del señor Delbanco constituía una relación extraordinaria en la vida de Angel, ya que con Theo Gilbrigth era sincera de modo espontáneo: en la medida en que sus autoengaños se lo permitían, Angel le decía siempre la verdad y la única mentira entre ambos era la de Theo. La mina de oro había prosperado y parte de los sentimientos de Theo hacia Angel habían de ser por fuerza de congratulación íntima. Cuanto más reían los críticos, más largas eran las colas en las bibliotecas en demanda de sus novelas; la fuerza de su romanticismo cautivaba a las gentes sencillas; las situaciones absurdas de sus historias eran la delicia de los entendidos; su encendida indignación, cuando alguna furia ocasional la hacía apartarse de la trama para abordar denuncias y cuestiones que no hacían al caso, inducía a unos lectores a adhesiones solemnes y a otros a paroxismos de risa. A muchos les escandalizaba lo que en aquellos días se había dado en llamar «franqueza», y su agnosticismo —en sus libros solo creían en Dios los necios y los hipócritas—, y el que hablaran una o dos veces contra ello desde el pulpito había redundado en beneficio de la autora. Su aversión por la religión había comenzado el día en que de muy niña la llevaron a la iglesia, y era una racionalización de lo que en principio no había sido sino odio por el edificio mismo, por sus bancos barnizados y amarillos y su ventana verdemar. Su antipatía se extendió a todo lo que tenía lugar en su interior: las voces trémulas de las mujeres en el coro, la trivialidad de los himnos, la untuosidad del pastor. Y, mientras estaba allí sentada, su odio se había intensificado y expandido: incluyó las caras mortecinas, las tocas con abalorios de las ancianas y las boas manchadas de barro y todas las ropas de domingo que olían a alcanfor y el parloteo apagado sobre la acera, afuera, una vez terminado el oficio religioso. «Yo quería algo bello», le contó a Theo Gilbright. «No tenía nada que ver con Dios. Creo que si alguien me ofreciera cien libras por volver a aquella iglesia, o a una parecida, se me paralizarían las piernas. No sería capaz de arrastrarlas hacia allí o de forzarme a mí misma a entrar».

Le hablaba de su niñez como no lo había hecho con nadie, y casi como si al hacerlo pudiera librarse de ella. Él la escuchaba con compasión. A veces sentía deseos de que Angel, al escribir, hubiera sido capaz de acercarse siquiera pálidamente a la sencillez y franqueza que empleaba al hablar con él; pero sabía que no le era posible, y que ambos sacarían menos provecho si así lo hiciera. Angel nunca escribiría de la vida que había conocido cuando niña. Huía de ella hacia sus duques y duquesas, sus condes extranjeros, sus castillos y terrazas bañadas por la luz de la luna. En sus historias había mazmorras y criptas y panteones familiares, pero no había cementerios. Los únicos pobres eran los mendigos sin un céntimo, y las playas eran siempre en países extranjeros. Escribía con ignorancia e imaginación, y el señor Delbanco había de estar siempre en guardia para ponerla a salvo de sus propios solecismos, de las formas de tratamiento incorrectas y de ciertas frases extrañas en francés y en italiano. El propio Theo jamás había tenido que ocuparse tanto en las normas de prioridad y protocolo, y anhelaba tomarse un descanso con las peripecias de cualquier familia normal de clase media.

Y a veces anhelaba también descansar de los azares de sus epístolas. Las cartas de Angel, garabateadas descuidadamente con tinta violeta, llegaban dos o tres veces por semana a su despacho con sus quejas sobre la insuficiencia de su publicidad, su falta de caballerosidad al no desafiar a sus críticos, las deficiencias de Mudie, la negligencia de los cajistas. Lo acusaba de tacañería; los anticipos que recibía —argüía— eran tan miserables que resultaban insultantes. Mencionaba grandes sumas que habían recibido de sus editores otras novelistas —la señorita Corelli y la señorita Broughton—, y sugería que con la fortuna que le habían proporcionado sus libros estaba sufragando los esfuerzos chapuceros de todo el resto de los escritores de la casa. «Como es únicamente gracias a mi laboriosidad el que esos pobres libritos puedan publicarse —escribió—, sería de mera cortesía por su parte darme a conocer sus planes futuros para seguir sembrando esa caridad».

—El éxito no se le ha subido a la cabeza —razonaba Theo con su esposa—. Recuerdo cuando por primera vez vino a mi despacho. Era un día caluroso y estaba cansada y cubierta de polvo y desconcertada. Y sin embargo, arrogante e indomable. Nació así, puedo jurarlo. La veo en la cuna berreando tiesa como un palo. Nunca son felices esas víctimas de las que la gente normal, humilde, se deshace: no pertenecen a ninguna parte y son insaciables.

