Angel

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Esa noche, mientras su madre se demoraba en el comedor para felicitar al personal por lo excelente de la cena, Cassie salió al vestíbulo del hotel hasta donde Catherine no pudiera verla y corrió al escritorio de recepción para preguntar si había algún mensaje para ella.

Todos los días se las arreglaba para escapar de su madre un par de veces y preguntaba en ese escritorio, aunque fuera necesario esperar a que Catherine se acostara. Como tenían cuartos separados, aunque intercomunicados, eso resultaba fácil, pero no le gustaba bajar sola al vestíbulo a esas horas.

Esa noche no sería necesario; al menos, eso esperaba. Pero cuando estaba a metro y medio del escritorio alguien la detuvo.

—¿No nos conocemos, señorita?

Cassie no pudo evitar clavarle la vista... otra vez. Era el joven del taller de costura. Cuando ellas entraron el mozo y su amiga ya habían sido llevados a un cuarto de trastienda, de modo que Catherine no pudo cobrarse la grosería. Cassie, a su vez, se estaba mostrando grosera al mirarlo así. Pero él la hipnotizaba con su hermosura, pelo rubio con tintes rojizos, ojos verde esmeralda, rostro bien afeitado sin una sola imperfección y mucha elegancia en su impecable traje oscuro de tres piezas.

—¿Señorita? — repitió él.

—No — replicó Cassie abruptamente.

Logró dominar su bochorno ante su demora en responder y se consoló pensando que él debía de estar acostumbrado a que lo miraran de ese modo las mujeres de cualquier edad. Se preguntó dónde habría dejado a su amiga y si en verdad era su mantenida.

—¿Está usted segura de que no nos conocemos?

—Muy segura. Sólo concurrimos a la misma modista. — Entonces él sonrió.

—Ah, sí, la damisela acompañada por esa bruja formidable.

Ella enarcó una ceja. Por lo visto, el hombre insistía en mostrarse insultante.

—Esa bruja formidable era mi madre. ¿Es por arrogancia que se muestra usted tan grosero, señor, o porque no le han dado una buena educación?

—En realidad es una forma de arte que entusiasma a las damas con quienes trato.

Cassie tuvo la sensación de que estaba convencido de eso. Estuvo a punto de reír pero se contuvo. En cambio le hizo una advertencia.

—Si continúa mondándome, señor, se encontrará en un verdadero aprieto porque es probable que mi madre retire su revólver del equipaje.

Creyó que eso lo alejaría, pero él se limitó a poner cara de quién lo duda y le siguió la corriente:

—¿Su mamá lleva armas?

—Sólo cuando va a la ciudad.

—¡Pero si en San Luis no hay peligro!

—Por eso lo guarda en el equipaje. Generalmente lo lleva consigo, ¿sabe usted?

—No me diga que usted es del Oeste. — Cassie se extrañó ante esa brusca sorpresa.

—¿Por qué?

—Me parece fascinante. — Ella no dudó ni por un segundo que ese interés fuera sincero. — ¿Ha visto usted a indios de verdad? ¿Presenció alguno de esos duelos callejeros de que se habla?

Ella no pensaba responder. No era la primera vez que tropezaba con personas ávidas de saber sobre el "salvaje Oeste", aunque nunca trataban de conocerlo en persona. Pese al progreso del ferrocarril, los hallazgos de oro y plata y el surgimiento de las ciudades ganaderas, los hombres como ese no abandonaban sus ciudades civilizadas y seguras para visitar aquello, aunque se morían por oír hablar de las fronteras primitivas y sus sangrientos detalles.

Ella decidió ser audaz y responder al fin y al cabo.

—De vez en cuando detectamos pequeños grupos de indios renegados, pero sólo molestan a algún colono aislado y, ocasionalmente, a las diligencias. Ya no son tan peligrosos como antes. Pero yo misma estuve en un duelo callejero apenas el mes pasado. Terminó tan pronto que a usted no lo hubiera entusiasmado y no fue mi proyectil el que le puso fin. Ese honor correspondió a un pistolero llamado Angel. En realidad, lo llaman El Angel de la Muerte. ¿No lo ha oído nombrar?

—Creo que no — respondió el hombre — ¿Por qué lo llaman así?

—Porque nunca falla un disparo y porque siempre dispara a matar. — Ya había malgastado tiempo suficiente. — Y ahora, si me disculpa, señor...

—Bartholomew Lawrence. Pero mis amigos me llaman Bart. ¿Y usted es...?

—Cassandra... Angel.

Se había demorado mucho antes de decir Angel. La expresión del hombre decía que no acababa de creerle. A ella le importó poco. Le estaba impidiendo cumplir con su objetivo. Y ya no había tiempo. Catherine acababa de aparecer en la entrada del comedor y la estaba buscando con la mirada.

—Para usted, señora Angel — agregó Cassie, ya cortante, fastidiada consigo misma por haberle dirigido la palabra.

Se alejó sin decir más. Tenía unos diez segundos para preguntar en el escritorio si había algún mensaje para ella. Al hacerlo se llevó la sorpresa de que le entregaran una nota. Apenas logró esconderla en la palma de la mano antes de que Catherine apareciera tras ella. Había pasado ante Bartholomew Lawrence sin reconocerlo.

—¿Qué haces, Cassie?

La muchacha se volvió. Lawrence aún estaba donde ella lo había dejado y podía oírla. Pero su especialidad era idear excusas ridículas en el acto.

—Quería averiguar si Angel ya se había reunido con nosotras, mamá. — Luego agregó significativamente: — Este es uno de esos momentos en que nos sería útil.

Catherine siguió la dirección de su mirada y al ver a Lawrence comprendió de inmediato. El hombre, que había oído a Cassie, se echó a reír, pero se retiró inmediatamente. Por entonces Catherine estaba visiblemente encrespada.

—¿Te estuvo molestando?

—No fue nada. Me reconoció y quiso entrar en conversación para presentarse.

—¿Se disculpó?

—Le insinué que debía hacerlo, pero él dice que su grosería es una forma artística, que obviamente trata de perfeccionarla. De cualquier modo, me resultó tan desagradable que traté de inculcarle el temor de Angel. No me creyó.

—Hace falta ver a ese pistolero tuyo para creer que pueda matar a sangre fría.

—El no...

—No importa — la interrumpió Catherine mientras la llevaba hacia la escalera—. Pero he decidido que voy a sacar el revólver de la maleta.

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