Angel

Angel


12

Página 18 de 47

1

2

Esa noche Cassie no se cambió para cenar, como habría hecho de estar su padre en casa, puesto que tanto él como su madre respetaban las costumbres más formales de la costa este, aunque habían pasado más de media vida en el oeste. Temía que, si se ponía otra ropa, Angel no lo interpretara como simple formalidad, sino como un intento de impresionarlo. Y eso era lo último que debía pensar.

Pero en realidad se arrepentía de haber abierto la boca. María, al notar su nerviosismo, le recordó que Angel podía comer en la cocina con ella y su hijo. En realidad, esa había sido la idea de Cassie al hacerte el ofrecimiento. Pero tras la errónea interpretación de Angel, real o fingida, no podía negarse a comer con él sin hacerle pensar que aún le tenía miedo. Aunque fuera cierto, era mejor que él no lo pensara. Y después de todo, el hombre no era un peón a sueldo, sino un invitado... aunque no mediara invitación.

Por añadidura, llegaba tarde. Cuando por fin apareció en la puerta principal, hacía ya quince minutos que María tenía la cena lista. Cassie no demoró el retraso, aunque había mandado a Emanuel para que le dijera a qué hora se servía la cena. En el primer momento, su aspecto la sorprendió tanto que no pudo decir gran cosa.

Él no se había puesto el impermeable. Llevaba en cambio una chaqueta negra que destacaba una musculatura fibrosa, hasta entonces oculta por esa prenda amarilla sin forma. La limpia camisa negra estaba abotonada hasta el cuello con una corbata de cinta en vez del pañuelo. De inmediato se quitó el sombrero. Su pelo negro aún estaba húmedo por el baño; le llegaba casi hasta los hombros, aunque mantenía una pulcritud perfecta. Como casi todos los hombres que pasaban mucho tiempo al aire libre, era obvio que lo estaba dejando crecer para que, durante el invierno, le protegiera del frío el cuello y las orejas.

En esta ocasión no se podía pasar por alto su hermosura. Estaba allí, de forma evidente, inquietando a Cassie tanto como su peligrosa reputación. La muchacha se sorprendió mirándolo con fijeza. Por suerte, él no se dio cuenta. Estaba muy ocupado en mirar a su alrededor.

—¿La tiene encerrada? — preguntó, cuando ella hubo cerrado la puerta.

—¿A quién? Ah, ¿se refiere a Marabelle? Está en la cocina. No se preocupe: he pedido a María que la mantenga allí hasta que usted se vaya.

—Muy agradecido — replicó él.

La desconfianza que le causaba su enorme mascota habría debido divertir a la muchacha, pero teniendo en cuenta que el hombre estaba armado, Marabelle no estaría segura en su presencia, aunque no fuera agresiva.

Previendo una velada desastrosa, Cassie lo condujo por el vestíbulo hasta las puertas dobles de la derecha. La mesa, larga y formal, tenía dos cubiertos frente a frente. Al verlos Cassie lamentó no haber indicado a María que los pusiera en ambas cabeceras de la mesa y no juntos en un extremo, tal como era la costumbre cuando ella cenaba con su padre. Dadas las circunstancias, parecía una disposición demasiado íntima. Pero cambiarlos de sitio en ese momento era insultar a Angel.

Dio un paso hacia una de las sillas y se llevó la sorpresa de que él se la acomodara. No esperaba esos modales refinados.

—Gracias — dijo.

La puso aun más nerviosa ver que él, sin responder, ocupaba el asiento opuesto.

Al oír la voz de Cassie, María asomó la cabeza por la puerta lateral y, momentos después, comenzó a servir la comida. Angel hizo algún comentario sobre los finos muebles de la habitación; para Cassie fue un alivio tener un tema neutro del que conversar. Explicó que todos los muebles eran iguales a los de la casa de Wyoming, pues su padre había ido a la misma tienda donde se compraron los originales en Chicago. Como algunos ya no estaban a la venta, él había encargado que los hicieran iguales.

—¿Por qué? — preguntó Angel, cuando el tema estuvo casi agotado.