En cierta ocasión, Theo vio un gran cactus en el escaparate de una floristería. De un tallo espinoso y poco prometedor había brotado una enorme, violenta flor. Tenía un aire solitario e incongruente, como de accidente caprichoso. Y a Theo le recordó a Angel.

 

Los Abedules, en Alderhurst, era una casa de ladrillo rojo con profusión de cristales de color en la puerta principal y en las ventanas de la planta baja, de forma que sobre el piso de baldosas del vestíbulo y el suntuoso papel pintado de las habitaciones se proyectaban sesgados rombos azules y rojos. En el salón blanco y oro y carmesí un loro y un tití solían pasar agitadas horas juntos, con accesos de nerviosa hostilidad y largos y cautelosos silencios. Esparcida sobre la alfombra turca podía verse comida para pájaros, alentando a los ratones, según la servidumbre, si bien tales comentarios nunca salían de su círculo. En cuanto levantaba el campo el tití, los criados realizaban la limpieza con murmullos de disgusto, y aseguraban que la casa olía como los parques zoológicos.

Acto seguido casi de comprar y amueblar tan lujosamente la casa, Angel empezó a dudar de lo acertado de su elección. Carecía de encanto romántico, de atmósfera adecuada para su oficio. Angel recordaba el colegio, las paredes grises y los cedros, y también sus fantasías en torno a Paradise House, y sabía que aquella casa suya nada expresaba sino el hecho de haber enriquecido.

Su descontento dio comienzo con la visita de fin de semana de los Gilbright. La animosidad de Hermione Gilbright hacia ella no había disminuido por el hecho de que Angel, como mina de oro, hubiera superado los sueños de su esposo. Permanecer de viernes a lunes bajo su techo se le antojaba la más tediosa de las obligaciones, y por espacio de dos semanas se había quejado de que Theo no fuera capaz de mantener en compartimientos estancos la vida social y los negocios.

El viernes al anochecer llegaron de Londres en el nuevo De Dion Bouton de Theo. En cuanto los vio aparecer entre los lauros, Angel pudo adivinar que tras el velo de Hermione se ocultaba un rostro malhumorado. Se recordó a sí misma el pobre aspecto de la casa de Saint John’s Wood de donde procedían; se recordó asimismo que su último libro había superado ampliamente en ventas a los otros, y que Angel Deverell era una novelista de fama indiscutible. Se alisó el vestido de raso carmesí y echó una mirada a sus manos para tranquilizarse. Luego se sentó al piano y empezó a improvisar abstraídamente, pisando el pedal de la sordina para desdibujar los fallos y poder oír las pisadas.

El piano, estaba sobre un estrado, y, cuando los Gilbright, cansados y cubiertos de polvo, fueron conducidos al recinto y Angel dejó caer las manos sobre el regazo —con lo que pretendía ser un respingo de sorpresa— y se levantó para recibirles, Hermione hubo de inclinar hacia atrás la cabeza y alzar la vista para mirarla.

—Y he estado atenta para oír el coche —les dijo Angel—. Me hubiera gustado salir corriendo a recibirles.

Theo advirtió la irritación de su mujer, y supo que Angel nunca habría mentido de ese modo si él hubiera estado solo.

La señora Deverell —cuyo atuendo más parecía el de una regia ama de llaves— los condujo a su habitación.

—No me gustaría llevar su vida —dijo Hermione cuando estuvieron solos—. ¿Te has fijado en esa fotografía de Angel vestida de musa, sentada en un banco de mármol y en trance, con su madre a su espalda, de pie y a una distancia respetuosa? Estaba encima del piano, entre todo aquel montón de cosas. Cuando entro en una habitación, en lo primero que me fijo siempre es en las fotografías. Siento que aquí no haya ninguna. Las habría preferido a esa chica soñadora del cántaro. O a esta pastora con bocio de la pandereta. La cena va a ser horrible, y solo es la primera de las tres. Si ahora me pongo el raso ambarino voy a desentonar de lo lindo con el de ella. ¿O era un vestido para el té lo que llevaba? Cualquiera lo adivina. Dios mío, y yo sin canarios que alimentar si las cosas se ponen feas… Tendré que buscar refugio en ese siniestro loro. ¿No era impresionante esa imagen inaugural que nos ha brindado, con las manos «vagando sobre las teclas»? Ahora veo claro el sentido de la frase. ¿Piensas que lo que digo es de un gusto detestable? Porque tal parece que es lo que estás pensando. ¿Lo estás pensando? —repitió con mayor brusquedad al no obtener respuesta—. ¿Son pensamientos, por ejemplo, sobre el carácter sagrado de la hospitalidad; acerca de estar bajo su mismo techo, de compartir con ella el pan?

