Angel

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—Nunca provoco peleas, pero tampoco las rehúyo.

Cassie habría querido que la presencia de Angel dejara de ponerla nerviosa. El día anterior había quedado establecido que él no iba a hacerle daño; por ende, la intranquilidad que sentía cada vez que lo tenía cerca no tenía mucho sentido. No temía por su vida. Ni siquiera temía por su virtud. Tras haberlo pensado con tiempo, comprendía que la última amenaza del día anterior no tenía mucha sustancia. Al fin y al cabo ella conocía sus atributos, y entre ellos no se contaba el resultar atractiva a los hombres apuestos; por lo menos, a los que no se interesaban por la explotación ganadera. Y eso de insinuar que volvería a besarla para ajustar cuentas... bueno, era obvio que las cuentas quedaban saldadas con la mera amenaza. El no llegaría a hacerlo.

Pero esa mañana, cuando Angel insistió en salir a caballo con ella para inspeccionar el ganado, Cassie se puso muy nerviosa. En esa oportunidad lo expresó con un parloteo que pronto se volvió serio; fue al preguntar a cuántos hombres había desafiado en su vida. La respuesta de Angel no era la que ella esperaba. Pero el tema estaba abierto y la curiosidad le impedía abandonarlo.

—Dicen que usted ha matado a más de cien hombres — apuntó tan sosegadamente como pudo.

—De mí se dicen muchas cosas que no son ciertas — replicó él.

Cabalgaban el uno junto al otro. Ella le echó una mirada, pero la expresión del hombre no la asustó. En realidad, parecía indiferente.

—¿Lleva la cuenta?

Él le sostuvo la mirada por un momento; Cassie habría jurado que en sus ojos había una chispa de humor.

—Lamento desilusionaría, pero la cifra no es tan alta que yo no pueda registrarla.

Obviamente, no pensaba compartir ese dato con ella.

—¿Fue siempre en duelos limpios?

—Depende de lo que usted considere limpio. He matado a algunos que no la vieron venir. Es que no tengo escrúpulos en matar a un hombre cuando sé que en alguna parte lo espera la horca. Le doy la misma oportunidad que el verdugo: ninguna.

—¿Y eso no le parece asesinato?

—Me parece justicia indirecta. ¿Cree usted que esos mal nacidos dan alguna posibilidad a sus víctimas cuando violan, roban y matan?

El tema ya no le era indiferente. Por el contrario, puso tanto calor en esa pregunta que Cassie lamentó haber tocado el tema. Por eso se horrorizó al oírse preguntar:

—¿Cuántos son algunos?

—Tres.

—¿Y los motivos?

—Uno trató de pagarme para que matara a su socio por la espalda. Suponía que si pagaba para que otro lo hiciera, él no tendría que responder por el hecho. Yo no pienso así. Creo que su socio tampoco. Pensaba entregarlo al comisario, pero él cometió el error de decirme que el de ese distrito respondía a sus órdenes.

No era la primera vez que Cassie oía decir algo así. Sin ir muy lejos, Dorothy Catlin tenía al comisario de Caully más o menos en su bolsillo porque casualmente era sobrino suyo. Claro que el anterior había sido primo de los MacKauley.

—Y el hombre no habría sufrido ningún castigo — adivinó Cassie. — Ninguno en absoluto. En cambio el socio, que era un hombre decente y honrado, habría sido asesinado una noche cualquiera, sólo hacer negocios con quien no debía. No pude permitir que ocurriese.

Cassie se preguntó si ella habría tomado la misma decisión. Gracias a Dios, nunca había tenido que hacerlo.

—¿Y los otros dos?

Súbitamente él se detuvo. La muchacha, al darse cuenta, tiró de las riendas y tuvo que girar el torso para mirarlo. Angel estaba inclinado hacia el pomo de la silla, mirándola directamente; a esa distancia su cara estaba en sombras.

La miró varios segundos tensos antes de preguntar:

—¿Está segura de querer saberlo?

Dicho así, en ese tono, ella comprendió que debía decir que no. Pero tenía la rara idea de que, cuanto más supiera sobre Angel, menos la asustaría. Aunque hasta ese momento no daba resultado, su instinto de entrometida no le permitía cejar en su empeño. De cualquier modo no pudo pronunciar palabra; respondió con un gesto afirmativo.

Él puso a su caballo en movimiento hasta alcanzarla. Habló sin mirarla.

