Ana

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Segunda parte. Las manos » 30

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No había ni una sola mujer. Al menos, no a la vista. Nueve hombres estaban sentados alrededor de una mesa circular sobre la que pendía una enorme lámpara. Había un par de sillas vacías en la mesa. Cada uno de los nueve jugadores tenía una pila de fichas azules y rojas delante, excepto uno de ellos, el más alejado de la puerta, que barajaba un mazo de cartas ante la atenta mirada de los presentes.

A varios metros de la mesa pululaban otra media docena de hombres, la mayor parte de ellos de pie observando desde lejos la partida, y ahora también a los recién llegados, o sea, a nosotros dos. Cerca de una de las ventanas había un hombre muy mayor, yo diría que rondaría los setenta y muchos, sentado a una pequeña mesa de madera con un maletín y un cuaderno delante de él.

—¿Queréis dejar los abrigos? —preguntó el tipo que nos había abierto, el único de los presentes que iba vestido con traje.

Se podían adivinar sus músculos de gimnasio bajo la chaqueta, que en mi opinión le quedaba demasiado ajustada. El resto iba con vaqueros y camisa, o incluso más de uno en camiseta; no es lo que esperaba exactamente de un sitio así.

—Gracias —dije entregándole mi chaquetón al musculitos.

Dos pantallas de televisión Loewe de más de cuarenta pulgadas colgaban en sendas paredes, donde podía verse pero no escucharse (estaban sin volumen los dos monitores) un partido de fútbol. Aparte del humo, de que la mayoría de los presentes fumaban como carreteros, de que la media de edad debía rondar los cincuenta y pico y de que la ausencia de mujeres se hizo más patente cuando entré yo en el lugar, lo que más me llamó la atención fue un sonido continuo, leve, monótono, que al principio no identifiqué, pero que tras unos segundos pude localizar: era el sonido de las fichas al chocar unas con las otras. Varios jugadores las movían con una o dos manos de forma automática. Pasé la vista por las manos de algunos, que realizaban dicha operación mientras bebían, conversaban o me miraban con desconfianza. No vi a Gerardo por ninguna parte, lo cual no me tranquilizó precisamente.

Una voz grave y quebrada se alzó sobre el resto.

—Barbas, qué pasa, ¿no nos vas a presentar a tu amiga?

Moncada se dirigió a la mesa circular y se dejó caer en una de las sillas libres, justo al lado del autor de la pregunta: un tipo muy gordo, con algo parecido a un peluquín sobre la cabeza, que quizá un día tuvo cuello, pero que ahora se había convertido en una masa de carne con dos pequeños brazos fofos que agitaba al hablar. No hacía falta que me dijeran de quién se trataba.

—No es mi amiga, ha venido por Gerardo —dijo Moncada mientras le daba la mano al gordo. Me dio la sensación de que ambos apretaban con ganas—. Te presento a Ana Tramel, abogada, hermana del difunto Álex. Si no me equivoco, es la primera vez que asiste a una partida en directo. Ana, este es Alfredo Friman. Hala, ya quedáis presentados.

—Encantado, Ana —dijo Friman—. Estás en tu casa, para lo que quieras. Siento mucho lo de tu hermano, era buena gente.

—Encantada —respondí—. Necesito hablar con Gerardo.

—Esta va al grano, ¿eh?, Argentino —espetó uno de los jugadores riendo de manera desagradable, como si echara el aire y el sonido hacia dentro.

—El chaval está echándose una siesta en el piso de arriba —dijo muy serio Friman—. Ha dormido poco esta noche.

Un murmullo recorrió el lugar.

—¿Puedo verle? —insistí.

—Como quieras, ahora te acompañan —respondió Friman sin inmutarse—. Pero, vamos, te aseguro que está dormido como un tronco.

Vi que Moncada levantaba una mano con los dedos índice y corazón extendidos.

—Dos mil, Jovellanos —dijo.

El viejo de la esquina abrió de inmediato el maletín y preparó unas fichas para el teniente. Supongo que dos mil significaba justo lo que parecía: dos mil euros en fichas para jugar.