—No. Pensaba simplemente en cuán vulnerable es.

—Si pudiera oírte, esa observación le desagradaría más que cualquiera de las cosas que yo he dicho.

—Tal vez.

—Y tal vez puede oírnos. Oh, ¿por qué habré elegido un vestido amarillo? Olvido que he encanecido tanto… Tendré un aspecto patético, que es peor que resultar macabro; así que será ella quien saldrá ganando. ¿Y de qué me sirven ahora los topacios, a mi edad? Soy yo quien es vulnerable. La única supremacía que merece la pena es la de tener más años por delante. Ella es joven y famosa y rica y tiene unas bonitas manos. Y yo me estoy haciendo vieja y gris y gorda, y estoy agobiada por un marido malhumorado que me empuja a situaciones de un tedio de lo más insoportable y que no da ninguna muestra de gratitud por mi paciencia.

—¡Paciencia! Eres una pequeña y viperina charlatana. —Le puso las manos sobre los hombros y la besó mientras se sentaba ante el tocador—. Si sales airosa de esto, aunque no tan airosa como para despertar sospechas, te compraré un bonito regalo, un recuerdo. Sí estoy agradecido, porque sé que, a pesar de lo que dices, lo intentarás. Y no estás tan gris, y tú lo sabes. Puedo encontrarte todavía multitud de pelos castaños.

Hermione se echó a reír a grandes carcajadas, y su amor por Theo hizo que le asomaran súbitas lágrimas a los ojos, y se apartó para ocultarlas.

 

Hermione no logró salir airosa en todo momento durante la cena: su ánimo zozobró a veces, aunque menos por sumisión que por asombro. Pronto llegó al convencimiento de que Angel estaba loca, y de que su espíritu animoso nunca podría contrarrestar tal enajenación ni tenía por qué hacerlo. Se replegó a un estado de fascinación sosegada mientras Angel atacaba a Theo en cuestiones de negocios, mientras lo asediaba con preguntas acerca de detalles que nadie sino Angel hubiera esperado nunca que el editor supiera de memoria.

De cuando en cuando Hermione hacía apresuradas, nerviosas y tenues tentativas de conversación con la señora Deverell, que mantenía los ojos fijos en su hija con un aire de perplejidad que había llegado a ser su expresión cotidiana.

Theo escuchaba con paciencia —como a menudo se veía obligado a hacer, incluso con autores menos agotadores que Angel— las cantinelas sobre su propia impericia.

—Mi madre estuvo en la librería más grande que hay en Norley y comprobó que ya no les quedaba ni siquiera un ejemplar de Una tragedia oriental. Eso fue hace una semana. Esta mañana ha vuelto a ir a echar un vistazo; como sueles hacer, ¿verdad, mamá?

La señora Deverell asintió con la cabeza. Angel, en efecto, la enviaba a la librería regularmente, a fisgar y hacer preguntas, y a causa de tales visitas la señora Deverell era bien conocida en el establecimiento.

—¡Y otra vez: ni un ejemplar! En una población donde (no me permita el cielo alardear) hay, debe haber, aunque solo sea entre la gente curiosa y chismosa y en absoluto en los círculos literarios, una constante demanda de mis libros. Imagine la cantidad de clientes descontentos que sale de la librería con las manos vacías, ¡día tras día!

—Podían hacer más pedidos —dijo Theo.

Estaba disfrutando razonablemente de la cena, y Angel, que había elegido el vino al azar y según criterios de precio elevado y marca atractiva, había tenido la fortuna de dar con el Nuits St. Georges.

—Pero a mi juicio ahí tiene usted algo que decir, como ocuparse de que les provean como es debido. Estoy segura de que, si les animaran mínimamente, llenarían de libros míos el escaparate, desde La dama Irania hasta el último que he escrito.

Irania está agotado —dijo Theo insensatamente.

—¿Y no es ya hora de que se haga una reimpresión?

—Eso depende más bien del señor Delbanco, como ya sabe.

—¿Quién? —empezó a decir Hermione.

—El señor Delbanco —dijo Theo, volviéndose a la señora Deverell— es el poder entre bastidores.

Después de la cena dieron un paseo por el jardín. El aire nocturno estaba quieto, perfumado de claveles y jeringuillas. ¡Dos días enteros más!, pensó Hermione con inquietud. Estrujó hojas de un toronjil y luego se llevó la mano perfumada a la cara.

—¿Cómo se llama esta planta? —preguntó.

Angel se inclinó y la examinó con recelo, como cuestionando su derecho a estar allí. Se hallaba siempre demasiado ocupada escribiendo sobre su propia idea de «naturaleza» como para salir al exterior y mirar las cosas.