—Hace un par de años sorprendí casualmente a un hombre que estaba forzando a una campesina. Tuve la impresión de que la había sacado a rastras del sembrado en el que ella estaba trabajando. Se veía la granja a distancia, con sembrados que llegaban hasta el río por cuya orilla viajaba yo, rumbo a la ciudad vecina. Él la tenía en la orilla opuesta, entre los árboles. Yo no los habría visto a no ser por los gritos de la mujer. Cuando acabé de cruzar el río y aparecí detrás de ellos, el hombre casi había terminado. Ella estaba herida, tal vez por haberse resistido. Aun así, yo no sabía si no eran una pareja casada, aunque no soporto a los que tratan a sus esposas de esa manera. Sugerí al hombre que la dejara en paz. El me sugirió que me largara aunque en términos más pintorescos. Entonces reparé en un jovencito tan parecido a la muchacha que debían de ser parientes. Al parecer había tratado de auxiliarla, porque yacía a poca distancia, con un puñal clavado en el vientre. Ya estaba muerto.

Cassie tragó con dificultad.

—Y usted mató al hombre. — No era una pregunta.

—Lo maté.

—Bien hecho — dijo ella, en voz tan baja que él no la oyó.

—Pero a la mujer ya nada le importaba. No dejaba de gritar. Y en cuanto le quité de encima a ese cabrón, ella se levantó de un brinco y se arrojó al río. Corrí tras ella, pero aguas abajo la corriente se hacía más profunda y la muchacha se hundió. Cuando logré sacarla ya había muerto. Entonces tuve ganas de volver y matar otra vez a ese cabrón.

Cassie trató de apartar el relato de su mente. Se trataba de una tragedia ocurrida un par de años atrás que ella acababa de obligarlo a revivir. Se requería algún comentario liviano para quebrar el humor lúgubre dejado por la narración, pero ella no era muy apta para alegrar el ánimo a los demás. Su fuerte consistía en fastidiarlos.

Le debía cuanto menos el intento, de modo que dijo:

—Espero que no haya reservado el peor para el final.

El rió.

—Supuse que con este le cerraría la boca. — Ella lo miró con aire suspicaz.

—Lo que acaba de contarme ¿es verdad?

—En versión resumida. ¿O quiere usted saber cuál fue la reacción de los padres? No tenían más hijos que esos dos. Me acusaron de no haber salvado a la muchacha.

—¡Pero si usted lo intentó!

—No quisieron saber de eso.

No, era comprensible; el dolor es una emoción extraña que afecta a cada uno de manera diferente. Y Angel no lo decía con amargura. Probablemente había visto muchos sufrimientos en su carrera; algunos, sin duda, provocados por él mismo.

De pronto agregó:

—Nunca conté a nadie lo de esa muchacha y su hermano.

Cassie quedó sorprendida, pero esa confesión le causaba también un sentimiento cálido, parecido al placer; se consideró privilegiada por compartir esa historia.

—¿Y no quiere compartir contarme el último caso?

Se exponía a una negativa rotunda, pero él comentó:

—Sí que le gusta entrometerse, ¿eh?

Ella se ruborizó, pero el hombre no aguardó su respuesta.

—No me molesta, eso. La tercera vez fue apenas el mes pasado. Se decía que un fulano llamado Dryden se casaba con viudas ricas para quedarse con su dinero; después las mataba. Estaba haciendo carrera en eso.

—¿Y usted mató a un hombre sólo por algo que "se decía"?

El pasó por alto su expresión horrorizada y continuó en el mismo tono coloquial.

—Eran muchos los que estaban enterados, pero no había modo de probar los hechos. ¿Me cree usted capaz de matar a alguien sólo por un rumor?

El rubor volvió, peor que nunca. Era otra vez la hora de la verdad.

—No.

—Claro que no, aunque apretar ese gatillo fue más fácil sabiendo que tantas viudas habían muerto antes de tiempo. Si maté a Dryden fue porque acababa de entregar a una mujer, una duquesa inglesa, a una banda de forajidos sabiendo muy bien que iban a matarla. Por casualidad, ella era amiga de Colt Thunder; él me pidió que me uniera a esa banda de forajidos que la perseguían a fin de que pudiera ayudarla si llegaba a hacer falta. E hizo falta. Si yo no lo hubiera matado, Dryden habría escapado de allí con su sangriento dinero. No quise correr el riesgo de no volver a hallarlo.

—¿Salvó usted a la inglesa?

—Aún estaba con vida la última vez que la vi. Mantenerla así es ahora cuestión de Colt.

—Ahora recuerdo que usted lo conoce, y también a Jessie y a Chase Summers. Son vecinos míos, ¿sabe?

—Lo sé.

El tono de Angel era levemente resignado, como si lamentara que así fuera. Ella lo miró con curiosidad, pero él contemplaba la planicie sembrada de salvia. Decidió que era mejor no insistir en ese tema.

—Me sorprende que Colt haya entablado amistad con una mujer blanca. Si yo no lo conociera desde antes de... bueno, antes de] incidente con los Callan, no me dirigiría siquiera la palabra.