—Nunca pregunté — admitió la joven—. Hay ciertas cosas de las que no hablo con mi padre. Todo lo que se refiera a mi madre y hasta lo que posiblemente guarde alguna relación con ella, queda a un lado.

—¿Por qué? El hecho de que estén divorciados...

—No lo están. — Como él bajó el tenedor y se quedó mirándola, Cassie agregó: — Todo el mundo piensa que sí, pero ninguno de los dos se decidió a divorciarse. Al parecer, ambos se conforman con vivir con todo el país por medio.

—¿Y si alguno de los dos quisiera volver a casarse?

Cassie se encogió de hombros.

—Probablemente el interesado haría algo para poner fin al primer matrimonio.

—Y usted, ¿lo tomaría a mal?

—En toda mi vida no he visto que mis padres se dijeran directamente dos palabras. ¿Cómo puedo tomar a mal que cualquiera de ellos desee llevar una vida conyugal normal?

Angel meneó la cabeza antes de continuar con su comida.

—Nunca acabé de creer que, en todos estos años, no se hubieran dicho una palabra. Para usted debe de haber sido difícil.

Ella sonrió.

—En realidad yo tenía siete años cuando descubrí que no todos los padres se comportaban de ese modo. A mí me parecía lo normal. Ahora, ¿por qué no me cuenta algo de usted, Angel?

Se ruborizó en cuanto hubo pronunciado el nombre. Era la primera vez que lo hacía. No esperaba que sonara tan íntimo, sobre todo en labios de una mujer.

Él se dio cuenta.

—¿Qué pasa?

—¿No tiene... eh... otro nombre por el que pueda llamarlo?

Él no llegó a sonreír, pero era obvio que la incomodidad de la muchacha lo divertía.

—Se las estaba arreglando muy bien con lo de "señor" — le dijo.

Pero a esa altura no parecía apropiado. Tampoco servía decirle "señor Angel", pues ése no era su apellido. La visible indiferencia del hombre hacia su problema la fastidió al punto de preguntar:

—¿Por qué eligió el nombre de Angel?

Una ceja negra ascendió en arco.

—¿Le parece que yo pude elegir ese nombre?

—¿No fue así?

—Claro que no. Pero yo no recuerdo que mi madre me llamara de otro modo; fue el único nombre que pude dar al viejo montañés que me crio cuando él quiso saber cómo me llamaba. A él también le pareció gracioso por lo que recuerdo.

Cassie tardó sólo diez segundos en estudiar el asunto y comentar:

—Pero ese debía de ser sólo un apelativo cariñoso, algo así como "tesoro" o "querido".

—Con el correr del tiempo me di cuenta de eso, pero a esas alturas el nombre se me había pegado. Y no me importaba mucho. Si uno pasa tanto tiempo pensando que se llama así, acaba por acostumbrarse. Ahora me sentiría raro con otro nombre.

—¿Y la gente que no está acostumbrada?, — quiso preguntar Cassie. Pero sentía curiosidad por lo que él había revelado inadvertidamente.

—¿Su madre murió? ¿Por eso lo crio un montañés?

—El me robó.

Entonces, fue Cassie quien bajó el tenedor.

—¿Cómo ha dicho?

—Me robó en San Luis — continuó él, como si no la viera sentada allí, boquiabierta—. Por entonces yo tenía cinco o seis años. No recuerdo bien.

—¿No? ¿Eso significa que no sabe qué edad tiene ahora?

—No, no sé.

Eso le pareció tan triste que estuvo a punto de darle unas palmaditas solidarias en la mano. Retiró los dedos a tiempo, pero él se dio cuenta. Eso la puso tan nerviosa que se llenó la boca con el pollo sazonado que había preparado María para no poder decir otra palabra.

Pero después de haber tragado volvió a hablar.

—¿Cómo se puede robar a un niño en una ciudad tan grande?

¿Nadie hizo nada por buscarlo?

—Como no me hallaron, no lo sé. Pasé los nueve anos siguientes en las Rocosas, en un sitio tan alto que nunca veíamos a un indio, mucho menos a otros blancos.

—¿Nunca trató de escapar?