—Mamá, ¿sabes el nombre de esta planta?

La señora Deverell, que los había seguido por el sinuoso sendero de asfalto como una carcelera —pensó Theo— que vigilara el paseo de unos presos, se acercó a examinarla.

Desearía no haber preguntado, pensó Hermione.

La señora Deverell, poco habituada ya a que le preguntaran lo que opinaba, miró indecisa a su hija.

—Creo que es esa que tu tía Lottie llama Capricho de muchacho —dijo.

Ante la mención de su tía, Angel se volvió y siguió caminando. Los otros la siguieron, bordeando los cobertizos de las macetas y unos arbustos. Los jóvenes árboles frutales, a ambos lados, eran de un verde intenso a la luz que declinaba. Recortado contra aquel verdor luminoso y lacerante, el vestido carmesí de Angel —que había resultado no ser un vestido para el té— brillaba como sangre fresca, y Theo aminoró el paso por el placer de contemplar el rojo sobre el verde mientras Angel caminaba delante de él por el sendero cubierto de pétalos.

Ella pareció no advertir que Theo se había rezagado. Sin previo aviso, se vio invadida por un asfixiante sentimiento de infelicidad y desencanto. La calidez del aire oscurecido y perfumado, en cualquier otra noche, la hubiera hecho entrar en casa y sentarse ante su escritorio. Era una hora en la que no estar enamorada despertaba una dolorosa agitación: estar enamorada podía ser más doloroso, pero era algo conveniente y podía ser sobrellevado, tal vez, con mayor calma.

¿Por qué no hay nadie?, se preguntó, encaminándose hacia la casa y alejándose de prisa de los otros sin percatarse de lo que hacía. Se ciñó a los hombros con más fuerza el pañuelo de seda, estrechándolo contra sí con las manos cruzadas sobre el pecho. Había esperado con anhelo aquella velada, el placer de impresionar y mortificar a Hermione y de tener a Theo para conversar. Pero Theo no había dicho nada. Y ella había hablado incesantemente sobre ventas, derechos de autor, comerciantes… incapaz de gobernar su lengua: a medida que su error crecía, ella había contribuido deliberadamente a acrecentarlo. Va a estar bajo mi techo, pensó mirando hacia los aleros, donde los pájaros —vencejos, aunque ella no lo sabía— habían anidado. No es como yo pensaba que iba a ser; y es el único amigo que tengo. Raras veces era tan sincera consigo misma.

Al acercarse a la casa, los muros le hicieron llegar su calor: el ladrillo conservaba el sol diurno. En la puerta se volvió para esperar a los otros. Theo llegó el primero. Llevaba en la mano una flor.

—Un obsequio de su propio jardín —dijo—, y la enhebró en el gran broche que ella llevaba en el pecho. Theo había advertido su agitación y había visto cómo se estrechaba los brazos en torno, como si sintiera escalofríos. Y entonces, ante aquel gesto de ternura con que él —merced a algún deseo nacido a medias por consolarla— la había sorprendido; a Angel le afloraron unas lágrimas que engrandecieron sus ojos.

—Tiene frío —dijo él apresuradamente, y le ordenó la bufanda encima de los hombros y la apremió para que entrara en el vestíbulo antes de que la vieran su madre y Hermione.

 

—No te pierdes nada, Hermione —le dijo él cuando ella comentó más tarde esta escena «tan cariñosa», como ella la calificó.

—Solo te estoy avisando. No juegues con sus sentimientos.

—Por el amor de Dios, le he dado una flor… de su propio jardín.

—Ella pensaría que era la intención

—La flor se había desprendido. Ni siquiera la había cortado, me limité a recogerla. Iba a ponérmela en el ojal, pero luego lo otro me pareció más cortés.

—Era la intención —repitió Hermione—. No es como las demás mujeres. Lo adorna todo para adaptarlo a su vanidad. Una vez provocada, podría ser una tigresa.

—Una flor caída difícilmente puede provocar a nadie.

—Solo te estoy avisando. La flor en sí no pinta nada. Yo cómo es. Lo siento en los huesos. Nada es trivial para ella, porque está ávida de amor. Ese gesto, esa flor, significa para ella lo que un cesto lleno de orquídeas y un soneto significaría para otras mujeres. Si no, ¿por qué tenía lágrimas en los ojos? Ha vertido toda esa pasión en sus novelas, pero todavía le queda mucha más. No se atreve a sospecharlo, porque no hay nada en su vida diaria que pueda satisfacerla, y ella no lo admitiría nunca. Estoy segura de que se cree bonita e increíblemente atractiva para los hombres, aparte de ser famosa; pero su instinto de conservación le impide preguntarse por qué tantas prendas dan tan poco fruto. ¡Qué sensata es! Déjala que lo sea. No se le hace ningún bien mellándole su armadura o incluso recordándole que lleva puesta una.