Quienes conocían a Colt Thunder sabían de lo ocurrido en cierta ocasión, varios años antes, en que había sido azotado casi hasta la muerte por atreverse a cortejar a una mujer blanca. El padre de la muchacha se enfureció al descubrir que Colt era, en parte, Cheyenne. A partir de entonces él nunca había vuelto a mirar a las mujeres blancas de la misma manera, salvo a aquellas con quienes ya hubiera entablado relación. A las demás las trataba como a una plaga.

—Hablar de amistad tal vez sea demasiado — reconoció Angel—. Esa duquesa había acorralado de algún modo a Colt obligándolo a escoltarla hasta Wyoming; por eso la acompañaba. No he dicho que le gustara. Lo cierto es que no le gustaba en absoluto.

Eso se ajustaba más a lo que ella sabía de Colt Thunder. Sus pensamientos volvieron a lo que Angel había confesado sobre su tercera muerte "no limpia".

—Usted sabía que iba a salvar a esa inglesa o, cuanto menos, a intentarlo. ¿Cómo justifica, entonces, el haber matado a Dryden?

Ante eso Angel volvió a detenerse. Una vez más la muchacha tuvo que girar para mirarlo.

—Él no sabía que yo no formaba parte de esa banda, señorita. Los forajidos le habían prometido cinco mil dólares a cambio de que la entregara. Por lo que él sabía, nos la entregaba para que muriera. Y permítame decirle algo, lo que tenían planeado para ella no incluía una muerte limpia y rápida. Además, yo no me ando con vueltas. Cuando un hombre hace algo que se castiga con la horca, no me molesta ahorrar trabajo al verdugo. Si usted cree que me arrepiento de haber matado a ese cabrón, está muy equivocada. Fue un verdadero placer. Pero ¡qué diablos pretendo, si ella misma dijo que era asesinato a sangre fría, aun sabiendo que habría muerto a no ser por mí! ¿Qué puede importarme lo que piense usted?

Cassie no supo qué decir. Lo había puesto furioso que ella lo juzgara, y con justicia. Puesta en su lugar, quizás ella habría opinado como él, aunque sin el coraje de dar a Dryden el castigo que merecía.

Volvió la mirada hacia adelante y aguardó a que él la alcanzara. En la baja planicie, pardos y grises comenzaban a ceder paso al verde de las colinas y el río donde pastaba el ganado. La dehesa atendida por los otros dos peones de su padre estaba más allá de la siguiente loma, pero la distancia le parecía de muchos kilómetros porque estaba sentada sobre las brasas del azoramiento.

—Tiene usted razón — dijo, a modo de disculpa—. Ese hombre era tan culpable como si la hubiera matado con sus propias manos, porque la intención equivale al hecho.

—No siempre.

Angel lo dijo mirándola; aún tenía huellas de enojo, de modo que debía de estar pensando en algún horrendo castigo contra ella. Cosa extraña, la idea le pareció divertida en vez de alarmarla. Le dedicó una gran sonrisa.

—Mientras se limite a pensar en eso...

—¿En qué?

—En retorcerme el cuello.

Él se echó el sombrero atrás dejando que el sol le tocara media cara, y replicó con su lenta y perezosa entonación:

—¿Y si no era eso lo que yo estaba pensando?

Los ojos de la mujer se dilataron con fingida sorpresa.

—¿Algo peor?

Entonces él rió siguiéndole el juego.

—Supongo que bastaría con retorcerle el cuello.

—Pero el mío es muy endeble y se rompería enseguida. No parece muy satisfactorio.

—En ese caso, tendré que pensar en otra cosa. Uno no puede vengarse sin...

No pudo terminar. Dos disparos sucesivos y rápidos concentraron toda su atención. Su actitud se tornó tensa y alerta aunque los disparos habían sonado lejos. Sin embargo, el grave rumor que se oyó pocos segundos después no requería explicación. Ambos lo conocían. Cassie gimió para sus adentros. Angel fue más expresivo.

—Larguémonos — dijo.

Los primeros novillos en estampida aparecieron por la lejana loma; iban directamente hacia ellos. Cassie no pensó siquiera en seguir el consejo.

—Es el rebaño de mi padre — fue cuanto dijo, antes de poner su caballo al galope para interceptar el ganado.

Angel apenas podía creer lo que veía.

—¡Hacia allí no, señorita! — le gritó. Pero ella no se detenía.

Por dos segundos el hombre pensó: "¡Que se vaya al diablo!". La zona era amplia; había espacio de sobra para apartarse de la estampida. Luego dejó escapar un grueso epíteto y clavó espuelas para seguirla.

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