—Pocos meses después de llegar a esa cabaña de las montañas, un día me alejé demasiado. Oso Viejo, al encontrarme, me encadenó en su patio tres semanas.

A Cassie le costaba aceptar lo que estaba oyendo. Eso último la horrorizó.

—¿Lo dejó a la intemperie?

—Tuve la suerte de que fuera en verano — dijo Angel, despreocupado, como si el tema no le trajera recuerdos terribles—. A partir de entonces no volví a alejarme. Y pasaron casi cinco años antes de que él me permitiera acompañarlo a la población donde vendía sus pieles. Se demoraba una semana sólo en llegar hasta allí.

—Y estando allí ¿no dijo nada a nadie?

—Él me había ordenado que no abriera la boca. Por entonces yo estaba habituado a obedecerle. Además, esas gentes conocían a Oso Viejo. Allí no había nadie capaz de enfrentársele para ayudarme a volver a San Luis.

Cassie se arrepentía de haberlo interrogado sobre su nombre, pero no podía abandonar el tema.

—¿Sabe usted por qué lo secuestró? ¿Querría un hijo?

—No, sólo compañía. Dijo que se había cansado de hablar solo.

Sólo compañía. Un niñito había sido arrebatado a su familia a fin de hacer compañía a un viejo. Ella nunca había sabido de algo tan Patético... y escandaloso.

—¿Dónde está él ahora?

—Murió.

—¿Usted lo...?

—No — replicó él—. Debía su apodo a que siempre había una o dos pieles de oso entre las que vendía. Le encantaba medir sus fuerzas contra los osos; cuanto más grandes, mejor. Pero fue envejeciendo demasiado para seguir cazándolos. El último sobrevivió; él no.

—¿Y usted se fue?

—En cuanto lo hube enterrado — dijo Angel—. Tenía quince años, poco más o menos.

—¿No volvió a San Luis para buscar a sus padres? — preguntó Cassie.

—Fue lo primero que hice. Pero nadie se acordaba de mi madre ni de que hubiera desaparecido algún niñito. Claro que San Luis no era mi verdadero hogar. Recuerdo que llegamos allí en tren. Y Oso Viejo me secuestró poco después.

—No habla usted de su padre.

—Casi no recuerdo haberlo tenido. Había un hombre que decía ser mi padre, pero lo vi sólo una o dos veces. No sé cuál era su oficio, pero lo mantenía fuera de casa largos períodos.

—¿Y usted nunca los buscó?

—No sabía dónde buscar.

Lo dijo con tanta indiferencia como si ya no importara. A Cassie le costaba tanto entender su actitud como su relato.

—Chase Summers tampoco conocía a su padre — dijo—. Pero sabía su nombre. Por eso pudo hallarlo con facilidad en España. De cualquier modo, hay hombres que se especializan en buscar a las personas desaparecidas; saben descubrir pistas sepultadas por mucho tiempo y datos olvidados. Si usted quisiera, podríamos contratar a uno de esos para buscar a sus padres.

—¿Podríamos?

Ella, ruborizado, tomó la botella de vino para volver a llenar las copas. La de Angel estaba casi intacta. Cassie se reprochó no haber indicado a María que buscara una botella de whisky para él, en el caso de que hubiera alguna en la casa, porque su padre no bebía. Sin embargo, la idea de que Angel pudiera embriagarse resultaba demasiado temible.

—Supongo que está asomando mi impulso de entrometida — admitió, con la esperanza de no haber enrojecido. No creía haberse ruborizado tanto en la vida como desde la aparición de Angel—. Debe usted perdonarme. No puedo evitarlo, me gusta ayudar.

—¿También a los que no quieren ayuda?

Eso debería haberla callado, pero Cassie no había terminado de disculparse por su irritante costumbre.

—Algunos necesitan un poco de ayuda para descubrir lo que realmente quieren.