—¡Madame Heger! —dijo él—. Así es usted. Es una situación encantadora. Me gusta mucho mi papel de profesor.

Ella estaba molesta y picada, hasta ese punto en que él sabía que de repente ella vería que su absurdidad había llegado demasiado lejos y en que empezaría a reírse de sus exageraciones.

—¡Pobre florecita! —dijo él—. ¡Qué peligros he arrostrado con ella!

—Supongo que en este momento ella está prensándola en algún libraco.

 

Después de haber prensado la flor y haber guardado el libro en un cajón, Angel se sentó junto a la chimenea vacía, con su gato blanco en el regazo. Se imaginó a Theo y Hermione solos en su habitación. Estarían desvistiéndose, repasando la jornada, comentando, comparando; completamente distintos, imaginó ella, de su apariencia cotidiana.

La señora Deverell entró a dar las buenas noches, según explicó, pero en realidad a dar la lata respecto a las comidas del día siguiente, el té sobre todo. Había encargado esto, aquello y lo de más allá, cantidades ingentes de todo; pero se preguntaba si sería suficiente para personas de la nobleza.

—Ojalá no viniera —estaba diciendo—, Al despertar esta mañana, la idea me ha agobiado. ¡Es cierto!, he pensado. Va a suceder de verdad. Me han venido a la cabeza pensamientos malvados: ojalá se cayera del caballo y se rompiera una pierna, u ojalá que se le volcara el carruaje, cualquier cosa antes de que venga. No sé qué dirían de esto en la calle Volunteer. No sé qué habría dicho yo misma si alguien me hubiera dicho hace cinco años que iba a servirle el té a un lord.

—Yo serviré el té —dijo Angel.

—Bueno, quizá no venga. Es lo único que podemos esperar.

—Vendrá —dijo Angel.

—Ojalá mañana ya hubiera pasado. Menos mal que Lottie puede venir a echarme una mano. Siempre puede indicarme cómo se hacen las cosas.

—¿Lottie? —preguntó bruscamente Angel.

—Sí, me prometió que vendría poco después de comer, es decir, del almuerzo. Supongo que tendrá que quedarse a dormir.

—¿Cómo se atreve a invitarse?

Yo la he invitado. Pensé que no podría apañármelas sola. Nunca he contado con ella más que ahora. Ella sabe cómo hay que tratar a gente así.

—¿Por qué has intentado ocultármelo? Tarde o temprano tenía que enterarme.

—No he intentado ocultarte nada. ¿Por qué iba a ocultar a mi propia hermana? Lo que pasa es que he tenido tantas cosas en la cabeza con lo de esas visitas y demás, que no se me ocurrió avisarte de…

—Tía Lottie no va a venir aquí. No le corresponde. ¿Cómo voy a presentarla a Lord Norley, siendo como es, que yo sepa, una doncella de amigos suyos? Puede que todos seamos iguales a los ojos de Dios, como siempre me dices, pero no todos somos iguales a mis ojos, y esta casa es mía y hay ciertos engorros que no pienso causar a las visitas que vienen aquí.

—Era solamente para ponerme al tanto de los preparativos. De buena gana se mantendrá entre bastidores.

—¿Y qué crees que van a pensar los sirvientes? ¿Es que no sabemos ofrecer a alguien una taza de té sin que tú corras a pedir consejo a tus parientes sobre el modo de servirlo?

—Ahora no puedo decirle que no venga —dijo la señora Deverell, sencilla y humildemente.

Su mansedumbre produjo en Angel un instante de vergüenza, y no pudo evitar el pensamiento siguiente: «Antes era mi madre y me decía lo que tenía que hacer y yo lo hacía, y ahora ella no es nada; apenas una niña que ha hecho una diablura y no se la perdonan, y solo puede esperar que el castigo pase». El estar conmovida y avergonzada la enfureció aún más. Así que trató de reparar la herida con otro alarde de fastidio.

—¡Es una calamidad! —empezó.

Luego la escena desembocó en la irrealidad. Se sentía exhausta, bostezaba sin parar y luego no encontraba el hilo de lo que había sucedido antes.

—Oh, estoy cansada —gimió, llevándose las manos al pelo y reclinándose en la silla.

—Me sabe siempre tan mal —dijo la señora Deverell, en voz muy baja.

—Mañana —dijo Angel—, Ahora no puedo pensar.

—Buenas noches, entonces. ¿Me llevo al gato?

—No, déjalo.

La señora Deverell se fue a la cama apenada.

