Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 50

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Las voces desafinaban y no seguían el compás de la melodía, cada una iba a su aire, hasta yo podía darme cuenta. Aunque resulte extraño por su aparente simplicidad, Cumpleaños feliz es una de las canciones más difíciles de entonar debido a su complejidad armónica, o al menos eso dicen. Para alguien como yo, que no distingue una nota musical de una maceta, cantarla me parecía una excusa para pegar unos berridos sin que nadie te corrigiera, sin embargo aquel día me llamó la atención la falta de armonía. Puede que estuviese más sensible a causa de la paroxetina.

Helena sonreía, mientras Gerardo, Sofía, Ronda y yo misma entonábamos la canción. Martín parecía encantado, mirando a un lado y a otro con los ojos muy abiertos.

—… cumpleaños feliz —terminamos al fin, alargando la «i» para indicar claramente que la actuación coral había concluido.

Estábamos de pie, alrededor de la mesa de la cocina, sobre la cual había un hermoso pastel casero de zanahoria y crema con una improvisada vela en el centro. El niño se apresuró a soplar con su madre y todos aplaudimos, ella parecía emocionada.

Sto-lat —dijo mi cuñada, o algo parecido—. Significar «cien años», frase tradicional en Poznan.

Stow-lot —repitió Martín corrigiéndole la pronunciación a su madre, mientras agarraba la vela.

—Ten cuidado, caballerete, que te vas a quemar —terció Ronda cogiéndole de la mano con cariño; después se dirigió a Helena—: Bueno, ¿y cuántos cumples, si se puede saber?

—Veinte tres —dijo azorada—, yo muy vieja ahora.

Sí, una anciana con una talla treinta y ocho y una piel tersa de anuncio de cosméticos. De inmediato la propia Ronda la ayudó a cortar y servir el pastel que había cocinado ella misma. Por lo que se ve, las dos habían hecho las paces. Aunque no me había contado nada, algo me decía que nuestra perspicaz e intrépida secretaria-gerente se estaba viendo con Sebastián, el hermano, y que las cosas no debían ir mal del todo, teniendo en cuenta cómo sonreía. Tal vez ya se veía formando parte de la feliz familia Kowalczyk con niños rubios y sonrosados correteando por todas partes y diciendo extrañas palabras en polaco.

—Está de muerte —murmuró Gerardo con la boca llena de tarta.

—Yo no, gracias —rechacé el ofrecimiento.

Todo el mundo sabe que otro de los efectos generalizados de los antidepresivos y de los inhibidores de la serotonina es la posibilidad de engordar, de hincharte como un globo a causa del ácido fólico, o de alguna otra mandanga. A mí, por el contrario, las dichosas pastillas me producían falta de apetito, desconozco el motivo, no me preocupaba demasiado un efecto ni el contrario, nunca he tenido problemas con la alimentación.

Oímos el sonido amortiguado del telefonillo al fondo, entre el pequeño bullicio de celebración que se había improvisado al terminar la jornada. Eran las ocho y pico de la tarde y no esperábamos a nadie, que yo supiera.

—Yo abro —se prestó Sofía dirigiéndose al pasillo.

Alguien me agarró del pantalón y tiró de mí. Por supuesto, era Martín.

—Tía Ana, ¿tú no comes tarta porque estás castigada? —preguntó.

—Digamos que no tengo hambre —respondí.

—¿No tienes hambre de tarta? —exclamó desconcertado, como si no hubiera oído bien, y buscó a su alrededor para asegurarse de que alguien más había escuchado aquella barbaridad.

No me pareció oportuno explicarle que hoy había tenido unas palabras de más con la auxiliar del juzgado a cuenta del retraso en el informe pericial sobre las grabaciones, que después me había tomado dos tabletas de paroxetina para enfrentarme a una cita indeseable en el banco con un tipo que decía ser mi asesor personal (aunque no lo había visto nunca en mi vida), el cual había terminado denegándome una rehipoteca de la casa a cuenta de no sé qué argumentos de la situación inestable del mercado, me había mandado a freír espárragos con buenas palabras. Todo ello sumado a los efectos secundarios propios de las pastillas provocaba mi actitud irritable y desganada.

En lugar de explicarme, miré a Ronda y le dije:

—Haz el favor de servir otra porción de tarta al niño, ¿es que tengo que estar en todo?