—¿Vais a seguir babeando mucho rato con la nueva o podemos continuar la partida? —preguntó ahora un chico joven que tenía los ojos enrojecidos; aunque no era eso lo que más llamaba la atención de su fisonomía, sino una cicatriz que le cubría el lado izquierdo del rostro. Señaló un reloj sobre una estantería—. Os recuerdo que el tiempo sigue corriendo y, si a nadie le importa, a mí sí. Reparte de una puta vez.

—Te pones insoportable cuando pierdes —le respondió Friman al chico, y a continuación me miró de nuevo a mí—. Perdónales, no están acostumbrados a tratar con una dama, son un atajo de borregos, solo piensan en el dinero. Reparte, Sebas, que se impacientan los clientes.

Sebas, que debía ser el crupier, hizo un último corte a la baraja y empezó a repartir. Nunca me han interesado las cartas, en mi memoria las asocio a unas interminables partidas de brisca y de chinchón que echaban mis abuelos y mis tíos en verano después de comer, cuando yo era pequeña, en el porche de una casa en la playa de Oropesa a la que fuimos varios años, y que para mí era el momento perfecto de escaparme. Cada vez que veo un naipe me viene esa imagen a la cabeza. No dudo que podría engancharme si me lo propusiera, pero a priori en mi mente hay muchas otras adicciones más apetecibles que el juego.

—¿Quieres beber algo? —me preguntó Moncada, y después se dirigió de nuevo al viejo que permanecía en la mesa de madera aferrado al maletín—. Jovellanos, ponme un botellín, y tráele también a Ana lo que te pida.

El viejo se levantó parsimonioso, arrastrando los pies, sin abrir la boca. Se dirigió hacia una puerta entreabierta al fondo que parecía dar a una cocina.

—Corre, Jovellanos, corre —bramó el chico de la cicatriz al tiempo que golpeaba la mesa, ante el alborozo y las risas de los demás.

Como broma privada, ignoraba su origen, pero a primera vista era desagradable verlo animar al pobre viejo para que trajera una miserable cerveza.

Tras varios golpes violentos, el coro pareció cansarse y se olvidaron del anciano.

—¿No quieres nada, Ana? —me preguntó Friman—. ¿Un café, una botella de agua, un whisky?

—No, gracias. Solo he venido a ver a Gerardo —repetí sin dejar de observar a mi alrededor, con la sensación de estar en territorio hostil.

—Es insistente tu amiga —sentenció el gordo mirando de reojo a Moncada.

—Es una Tramel, Argentino —dijo el teniente—. ¿Qué esperabas?

Los nueve jugadores de la mesa, incluyendo a Moncada, cogieron casi al mismo tiempo las cartas que el crupier había repartido, dos naipes para cada uno. Y empezaron un ritual de apuestas, fichas que iban de un lado a otro y que yo ni entendía ni pretendía hacerlo, solo sé que por un instante me volví invisible y todos los presentes (tanto los que estaban sentados como los que revoloteaban alrededor) se concentraron única y exclusivamente en lo que ocurría en la mesa.

Cuando le llegó el turno a Friman, tiró sus dos cartas boca abajo al centro de la mesa.

—Basura otra vez, me tienes harto, Sebas —murmuró con esa voz que parecía salirle de los intestinos. Después de abandonar la mano, se incorporó lentamente, daba la impresión de necesitar todas sus fuerzas para ponerse en pie. No quería ni imaginarme qué necesitaría para cualquier otra actividad física—. Sígueme, Ana, vamos a hablar tú y yo.

No sabía qué hacer. Moncada ni siquiera levantó la vista para mirarme, aunque pude sentir que no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo. Si es verdad eso que dicen de «espaldas que hablan», el teniente me dijo con los hombros que siguiera a Friman, no tenía nada que temer. O eso fue lo que yo quise interpretar.

Aquel chalé estaba aún más viejo por dentro que por fuera, hacía mucho tiempo que no le habían dado ni una simple mano de pintura, por no hablar del mobiliario, que debía tener más de doscientos años. Estaba claro que si los clientes acudían allí no era por la decoración ni por el buen gusto del local. Mientras atravesaba el salón, pude ver una enorme mancha amarillenta de humedad en una de las paredes, lo cual me produjo una repentina melancolía. No podía quitarme la imagen de Ale cruzando por delante de esa misma mancha, no hace tanto tiempo, tal vez convencido de que todo estaba bajo control. Ignoro, porque no la he vivido, la satisfacción o el subidón de adrenalina del juego, pero sí conozco otros espejismos similares. No podía volver atrás para ayudar a mi hermano, ni deshacer lo ocurrido, quizá ni siquiera hacer un poco de justicia, pero no iba a permitir que tipos como Friman destruyeran a Gerardo delante de mis narices.

