Ana

Ana


Primera parte. Los ojos » 2

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Que yo recuerde, siempre he querido ser abogada.

Por algún motivo, toda mi vida he querido hacer justicia. Es algo que tengo grabado a fuego desde muy pequeña. Cambiar el mundo, hacerlo un lugar un poco más habitable. Defender a los desheredados, librar batallas imposibles, ponerme delante del juez y del jurado y hacer un alegato brillante que les haga conmoverse y descubrir la verdad.

No tiene nada que ver con el dinero, ni con labrarme una carrera de éxito. Ni mucho menos con la tradición familiar; de hecho, soy la primera abogada de una larga lista de restauradores.

Nada de eso.

Había visto un millón de veces a Atticus Finch en Matar un ruiseñor, a sir Wilfrid Roberts en Testigo de cargo, a Frank Galvin en Veredicto final, a Arthur Kirkland en Justicia para todos, ellos eran mis héroes, los mejores y más brillantes abogados de siempre. Y al verlos me daba cuenta de una cosa: todos ellos, todos y cada uno de ellos, invariablemente, hacían justicia, pesara a quien le pesara. Y por si fuera poco, además se salían con la suya.

Yo también quería salirme con la mía.

Y estaba convencida de que la mejor forma de conseguirlo era siendo abogada.

Cuando le dije a mi padre que quería estudiar Derecho, recuerdo perfectamente que me dijo:

—Nos vendrá bien una picapleitos en el negocio.

Eso fue todo lo que dijo.

Mi padre nunca mostraba sus sentimientos en público. Ni siquiera con mi hermano o conmigo. Y jamás utilizaba adjetivos. Decía que los adjetivos eran como un billete falso.

—Nunca te fíes de los adjetivos, Anita —decía a menudo.

Soy consciente de que todo ese rollo de los sentimientos y los adjetivos se quedó grabado en mi ADN durante mi infancia. Lo heredé de mi padre. También heredé un viejo Seat Toledo de color verde. Eso fue lo que me dejó mi viejo al morir. Aparte de sus cambios de humor congénitos y otras cuantas taras. El coche lo vendí en cuanto tuve ocasión. Sobre los sentimientos, adjetivos y taras, bueno, digamos que también intenté deshacerme de ellos, aunque sin conseguirlo.

Miré el reloj en el salpicadero del coche.

Las doce y veinte minutos de la mañana. Habían pasado casi dos horas desde la llamada de mi hermano. Iba conduciendo mi Mazda 6 color rojo otoñal por la autopista A-6, en dirección a Robredo. Me conocía el camino de memoria, cuando era cría solía pasar muchos fines de semana en una pequeña casa en la sierra que tenían unos amigos de mis padres en Monte Pico, unos kilómetros más allá.

Marqué un número de teléfono y puse el manos libres. Después de varios tonos, escuché una voz:

—Promultas, dígame.

—Hola, Ronda. Soy yo.

—¿Ana? Buenos días, ¿estás llegando a la oficina?

—No exactamente —dije sin ganas de darle más explicaciones—. Escucha, necesito que reúnas a Sofía y a Francisco y también a… ese chico nuevo de las corbatas horribles, ¿cómo diablos se llama ese chico?

—¿Gerardo?

—Gerardo, quiero que los reúnas a los tres, los quiero en mi despacho después de comer.

—¿Qué hora es esa, Ana?

Ronda me conocía bien. Sabía que mis horarios de comidas, así como el resto de los horarios en general, eran muy poco ortodoxos. Tan pronto llegaba a trabajar a las tres de la tarde como lo hacía de madrugada. Hice un rápido cálculo mental del tiempo que me llevaría mi visita a Robredo, así como otra gestión importante que debía hacer antes de ir a la oficina.

—¿Las cuatro? —dije.

—Las cuatro —repitió Ronda.

—Diles que reúnan toda la información que puedan sobre Menéndez Pons.

—¿Es un cliente nuevo?

—Ronda, tú diles eso, y que estén a las cuatro en punto en mi despacho.

—Lo que tú digas —respondió ella, que no parecía muy satisfecha con mi respuesta—. Otra cosa, Ana. Te está buscando Concha. Ha preguntado varias veces por ti. Parece de mal humor.

