Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 15

Página 19 de 101

15

—¿Por qué me está siguiendo la Guardia Civil de Robredo? —pregunté a bocajarro.

Moncada negó con la cabeza.

—Estoy aquí a título personal —dijo.

Después del susto inicial, el teniente se había disculpado y habíamos entrado juntos en La Antorcha Roja, donde el resto de comensales no nos quitaban ojo. Los propios Haruo y Reiko nos acompañaron hasta mi mesa. Nos sentamos frente a frente, sin perdernos de vista.

—Me debe una explicación completa —espeté.

Él hizo un gesto afirmativo reconociendo que tenía razón. De alguna forma intuí que aquel hombretón estaba deseando desahogarse conmigo.

—Siento haberla asustado, no era mi intención —dijo arrastrando las palabras—, pero, la verdad, quería estar seguro de que se encontraba bien.

—Agradezco el interés, aunque casi no nos conocemos —respondí cautelosa—, si lo que me está diciendo es que me espiaba para ver cómo estaba de salud, lo siento pero no cuela.

—Su hermano y yo compartimos muchas cosas —soltó de pronto—. Yo también jugaba al póquer. A veces.

Pensé que aquellas palabras se merecían un café. Levanté la mano y Haruo se aproximó con su habitual sonrisa.

—Café cortado —dije—, bien caliente.

—Lo mismo —dijo Moncada.

Haruo movió la cabeza.

—Yo decir a Policía no venir —anunció—, decir que hombre malo ahora ser amigo.

—Muchas gracias, Haruo —tercié—, resulta que hombre malo es también policía, así que todo queda en casa, no hay problema.

El japonés escrutó a Moncada, intentando encontrar en él algo que confirmara o desmintiera mis palabras. A primera vista, el teniente tenía más pinta de guardabosques que de policía o de militar.

—Traer cafés —sentenció, y se retiró con prudencia.

Descubrí que la chica del traje rojo murmuraba algo a su novio mientras nos observaba, supongo que ahora había despertado su interés, la cuarentona solitaria y taciturna del fondo se había convertido en una tipa rara sobre la que merecía la pena hacer comentarios, una mujer con un comportamiento inexplicable que entraba y salía del restaurante por la puerta trasera bajo la lluvia con un extraño.

Concentré mi atención de nuevo en mi interlocutor.

—No he jugado al póquer en mi vida, teniente —dije—, soy totalmente profana en ese asunto.

—Puedes llamarme Santiago —añadió—, y también podemos tutearnos, si te parece bien.

Observé su barba descuidada y sus gestos bruscos. En otro tiempo me habría podido sentir atraída por alguien así. Muy atraída. De hecho, aunque mi radar no estaba en forma, podía notar que aquel hombretón despertaba lejanamente algo parecido a un instinto sexual en mí. Lo corroboré al pasar la vista por sus manos grandes, seguras, algo toscas.

—De acuerdo, Santiago, pasemos a la fase del tuteo —recapitulé—. Me has estado siguiendo para ver cómo me encontraba tras la muerte de Alejandro.

—Tenía curiosidad.

—Por otra parte, dices que compartías con mi hermano la afición por el juego.

—Podríamos llamarlo así —confirmó—. Yo nunca he jugado a su nivel, él se metía en las grandes partidas, yo me conformaba con las mesas de segunda división. Sin embargo, como suele ocurrir en el mundillo, coincidíamos con frecuencia, y de alguna forma empatizamos. Alejandro era un buen tipo, alguien en quien se podía confiar.

—Un santo, sí —dije.

Al parecer mi tono le había pillado desprevenido, echó el cuerpo hacia atrás apoyando la espalda sobre el respaldo de la silla.

—No digo que hiciera las cosas bien —continuó—, desatendió a su familia, pero te aseguro que era una mosca atrapada en una tela de araña. En medio de esos tiburones, mantuvo una cierta dignidad hasta el final.

—Hasta que le partió la cabeza al director del casino y se ahorcó en su celda.

—Tenía que haberlo visto venir —dijo Moncada culpándose—, Álex era distinto, no era un buscavidas, no creía que el fin justificara los medios. Cuando esos cabrones le apretaban las tuercas, y era algo que hacían a diario, se veía desde lejos que era una olla a presión a punto de explotar. Te puedo asegurar que en los últimos tiempos se comportaba como un espectro, apenas dormía, se levantaba de la cama únicamente para jugar, apostaba a todo, no solo a las cartas.

—Si me permites la pregunta —dije—, cuando dices «esos cabrones», ¿exactamente a quién te refieres?

Moncada se pensó la respuesta.

La llegada de Reiko con los cafés le dio un cierto respiro. Lástima, hubiera preferido una contestación espontánea, sin edulcorantes. La japonesa y su marido habían decidido alternarse para venir a nuestra mesa, como si fuéramos una atracción que merecía la pena visitar.

—Café cortado —murmuró la dueña del local.

En ocasiones trabajaban para ellos algunos camareros, pero la mayor parte del tiempo el matrimonio se ocupaba de todo, alternándose en las tareas del restaurante, incluyendo la cocina, las mesas, la caja e incluso (me daba la impresión) la limpieza del local.