Gerardo y Ronda intercambiaron una paciente mirada de complicidad, menudo día llevaba la jefa.

—Yo poner a Martín —intervino Helena, que al mismo tiempo echaba champán barato en unos vasos de cristal anchos y desiguales, no había un par idéntico, supongo que todos eran míos, los había ido acumulando durante los últimos años sin prestar atención.

La cumpleañera y la propia Ronda se acercaron a Martín y, entre risas, le pusieron un trozo gigantesco de pastel mientras practicaban con el crío algo parecido a una especie de guerra de cucharillas.

—¿Va todo bien? —me preguntó Gerardo acercándose a la pila, que es donde yo me encontraba, apoyada en la encimera y sujetando con cierta tensión el bastón entre ambas manos.

Me había alejado discretamente; cuando todo me empieza a molestar está claro que no son los otros, soy yo. Resoplé, haciendo un esfuerzo para no recriminar a mi asociado la estúpida pregunta que me acababa de hacer, él sabía perfectamente que nada iba bien, que el caso de Concha se estaba yendo a pique, que la querella no avanzaba a pesar de la supuesta complicidad de Huarte y que estábamos sin un euro para pagar siquiera el recibo de la luz del mes siguiente.

Cuando se acabó el depósito inicial y la aportación de Concha se esfumó, había tirado de mis ahorros personales, que se habían visto menguados considerablemente a causa de la factura de la clínica privada donde hacía rehabilitación (había decidido acelerarla y saltarme las listas de espera de la Seguridad Social), de los últimos pagos a Eme, del escandaloso precio de mis opiáceos y antidepresivos y de otra larga lista de desembolsos extras que había tenido que afrontar en las últimas fechas, desde la manutención diaria de todos los que nos encontrábamos en esa cocina hasta la minuta desorbitada de un perito, etcétera, etcétera. Y frente a ello, un total de cero ingresos.

Era verdad que Gerardo ignoraba mi fallida entrevista en la sucursal bancaria unas horas antes, podría contársela con todo lujo de detalles y amargarnos juntos, o podía mandarle a la mierda sin más explicaciones. Sopesé ambas posibilidades y llegué a la conclusión de que una justa medida de las dos podría estar bien, algo así como: «Sabes de sobra cómo van las cosas, pues bien, ahora y por si fuera poco, en el banco que lleva más de veinte años cobrándome comisiones no quieren saber nada de mí, así que deja de joder». Pero entonces se entornó la puerta y se asomó Sofía.

—La Policía está aquí —anunció contrita.

La puerta se abrió del todo y apareció un agente con el uniforme de la Policía Nacional, barba perfectamente rasurada y cara de malas pulgas. Traté de imaginar qué podía haber traído a los agentes del orden a mi casa, fuera lo que fuera seguro que no se trataba de buenas noticias, solo esperaba que no le hubiera pasado nada a Concha o las niñas.

—Sentimos aguar la fiesta —dijo el guardia al ver la tarta y las velas—, traemos un paquete que hemos encontrado en la calle, asegura que este es su domicilio, tenemos que hacer una comprobación.

No me gustó el tono irónico y despectivo con el que dijo la palabra «paquete». Me asomé y pude ver de qué, o para ser más exactos, de quién se trataba. En el descansillo, otro agente sujetaba a un individuo que se mantenía de pie a duras penas y que tenía una herida en la cabeza y otra en un brazo. Allí estaba de nuevo: Ramiro, mi exmarido, que se las apañaba para aparecer una y otra vez. Tenía mucho peor aspecto si cabe, lo cual era mucho decir.

—Estaba durmiendo en un portal de la plaza Vázquez de Mella —explicó el policía señalando a Ramiro— y esta tarde ha protagonizado una pelea con unos manteros. Cuando hemos ido a identificarlo se ha resistido violentamente. Las heridas se las ha hecho él solo.

Podía imaginar a los policías, tal vez ellos dos solos o bien ayudados de otros compañeros, inmovilizando a Ramiro contra el suelo, mientras él gritaba y los empujaba.

—En condiciones normales —continuó—, ya estaría en el calabozo, pero después de proceder a la identificación y teniendo en cuenta sus años de servicio en el cuerpo, hemos creído que se merecía una oportunidad.