 

Lord Norley llevó con él a dos de sus invitados del fin de semana, cuya presencia le irritaba; hubiera preferido con mucho haberles mandado a tomar el té con Angel y tener así una hora de paz, y lamentaba que no hubiese manera de hacer esto.

—Oh, querida, vienen dos personas con él en el carruaje —informó la señora Deverell. Había estado a la espera de oír el sonido de las ruedas sobre la grava y salió disparada desde la ventana del comedor para anunciar la noticia a Lottie.

—La señora siempre tiene tazas de más en la bandeja —dijo Lottie, que nunca había estado tan pródiga en consejos.

—Nuestra porcelana no va a dejarnos mal, eso ya es algo —dijo la señora Deverell, aferrándose a pequeños consuelos.

—La de la señora, por supuesto, no tiene precio.

—Mejor será que salgamos de esta habitación antes de que nos atrapen.

—Lo que es yo, pienso quedarme.

—No puedes, Lottie. Angel no piensa permitirlo.

—Entonces me temo que Angel se las tendrá que apañar. Puede que tú hayas relajado tus principios, Emmy, desde que tu forma de vida ha cambiado, y a veces me pregunto si no te acuerdas en absoluto del modo en que nos educaron, la capilla tres veces los domingos y el maravilloso ejemplo de papá y mamá. Puede que te alegres de estrechar la mano de Lord Norley y de tenerle bajo tu techo, pero yo nunca podría. ¿Qué tiene de especial, al fin y al cabo? Dinero de cervecería y un título de lo mismo, y todo el daño moral que su negocio ha causado a la ciudad…

—Oh, Señor, ella sí que parece fogosa e inteligente —dijo la señora Deverell, con los ojos puestos en la curva de grava, donde el carruaje se había detenido ahora—. Tengo que irme con Angel antes de que les abran la puerta.

—Hay muchas cosas de las que Lord Norley tiene que dar cuenta: puede donar sus parques y sus galerías de arte para intentar tranquilizar su conciencia del modo que quiera; pero yo les he visto los sábados por la noche, y tú también has visto a los hombres peleándose a la puerta del Garibaldi y el Volunteer, mientras sus hijos miraban descalzos bajo la lluvia. De ahí salió su dinero, de la debilidad humana, me digo cuando paso por delante de la estatua de su padre en el Butts. La fragilidad humana te llenó los bolsillos, pienso. Veo que hoy no te has puesto la insignia de la liga antialcohólica, Emmy.

—¡Ya vienen! Se dirigen hacia la puerta. Oh, Lottie, llama para que traigan las tazas de más.

La señora Deverell cruzó como una exhalación el recibidor y entró en el salón donde Angel y Hermione estaban sentadas en silencio, con sendos álbumes de grabados abiertos sobre el regazo, y Theo estaba esforzándose, como venía haciendo desde el almuerzo, por no quedarse dormido.

Cuando la puerta se abrió, Hermione levantó la cabeza del álbum con una expresión de expectativa ilusionada, pues toda persona distinta era bienvenida, podía hacer que el tiempo pasara más aprisa. Luego llegaría el momento de vestirse para la cena, se prometió. Y cuando aquello hubiese terminado, solo le quedarían cuatro comidas más. Estaba preparada para un poco de diversión, pero totalmente desprevenida para la escena que de repente puso fin a las presentaciones. La joven que al principio había parecido acobardarse al oír su propio nombre se ruborizó, se inmovilizó, tembló y luego casi atravesó corriendo la habitación y se precipitó al suelo de rodillas, ante el dobladillo del vestido de Angel, y cogió la mano de esta y se la besó. («Fue un instante delicioso», dijo Hermione más tarde a Elspeth y Willie Brace. «No me lo hubiera perdido por nada del mundo. Angel se lo tomó maravillosamente, con la mayor calma, como si fuera algo totalmente normal. Si hubiera tenido una espada y hubiera podido armarla caballero, habría sido aún más magnífico»).

 

Las dos participantes en el cuadro parecían ajenas a todas las demás personas de la habitación, y mantuvieron su pose durante un tiempo que Theo juzgó insufriblemente largo.

—Y así ha sido la cosa —estaba diciendo Lord Norley a nadie en particular—. En cuanto se ha enterado de que yo venía, ha decidido inmediatamente que ella también tenía que venir. Muy bien, Nora, ya basta, querida. Perdónala, Miss Deverell. El homenaje de una autora a otra, ya se sabe.

—No, tío —dijo firmemente la joven en cuanto se levantó—. Preferiría que no mencionases mis torpes borradores en esta casa.

—¿Usted también es escritora? —preguntó Theo pensando que alguien tenía que hacerlo.