Pude imaginar a Concha recorriendo los pasillos de la oficina, echando broncas a diestro y siniestro por cualquier motivo. Promultas era un enorme bufete que se dedicaba única y exclusivamente a recurrir sanciones administrativas, especialmente multas de tráfico. En los buenos tiempos había llegado a tener casi un centenar de abogados, en su mayoría jóvenes recién licenciados. En la actualidad se las apañaba con dieciocho, incluyendo a la propia Concha y a mí como jefa del departamento de recursos administrativos, un eufemismo que venía a decir que yo era quien supervisaba todos los procedimientos, en especial los que formulaban los recién llegados. Ella era la fundadora y socia principal. La jefa. Mi vieja amiga de la facultad, que me había sentado una tarde de invierno en el vestíbulo de un hotel a las afueras y me había obligado a trabajar en su despacho, rescatándome en un momento de mi vida en el que, por decirlo de una forma suave, lo único que me interesaba era dejar pasar el tiempo anestesiada con alcohol. Pero esa, como se suele decir, es otra historia.

Concha aceptaba mi falta de puntualidad, mis peculiares horarios, mi manera poco ortodoxa de relacionarme con el trabajo. Lo hacía porque éramos amigas. Y lo hacía también, no nos engañemos, porque yo era un lujo para su despacho, una abogada con mi experiencia al frente de un bufete como Promultas era algo que en otras condiciones ella no se podría permitir. Yo era muy buena en lo que hacía. Pero lo hacía a mi manera. Eso había quedado claro desde el primer minuto. Me pagaba poco para mi cualificación, una cuarta parte de lo que yo ganaba en mis tiempos de gloria como azote de jueces y fiscales. Sin embargo, no necesitaba más. De hecho, no quería más.

El caso es que si Concha estaba nerviosa aquella mañana, y había preguntado por mí varias veces, era que algo fuera de lo normal tendría que haber ocurrido.

—No te preocupes, Ronda —dije al fin—. Dile a Concha que esta tarde la veo.

—Lo que tú digas, Ana. ¿Algo más?

—Sí, otra cosa muy importante. Necesito que mandes una copia de mi DNI y otra de mi cédula de colegiada del Colegio de Abogados.

No encontraba mi cartera por ninguna parte. Después de una noche como aquella, no era la primera vez que me ocurría. Ir indocumentada por la vida se había convertido en un sello de identidad. Mi secretaria no hizo ningún comentario, estaba acostumbrada.

—¿Dónde quieres que lo envíe? —preguntó.

—Al cuartel de la Guardia Civil de Robredo —dije.

Se hizo el silencio. Eso sí que era una novedad. Desde que trabajaba allí, no había pisado un juzgado, ni una comisaría, ni un cuartelillo. Todo mi trabajo se realizaba en la propia oficina. Esa era otra de las razones por las que había aceptado la propuesta de Concha. Necesitaba poner tierra de por medio entre cualquier dependencia del sistema judicial y yo misma. Pero aquella mañana, después de más de cinco años, iba a romper esa rutina. Y no parecía que presentarme delante de la Guardia Civil sin documentación alguna fuera una buena forma de empezar.

—Es urgente, Ronda.

—Sí, claro, ahora mismo —dijo ella un poco desconcertada—. ¿Sucede algo?

Sabía que Ronda comentaría aquello en la oficina en cuanto colgara el teléfono. Hubiera preferido contarle yo directamente a Concha lo que estaba pasando. Pero no tenía tiempo. Y no me quedaba otro remedio que pedirle esos papeles a mi secretaria.

—No ocurre nada —dije—. Por favor, no comentes nada en el despacho hasta que yo llegue, ¿crees que será posible?

—Por supuesto, Ana —respondió enseguida—. Soy una tumba. Ya me conoces.

Ronda tenía muchas virtudes. Pero la discreción no era una de ellas. Ambas sabíamos que en menos de una hora los dieciocho abogados, cuatro secretarias y tres becarios de Promultas sabrían que yo estaba con la Guardia Civil de Robredo.

Vi en la carretera el desvío a mi destino. Puse el intermitente y entré en el carril derecho para tomar la salida.

—Date prisa, Ronda, por favor —dije. Y colgué.

Odio las despedidas. No me refiero solo a esas largas, emotivas e interminables despedidas en las estaciones de tren, en los aeropuertos o en la puerta de tu casa. Me refiero a cualquier clase de despedida. Hasta luego. Adiós. Chao. Luego te veo. Un beso. Dos besos. Abrazos y más abrazos. Miles de abrazos. Etcétera, etcétera, etcétera. Esas palabras, esos gestos, me enfermaban. Era superior a mis fuerzas. Por Dios, di lo que tengas que decir y cuelga el teléfono.