Angel no contestó, como si aceptara el argumento. Habría querido hallar a sus padres. Nadie lo había amado nunca y ellos eran los únicos que quizá pudieran hacerlo. El amor era algo que faltaba en su vida, y no sólo el paternal. Desde el día en que viera juntos a Jessie y Chase Summers, el modo en que se tocaban y se miraban con frecuencia, el modo en que ardía el amor entre ellos, sabía que él también necesitaba algo así: esa proximidad con otra persona, la ternura, la atención, cosas que nunca había tenido o que había olvidado a fuerza de no experimentarlas.

Pero había renunciado a buscarlas. Las mujeres buenas lo rechazaban por su reputación. Las malas gustaban de su reputación y lo recibían de buen grado en su cama, pero se asustaban a la primera señal de que él deseaba algo más serio que pasar un buen rato.

Ahora bien, ¿qué tenía Cassandra Stuart para hacerle pensar en eso? No, no era ella, sino el hecho de que hubiera escarbado en todos sus años de soledad.

—Disculpe — dijo ella atrayendo de nuevo su mirada—. Creo que usted... Bueno, me sorprendió con sus revelaciones. Creía saber mucho de usted, pero no había oído una palabra sobre sus primeros años.

Él había contado a Colt lo de Oso Viejo, pero a nadie más... hasta ahora. Y por nada del mundo lograba imaginar por qué se lo había contado a ella. Tal vez porque lo desconcertaba con esa pose tan decorosa y gazmoña; tal vez porque estaba más bonita que antes. Y eso no tenía sentido, porque no había en ella nada diferente. Hasta llevaba la misma ropa que por la tarde.

Sin embargo, esa era la primera vez que la veía sin abrigo, sin una chaqueta o un chal que le cubriera la silueta; le sorprendió un poco descubrir que tenía buenas formas, pechos redondeados que llenarían la mano y cintura esbelta. A la luz de las velas lucia suave y cremosa; SUS ojo s grises parecían plata líquida. Y esos labios apetitosos...

No llevaba la cuenta de cuántas veces se le había desviado la mirada a esa boca mientras ella conversaba, comía y ahuecaba los labios para sorber el vino. En la ocasión del beso que ella le plantó, apenas tuvo tiempo de probarlos, pero le parecieron increíblemente dulces.

De nada servía negarlo. Quería probarlos otra vez. Y cuando bajó los ojos hasta el pecho y volvió a elevarlos hasta la boca suave, el cuerpo comenzó a decirle que deseaba algo más.

Esa reacción inesperada lo sobresaltó tanto que alargó la mano hacia la copa y bebió todo el vino. Cuando dejó la copa vio que Cassie le estaba mirando la cicatriz de la mandíbula. Estaba seguro de que ella la había visto, aunque no hubiera hecho preguntas. Le cruzaba la línea de la mandíbula por abajo, de modo que sólo se veía desde cierto ángulo. O cuando él echaba la cabeza hacia atrás. Por el modo en que ella bajó la vista hacia el plato comprendió que tampoco en esa oportunidad iba a hacer preguntas.

Angel se extrañó que no lo interrogara considerando que cualquier otro tema le parecía adecuado. Tal vez la intimidaba ver el resultado de la verdadera violencia. Pero por algún motivo esos remilgos lo fastidiaron. No, si estaba fastidiado era porque de pronto la deseaba, porque habría querido sentarla en su regazo para degustarla más a fondo.

Por eso le ofreció una explicación:

—Esto me lo hizo un hombre que quiso acercarse subrepticiamente por detrás para degollarme. Le falló la puntería.

Cassie alzó los ojos para fijarlos en los de él.

—¿Aún vive?

—No.

Al decirlo, Angel dejó caer la servilleta en la mesa y se levantó bruscamente. Necesitaba salir de allí, alejarse de esas velas, del vino y de esa mujer que le parecía más y más bonita a cada segundo.

—Gracias por la cena, señorita, pero no se sienta obligada a repetir la invitación. A decir verdad, me es más cómodo comer solo. Estoy muy acostumbrado.

De inmediato se arrepintió de haber agregado eso. La lástima que vio de pronto en sus ojos le retorció en las entrañas. Salió antes de sentirse tentado a aceptar lo que ella ofrecía. Fuera lo que fuese, no lo necesitaba. No necesitaba de nadie.

Ir a la siguiente página

Report Page