Reiko se alejó sin perderme de vista, le confirmé con mi expresión que todo estaba bien.

Moncada dio un pequeño sorbo al café. Apenas lo hubo despegado de sus labios, respondió al fin.

—Me refiero a todos esos cabrones que dirigen el casino y que no tienen escrúpulos. También a los jugadores que viven allí a diario y que son como sanguijuelas. A los prestamistas. A los corredores de apuestas. A todos los que saben lo que está ocurriendo y hacen la vista gorda. Podría hacer un listado y no acabaría.

—Si te entiendo bien, estás diciendo que Ale era una víctima, no un jugador compulsivo y un asesino.

Un atisbo de sonrisa asomó entre su barba.

—Por supuesto que su comportamiento era compulsivo, pero eso no es incompatible con el hecho objetivamente irrebatible de que era una víctima —respondió con una seguridad asombrosa—. Supongo que una víctima de su carácter y de sí mismo. Pero ante todo era una víctima de un sistema organizado única y exclusivamente para sacarles la sangre a los que se asoman al mundo del juego. Te lo aseguro. Toda esa mierda del juego seguro, de las campañas de control del Ministerio, de los límites, todo eso son milongas. Si de verdad quisieran evitar que la gente se hiciera daño apostando por encima de sus posibilidades, prohibirían esa mierda.

—Espera, no entiendo muy bien lo que estás diciendo —le corté—. Eso es tanto como acusar a los fabricantes de whisky de que existan los alcohólicos, está demostrado que prohibir las cosas no es el mejor remedio para evitar los daños, al contrario, mira las mafias que se organizan alrededor de los productos ilegales. Ya somos mayorcitos, me parece. Nadie nos obliga a beber, y que yo sepa, nadie obligó a Ale a jugarse todo su dinero.

—Imagina que eres alcohólica —argumentó Moncada, que parecía empezar a impacientarse.

No me costó mucho imaginarlo, la verdad.

—Ahora imagina que cada noche te llaman de tu fábrica de ginebra favorita, imagina que un tipo muy simpático te dice que te va a enviar una caja gratis a casa, o mejor aún: que te va a poner un coche para que te lleve a la fábrica de ginebra a probar los nuevos productos gratis. Una vez allí, te tratan como a una reina, te hacen sentir la mejor, tú sí que sabes apreciar una buena ginebra, diferenciar el alcohol de calidad de la morralla que venden por ahí, y al fin y al cabo, un trago de vez en cuando no le hace daño a nadie. Imagina que ese tipo te llama todos los días. Que poco a poco esas llamadas cada vez son más hostiles y que el tono amable se convierte en amenazas, debes un montón de dinero por las ginebras que has bebido y tienes que saldar tu cuenta si no quieres meterte en un problema muy grave.

—Un momento —protesté siguiéndole la corriente—, el tipo de la fábrica me ha dicho que la bebida era gratis.

—Por supuesto, al primer trago invita la casa, incluso a la primera botella, incluso a las tres primeras botellas, pero, querida, las cien siguientes, las cien mil botellas siguientes no son gratis, esas hay que pagarlas —prosiguió—. Aunque lo mejor de todo es que, si no tienes dinero, no pasa nada, la fábrica te da todo el crédito que quieras, con una pequeña condición: tienes que ayudarlos a llevar allí a otros clientes, hacerte la simpática, y por supuesto no dejar de beber tú misma, recuerda que eres la reina de la ginebra, qué van a pensar si no das ejemplo bebiendo. Además, si dejas de beber, tendrías que saldar tu deuda. Sin embargo, mientras sigas empinando el codo y de vez en cuando pagues alguna ronda, nunca te va a faltar un buen gin tonic, fresquito, recién hecho.

La imagen de la fábrica de ginebra se hizo nítida en mi cabeza. El argumento de Moncada era terriblemente claro. Me entró frío.

Di un trago al café, aún no lo había probado. Noté cómo bajaba por mi garganta, mientras digería las palabras del teniente.

—¿Qué quieres de mí, Santiago? —pregunté secamente—. ¿Lavar tu conciencia? ¿Darme una lección de alguna clase? ¿O simplemente buscas consuelo? Porque si es esto último, me temo que has llamado a la puerta equivocada.

Moncada agarró la taza con ambas manos, no parecía estar usando ninguna estrategia, y lo que es peor: parecía sincero. Acostumbrada a enfrentarme a tantos mentirosos a lo largo de mi vida, cuando aparece uno de esos optimistas que te sueltan la verdad, me quedo desarmada.

—Lo único que quiero es compartir una cosa —murmuró.

Ahora sí nos estábamos acercando.

—Adelante —dije.

—Aquí no —negó—. ¿Podemos subir a tu casa?

En otra época, si un hombre como el teniente me hubiera hecho esa pregunta mientras tomábamos un café nocturno, solo hubiera tenido un significado. Esa noche, sin embargo, en las palabras de Moncada no había ningún rastro de insinuación. Por mucho que estuviéramos tratando un asunto delicado y que yo no estuviera esplendorosa precisamente, esa ausencia de deseo por su parte me defraudó.

No cabía duda: me estaba haciendo vieja.

Ir a la siguiente página

Report Page