Me crucé con el viejo Jovellanos y entré en la cocina, cuya luz blanca cenital me confirmó que el interiorismo no era el fuerte de aquel tugurio. Sin que nadie me lo dijera, cerré la puerta, sabía que la conversación que íbamos a tener debía permanecer en el ámbito privado.

—Supongo que ya te lo habrán dicho, pero te pareces mucho a tu hermano —espetó Friman antes de que pudiera darme la vuelta; cuando lo hice, vi que sus ojos recorrían mi cuerpo sin disimulo alguno—. Entiéndeme, tú estás más buena, pero tienes ese aire triste, esa mirada llena de rabia, sois clavaditos en eso. ¿Te he dicho ya que siento mucho lo que le pasó? Lo digo de verdad, me dio mucha pena cuando me enteré, qué mierda de vida, no somos nada y todo eso.

—Vamos a dejarnos de gilipolleces, Friman. Estoy aquí por Gerardo. ¿Qué has hecho con el chico?

—Está durmiendo una siesta en el piso de arriba, puedes subir cuando quieras. Yo no le he hecho nada, ya es mayorcito, viene de vez en cuando a echar una partida, y eso es exactamente lo que hace.

—¿Cuánto ha perdido?

—¿Te refieres en el último año o en las últimas veinticuatro horas?

—Me refiero a cuánto dinero te debe.

—Tendría que preguntárselo a Jovellanos, es el que lleva las cuentas. Pero alrededor de quince mil. En parte por eso le dije que se echara un rato, estaba desquiciado y era mejor que descansara. Aunque no te lo creas, aquí nos preocupamos por la gente.

—¿Gerardo te debe quince mil euros?

—El chaval juega duro. Le he dicho con frecuencia que afloje.

—Para que yo lo entienda, ¿cuándo tiene que pagarte?

—Lo normal sería que viniera mañana con el dinero, pero no me gusta asfixiar a nadie, le daré hasta el fin de semana.

Friman estaba apoyado sobre la encimera de la cocina, no creo que fuera capaz de sostenerse de pie sin agarrarse o apoyarse en algún sitio. A su lado, la pila llena de cacharros sin fregar parecía llevar así una eternidad.

—Sabes de sobra que no tiene ese dinero.

—No es mi problema.

—¿Cómo funciona esto? Si alguien no te paga, ¿qué haces?

—Yo no hago nada. No soy de esa clase. Además, a mí me paga todo el mundo. No sigamos por ese camino, no me gusta el cariz que está tomando esta conversación, Ana. Me pone triste.

—Sí, yo también estoy a punto de echarme a llorar —dije.

—En honor a la memoria de tu hermano y al vínculo que nos unía, te voy a hacer una oferta que no podrás rechazar: diez mil en metálico mañana y cancelo la deuda del chaval. A cambio de la rebaja, tendrás que resolverme un asuntillo legal con el propietario del chalé, quiere echarme porque dice el muy gilipollas que el contrato ya ha vencido. Seguro que se te ocurre algo, tu hermano siempre decía que eras una abogada cojonuda, no quiero dejar este sitio, le tengo cariño, soy un sentimental. ¿Qué te parece? Es una oferta de la hostia.

Sentí una punzada en el estómago. Tenía ganas de golpear a alguien, en particular a Gerardo. Puede que lo hiciera en cuanto lo tuviese delante.

—Te voy a hacer yo otra oferta —dije sopesando las consecuencias—. Gerardo no te va a pagar nada, ni un céntimo. Ni esta semana ni ninguna otra semana. Nunca. A cambio, yo te voy a hacer un favor: no te voy a denunciar. Se me ocurren varias razones: juego ilegal, dinero negro, venta de productos sin licencia, qué sé yo, la lista es interminable. Me encantaría hacerlo, acabar con un mierdecilla como tú, emplear todos los recursos de mi bufete, pero me contendré. Se mire como se mire, creo que mi oferta es mucho mejor que la tuya. Ah, y no solo tienes que cancelar la deuda del chaval, también tienes que prometerme que nunca más le vas a dejar jugar.