—Escribo unos pocos versos —reconoció ella.

—¿Bajo qué nombre? —preguntó Hermione, descuidadamente.

—Utilizo el mío.

Pareció decepcionada de que su nombre no le sonara a ninguno de ellos y de que sus torpes borradores fueran aceptados como tales. Nadie hizo sonidos de reconocimiento o aprobación, y ella ansiaba decirles que la princesa Alexandra había aceptado uno de sus poemas, titulado «La princesse lointaine».

—Me temo que, en la… excitación, no he oído su nombre —dijo Hermione.

—Miss Nora Howe-Nevinson —dijo en voz alta Lord Norley. No era un nombre fácil de pronunciar y a veces cometía errores muy embarazosos—. Mi sobrina. ¿Y puedo presentarle a mi sobrino, Esmé Howe-Nevinson?

Los dos hermanos se parecían, se parecían demasiado para que favoreciese a ninguno de los dos; la mandíbula de Nora era tan cuadrada como la de su hermano, y su labio superior igualmente velludo, mientras que la piel de Esmé era tersa, de un color tan delicado como el de ella, y sus pestañas eran largas y curvadas como las de una chica, el pelo, castaño y ondulado, abundaba en hermosos destellos dorados.

«¡Delicioso!», pensó Hermione al estrecharle la mano.

—Fue Miss Deverell, Esmé, ya sabes —dijo Lord Norley— quien nos donó el Watts.

—Muy generosa —murmuró su sobrino.

—Regaló un Watts muy bello a la pinacoteca Norley —explicó Lord Norley a Theo—. Debería considerar inexcusable visitarla. Es uno de los tesoros de la ciudad. Miss Deverell es otro de ellos.

Angel estaba ensoñada por tanta adulación. Era una tarde perfecta la que podía deparar tales riquezas y ofrecerlas en presencia de Theo y de Hermione. Esta pensó que Angel parecía indecorosamente saciada: como si su narcisismo no exigiera nada más de momento: estaba exquisitamente en paz.

Luego —demasiado pronto— un sobresalto la sacó de su éxtasis. Esmé Howe-Nevinson distribuyó emparedados, se metió uno entero en la boca y se entregó a un largo examen de Angel: parecía estar estudiándola con fascinada curiosidad, con una mirada vivaz y danzarina, a diferencia de la mirada de spaniel de su hermana. Angel lo notó y se sentía incómoda. Sirvió una taza de té con manos desmañadas; la más mínima acción que realizaba se convertía en una dura prueba.

—¿Por qué Watts? —preguntó de repente Esmé, sin dejar de mirarla atentamente.

—No comprendo —dijo ella recelosa.

—Es decir, ¿por qué eligió precisamente a Watss? ¿O no lo escogió usted? Quizá fue el ayuntamiento o un hatajo de viejos ignorantes y zoquetes.

—No puedo consentir eso —intervino Lord Norley—. Son un comité de expertos excelentes, y ninguno de ellos ha medrado un ápice por todas las molestias que se toman.

—¿No le gusta Watts? —preguntó Angel a Esmé—. Asumo toda la responsabilidad. Fue mi elección, mi dinero, mi ignorancia.

—Y yo le he preguntado por qué.

—Watts es un pintor demasiado famoso para necesitar que le justifique una escritora ignorante.

—Estimo que has sido bastante descortés, Esmé —dijo Lord Norley.

—Y yo también —dijo Nora, apasionadamente.

—No era mi intención. Me he preguntado muchas veces cómo es posible que esas pinturas espantosas entren en los museos provincianos, y aquí tenía la ocasión de averiguarlo. Perdóneme, Miss Deverell, sí le he parecido grosero. Debe de haber sido un cuadro muy caro y dentro de muy poco no valdrá nada. Lamentaba el desperdicio de dinero.

—¡Esmé! —exclamó Nora. Su voz expresó un sobresalto automático, como si él la hubiera escandalizado anteriormente tantas veces que sus reacciones fueran ahora puramente formales.

—Tendré que pedirle consejo en el futuro —dijo Angel. Apartó la mirada de Esmé y jugueteó con la porcelana de la bandeja que tenía delante.

—Sí, hágalo —dijo él, seriamente—. Me proporcionaría un gran placer.

—Esmé también es pintor, ¿sabe? —dijo Lord Norley, contento de que la aspereza se estuviese limando tan bien.

Entiendo —dijo Angel, suavemente.

—¡Pinta cuadros tan horribles! Camareras y jockeys, gabarras en la niebla, callejas bajo el aguacero, basureros… el lado sórdido de la vida…

—Y barriadas —dijo Nora, rencorosamente—. No te olvides de las barriadas, tío, con todos esos horrorosos cobertizos de herramientas y montones de basura.