—Sufre una intoxicación alcohólica severa —apuntó el otro agente, que no era más que un niñato—. Una unidad móvil del Samur lo ha atendido, le han puesto suero y oxígeno y le han curado los rasguños, nada grave.

Ramiro estaba como una cuba, apostaría que no solo de alcohol. Tenía el cuello, parte del rostro, brazos y manos manchados con sangre seca. Entreabrió los ojos y murmuró:

—Plaza de la Trinidad, cuatro. Tercero, puerta izquierda.

—Eso es lo único que ha repetido desde que le hemos metido en el coche patrulla —masculló el policía de la barba—. ¿Es este el domicilio de Ramiro Sare?

Todos los presentes, los dos policías, mis jóvenes asociados, Helena y Martín y hasta el propio Ramiro clavaron su mirada en mí, esperando mi respuesta. Aquel desgraciado me había arruinado la vida una vez, y por lo que se ve estaba dispuesto a hacerlo de nuevo. A todas luces era un cadáver andante. Hay gente así, que aun después de muertos se las apañan para traerte más y más complicaciones. Y luego estamos los verdaderos culpables de que ocurra, por supuesto, los que no sabemos librarnos de esas personas, cortar por lo sano.

—Supongo que sí —dije encogiéndome de hombros.

Qué otra opción tenía. Un cáncer lo estaba comiendo por dentro, le quedaban unas pocas semanas de vida y no había nadie más que se hiciera cargo.

—Aquí se lo dejamos, señora —afirmó el más joven, que no me quitaba ojo a la máscara, se le veía con ganas de hacer algún comentario al respecto, quizá preguntarme, tal vez por un mínimo de respeto se abstuvo.

El chico se deshizo de Ramiro dejándolo apoyado contra el marco de la puerta, Sofía tuvo que sujetarle para que no se cayera al suelo.

—Dígale que si se vuelve a meter en líos, la próxima vez no tendrá tanta suerte —sentenció el de la barba, y se dio media vuelta.

En una cosa se equivocaba el agente, Ramiro Sare tenía la virtud de meterse en líos y caer siempre de pie. Lo observé, esquelético, demacrado, con la muerte y la desgracia escrita en cada pliegue de su piel. No sentí pena ni dolor, ni siquiera pude compadecerme, el único sentimiento que apareció en mi interior fue (una vez más) una tristeza insondable, antigua.

—He cambiado —balbuceó—, te lo juro.

Cuando los policías salieron, les pedí a Ronda y a los demás que por favor lo limpiaran un poco y lo tumbaran en mi cama, en ese instante me veía incapaz de tocarlo. Gerardo lo cogió, pasando su brazo por debajo de las axilas y arrastrándolo hasta el cuarto de baño. Ronda y Sofía los siguieron.

—¿Seguro no quieres tarta?

Martín me ofreció un pedazo de pastel, quizá no era tan mala idea darle un bocado después de todo. Opté por aceptar la invitación del niño, agarré el plato y me introduje en la boca un pedazo de tarta de zanahoria con crema. Hice un verdadero esfuerzo para tragarlo. Noté que la melancolía empezaba a subir en oleadas por mi interior, podría echarme a llorar delante de aquel crío. De dónde venía toda esa aflicción, por qué demonios no actuaba como cortafuegos el supuesto inhibidor químico que había tomado unas horas antes.

—Muchas gracias —acerté a decir—. Está buenísima.

—No hay de qué.

Helena dijo algo en su idioma natal y se llevó a Martín. Al salir cerró la puerta. Me quedé sola en la cocina, con aquel plato entre las manos; un leve temblor se apoderó de mis extremidades, me sentí más vulnerable que de costumbre, no sabía cómo detenerlo, hasta que una luz se encendió en mi interior, apareció una imagen fugaz en mi cabeza y, sin más, levanté el plato y lo estampé contra la pared que tenía enfrente. Estalló en mil pedazos, y los restos de tarta y de porcelana quedaron esparcidos sobre los muebles y el suelo.