Enfilé la vía de servicio con el ánimo tranquilo. No había nada que temer. Iba a ver a mi hermano después de muchos años sin saber nada de él. La última vez que lo había visto, le había dicho literalmente: «Muérete». Y luego nada. No habíamos vuelto a vernos. Alguna llamada perdida. Algún mensaje sin contestación. Nada más. En aquella época creo que le dije esa misma palabra, «muérete», a unas cuantas personas de mi entorno, incluyendo (o especialmente) a mis seres más queridos.

Ahora acusaban a mi hermano de asesinato. Y recurría a mí. Sentí una pequeña presión en el pecho. Nada grave. Ansiedad. En ocasiones era una presión que ni siquiera me dejaba respirar. Pero aquella mañana no. Solo era un ataque leve. A pesar de todo, decidí tomar medidas.

Después de salir de la autopista crucé por debajo de un viejo puente de piedra. Y un par de kilómetros más adelante detuve el coche en el arcén.

Bajé y abrí el maletero. Levanté una manta de color azul oscuro que había vivido tiempos mejores y encontré lo que buscaba. Un estuche con dos pequeñas botellas. La primera era una preciosa botella de cuello alargado de ron Flor de Caña. Para las emergencias. Quité el tapón. Y di un trago. Inmediatamente sentí que la presión en el pecho iba diluyéndose. Para asegurarme, di otro trago. Quizá algunos estén pensando: ginebra y ron de buena mañana, y en ayunas, no parece la mejor combinación para combatir la ansiedad. Solo puedo decir en mi defensa que mi cuerpo, mi ansiedad y yo misma hace tiempo que dejamos de preocuparnos por lo que piensen los demás.

Aun así, no era plan llegar al cuartel apestando a alcohol. Agarré la otra botella del estuche, quité el tapón e hice unas gárgaras con el líquido verdoso que había en su interior: Listerine extra fuerte. Mi mejor amigo para las reuniones comprometidas.

Después de varias gárgaras, me agaché y observé el reflejo de mi propia imagen en el espejo retrovisor. Mi pelo corto y negro, mis ojos oscuros luchando por mantenerse abiertos, mis rasgos afilados no pasaban por su mejor momento, aunque para mi sorpresa, no tenía tan mala cara como yo misma había sospechado teniendo en cuenta las circunstancias. Por dentro estaba destruida, pero a la luz del sol lucía razonablemente bien para ser una abogada arruinada de cuarenta y tres años, alcohólica, adicta a los tranquilizantes y cuyo único familiar vivo acababa de ser acusado de asesinato. Si no me hacían un análisis de sangre, o un test psicológico, podría dar el pego.

Volví al coche y enfilé de nuevo la carretera. Tenía tiempo de hacer otra llamada. Presioné las teclas del móvil y puse el manos libres.

El teléfono sonó varias veces. Hasta que saltó el buzón de voz. No había ninguna voz invitándome a dejar un mensaje, ni nada parecido. Simplemente un pitido. Por un instante pensé en colgar. Aquella era una llamada importante, no quería contarle mi vida a un buzón de voz. Pero dos segundos después cambié de opinión y dejé un breve mensaje. Como ya he dicho antes, cambiar de opinión es una de mis especialidades. Lo hago a todas horas. Y me va bien así.

Esto es lo que le dije al buzón de voz:

—Soy Ana. Llámame.

Sé que no es un mensaje muy elocuente y que no ganaré el premio al mejor discurso del año. Pero es todo lo que necesitaba decir.

Tomé el desvío de Robredo Urbanizaciones. Dejé un gran centro comercial a mi derecha y crucé una rotonda.

Allí estaba.

El cuartel de la Guardia Civil.

Lo observé a través del parabrisas del Mazda. Mi primer impulso fue dar media vuelta. Qué necesidad tenía yo de aquello. Sabía que una vez que entrara en ese lugar, todo serían complicaciones. En el mejor de los casos, semanas y semanas de investigación, de duro trabajo, de enfrentarme a la Policía, al fiscal, al juez, para conseguir al final que mi hermano saliera absuelto. Eso en el mejor de los casos. En el peor, sentimientos a flor de piel, personas contando su vida en el estrado, no quería ni pensarlo. Como digo, no tenía ninguna necesidad, y aún menos ninguna gana, de pasar por ello.

Solo tenía que girar el volante. Dar media vuelta. Regresar a mi vida apacible y sin sobresaltos de recursos administrativos y barbilampiños desconocidos.

Mientras pensaba todo eso, entré en el aparcamiento del cuartel.

Aparqué mi coche junto a un jeep de la Guardia Civil.

Y apagué el motor.

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