—Y cementerios —dijo Esmé alegremente—. Tengo un cariño especial a los cementerios.

Su insensibilidad a la crítica —incluso en pintura, que le parecía lo menos prometedor posible— asombró a Angel. Obedeciendo a un impulso travieso, Hermione se inclinó hacia delante y dijo:

—¿Me permite decirle que conozco y admiro su obra, señor Howe-Nevinson? Es un gran honor conocerle personalmente.

Le dirigió una sonrisa atrayente y dejó que sus ojos se posaran en él. «¡Santo Dios! —rogó Theo—. ¡Que no se le ponga ella también de rodillas!».

—Gracias —murmuró débilmente Esmé—. Muy amable.

Sabía que Hermione estaba mintiendo, y por qué; y le divertía a su vez que su hermana y Angel reaccionaran con indignación, como obviamente se había propuesto Hermione. Lamentó que su satisfacción tuviera que ser tan calladamente personal. Le hubiera gustado compartirla, y descubrir por qué un triunfo tan pequeño le resultaba necesario.

—Bueno, ahora sí que… —dijo Lord Norley, con voz tranquila.

Prodigaba aquellas expresiones tan vagas. Presidente de muchos comités, transportaba a todas partes la convicción de que un conflicto suponía un obstáculo, hasta en la vida privada. La discrepancia retrasaba la agenda. Toda disensión, tanto en un salón como en otro sitio, le inspiraba el pensamiento angustiado de que no podría marcharse a tiempo para consagrarse presurosamente a sus aficiones. La codicia la había heredado; su padre había amasado simplemente dinero, y había legado tanto que el prurito de coleccionar podía seguir, en su hijo, cauces más diversos, y desembocar en la búsqueda de jarras vidriadas, monedas griegas, grabados antiguos y mapas de Norley, mariposas, huevos de aves, porcelana oriental. Cuando se alejaba del esplendor de aquellos placeres, la gente le resultaba insustancial; como su sobrino y su sobrina, por ejemplo. Era siempre amable con el prójimo, a la manera de un hombre a quien no le gustan los perros, pero que tampoco aprobaría ninguna crueldad con ellos. Dedicaba a los humanos tiempo y parte de su atención. Se movían ante él como sombras agitadas. Les otorgaba premios, contaba sus votos, se alzaba el sombrero para saludarles en la calle, cenaba con ellos, asistía a sus entierros. Le parecía correcto que le reclamaran parte de su tiempo, como aquella tarde, para que él no pudiese consagrar su vida entera al goce de sus placeres; pero significaban muy poco para él; comprendía una porción mínima de lo que decían, y se perdía los matices más finos de su conversación.

—¿Cuándo ha visto cuadros de Esmé? —preguntó Nora a Hermione.

—Oh, nunca recuerdo las fechas.

—En realidad me refería a «dónde».

—Bueno, hizo aquella exposición que le organicé en Bond Street —dijo Lord Norley, diciendo a Hermione, sin percatarse de ello, exactamente lo que ella quería saber.

—Fue deliciosa —murmuró ella.

—Por lo que yo sé, no entró nadie a verla —dijo Nora, recostándose de nuevo en su asiento, derrotada.

—Qué amable por su parte haberla organizado, Lord Norley —dijo Angel.

—No, no, fue lo menos que podía hacer. Siempre encantado de ayudar. Sus padres, mi pobre hermana Carrie, fallecieron, ¿sabe?

Se volvió para mantener una pequeña charla sobre la viudez con la señora Deverell, que perdió la cabeza y empezó a relatar su larga lucha por llegar a los fines de mes y por poder pagar las mensualidades de la escuela a su hija.

—Mamá, ¿quieres un poco más de té? —preguntó Angel con una voz clara y alta. Las palabras parecieron congelarse al cruzar la habitación y estallaron con una conmoción quebradiza en la cabeza de la señora Deverell. Se asustó, miró y negó con la cabeza. Theo se acercó a ella con un plato de bizcochos y se quedó a su lado, sonriente, tranquilizador, mientras ella bajaba los ojos y cogía un pastel que no le apetecía, pero se alegraba de tener a Theo al lado, amparándola.

—¿Vendrá algún día a ver mis cuadros? —preguntó Esmé a Angel cuando se marchaban—. Aunque, naturalmente, no le gustarán. Supongo que diría que por qué agregar más fealdad al mundo, deliberadamente, habiendo ya tanta. Pero yo me he anticipado y se lo he dicho primero, de modo que ahora tendrá que pensar otro comentario.

—Si voy —le recordó ella.

—Si viene.

Esmé dejó la conversación en este punto y se separó para hablar con la madre de Angel.

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