—¿Me estás amenazando?

—Te estoy haciendo una contraoferta que supera la tuya de lejos, eso es lo que estoy haciendo.

—Me has llamado mierdecilla y me estás amenazando.

Aunque esto último lo dijo en voz alta, parecía en realidad estar diciéndoselo a sí mismo, como si no se lo pudiera creer. Pensé que tal vez iba a coger uno de esos vasos de cristal sucios y me lo iba a estampar de golpe en la cabeza, pude ver claramente en mi imaginación cómo el vidrio estallaba en mil pedazos al chocar contra mi cráneo y cómo a continuación la sangre brotaba y lo ponía todo perdido. La gente hace esas cosas, lo sé no porque lo haya visto ni porque me haya ocurrido, sino porque he trabajado en muchos casos donde la violencia había explotado en el lugar y el momento más inesperado, y desde luego no podía decirse que aquel fuera un sitio al que pudiéramos tildar de inocente.

—Te voy a decir una cosa, Ana Tramel —continuó Friman mientras se colocaba el peluquín sin disimulo—. Tienes un par. En eso no te pareces a tu hermano, ¿ves? Él era un cobarde de mierda. Tenía talento para sus cosas, pero era una rata cobarde. Ahora bien, espero que seas consciente de a quién te estás enfrentando.

—A alguien que vive de la desgracia ajena y de la usura. No hay peor especie en el mundo. Tú sabes dónde estoy, y yo sé dónde estás tú. Si quieres guerra, me vas a encontrar. Si por el contrario quieres dejar las cosas como están y zanjar la deuda de Gerardo aquí y ahora, por mi parte está todo olvidado. Por supuesto, si descubro más adelante que hiciste daño a mi hermano, y te aseguro que si es así lo descubriré, volveré a por ti.

—Estoy empezando a cansarme, te lo advierto —dijo—. No me vengas con lecciones de moralidad, si hablamos de especies miserables y de lucrarse con la desgracia ajena, los abogados os lleváis la palma. Has venido a mi casa para insultarme en la cara, permite que te diga que no solo eres una maleducada, sino algo peor: eres una desgraciada que no sabe dónde se está metiendo y que va a pagar por su arrogancia.

—Ahora eres tú el que me está amenazando.

Aquella negociación no parecía ir por buen rumbo. Insultos, amenazas explícitas, ya solo nos faltaba empezar con los golpes. Si pasábamos a esa fase, tenía todas las de perder. Como si sonara la campana en un combate de boxeo, la puerta se abrió y entró Moncada.

—¿Interrumpo?

—¿Qué coño quieres, Barbas?

Me sorprendió el tono con el que Friman hablaba al teniente, no solo había una excesiva familiaridad, era algo más, casi me atrevería a decir que una cierta jerarquía, un poder que no correspondía con la imagen que yo tenía de Moncada. O bien el guardia civil tenía deudas e intereses ocultos (cosa que no me sorprendería por la naturalidad con la que se había sentado a la mesa y había pedido dos mil euros), o bien Friman se tomaba esa licencia con todo el mundo, a sabiendas de que su posición o su dependencia de él se lo permitía. Aquel argentino gordo y repugnante me pareció mucho más peligroso al escucharle ladrar a Moncada de aquella forma.

—Solo venía a por una cerveza —se disculpó el teniente—. El botellín que me ha llevado Jovellanos apesta, está caliente como una meada, deberías contratar a alguien cuando no venga el cocinero, ese viejo no se entera de nada.

Moncada cruzó hasta el frigorífico y abrió la puerta. La luz le iluminó justo detrás de Friman; si por un momento había pensado que el teniente me defendería en caso de apuros, supe que no sería así. Tal vez incluso trabajaba para el Argentino, no me extrañaría que se sacara un sobresueldo haciendo algunas gestiones para él.

El asunto es que estaba sola, había amenazado a un mafioso de tres al cuarto y no tenía ni idea de cómo salir de aquella.

—Por cierto —continuó Moncada mientras revolvía en el interior de la nevera—, el chaval se ha despertado y acaba de bajar, pregunta si tiene crédito para seguir jugando. No le he dicho que has venido, Ana, seguro que se alegra de verte, ya verás qué sorpresa, estoy deseando ver qué cara pone.

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