El estallido del plato al chocar contra el muro de la cocina se repitió dentro de mí como si fuera el eco de un recuerdo muy lejano. Me agaché para recoger los pedazos más grandes, y al hacerlo de forma atropellada me corté en la palma de la mano, de la herida brotó un diminuto chorro de sangre, las gotas cayeron al suelo mezclándose con los restos de bizcocho y crema y los trozos del plato; me pareció ver cómo una de las gotas resbalaba entre los poros absorbentes del pastel fundiéndose con la harina, el aceite, el huevo, la zanahoria cocida y todos los demás ingredientes de los que tal vez estaba hecha la tarta. La grieta en mi mano derecha era muy pequeña, pero a pesar de ello brotaba la sangre y daba la impresión de que, si no lo cortaba, podría seguir haciéndolo durante mucho tiempo.

Aquella imagen y aquel estallido que continuaba repitiéndose en mi cabeza me transportaron a otra época, pude ver el rostro de mi hermano y el mío propio, éramos solo dos niños, puede que yo tuviera apenas seis años, mi madre también estaba allí, delante de nosotros, recogiendo un plato roto del suelo, similar al que yo ahora tenía delante. Ella parecía tener pequeñas convulsiones, eso es, estaba llorando mientras empujaba dentro de un recipiente con sendas manos los pedazos de uno o varios platos hechos añicos; también tenía una rasgadura en la mano, o quizá más de una, tenía varias heridas, solo que, a diferencia de mí, ella no se daba cuenta, quizá las lágrimas o el miedo no le dejaban verlas. Estaba arrodillada casi en la misma postura en la que estaba yo ahora mismo, mi hermano me cogía de la mano asustado, yo era la mayor y quería infundirle un valor que no tenía, no podía comprender por qué mi padre había estampado aquellos platos contra la pared, por qué había tenido aquel ataque de furia repentino, por qué mi madre no se había enfrentado a él, sino que se había callado y se había puesto a recoger para tratar de borrar las huellas de lo ocurrido. Mi padre ya no estaba allí, había salido dando un portazo y nos había dejado temblando a todos, sin explicaciones. Incapaz de moverme, sostuve la mano de mi hermano para que él no se derrumbara, mientras mi madre seguía limpiando los restos de la cólera de su marido. No había sido su primer arranque inexplicable de ira, ni desde luego sería el último, no le ponía la mano encima a ella ni a nosotros, mi padre ejercía la violencia de una forma tiránica y silenciosa, era una amenaza velada y continua y asfixiante pronunciada sin palabras, sin contusiones, a base de miradas y gestos y malos tonos permanentes.

En cierto modo, aquel estallido era el vórtice de todas mis carencias, miedos y angustias posteriores, tal vez porque fue el primero que podía recordar con nitidez, o porque la necesidad que mostró mi hermano de que yo lo sujetara aquel día era lo que había marcado nuestra posterior relación, o porque la tristeza que había heredado para siempre de mi madre empezó a transmitirse de la una a la otra precisamente en aquel momento, a través de aquellos platos de porcelana rotos, a través de aquellas heridas sin restañar, de la sangre que brotaba de sus manos. Pobres niños asustados, petrificados, sin nadie que los recogiera, incapaces de expresar sus emociones por temor a empeorar las cosas. El rugido y la furia seguía repitiéndose dentro de mí.

Mi madre había sido incapaz de cortar la violencia soterrada y permanente de mi padre durante todos los años de mi infancia, y al mismo tiempo no se había atrevido a abandonarlo, a salir corriendo de allí con nosotros a cuestas. El miedo al vacío, a no ser capaz de sobrevivir, a no tener un soporte económico, la culpa que le habían inculcado en su casa desde bien pequeña y las dudas sobre lo que realmente estaba sucediendo (al fin y al cabo, mi padre no le había pegado nunca un golpe en el estricto sentido de la palabra) hicieron que ella siguiera aguantando muchas otras situaciones como aquella, y que inevitablemente tanto Ale como yo hubiéramos vivido un ambiente familiar irrespirable, y que de alguna forma extraña hubiéramos aprendido a caminar siempre de puntillas, por la sombra, sin hacer demasiado ruido, por temor a despertar al monstruo que llevaba mi padre en su interior, o a la profunda tristeza de mi madre.

Desde aquel instante, sin saberlo, sin haberlo decidido, asumí el rol de mediadora entre mis padres, y el de protectora con mi hermano, ambas responsabilidades aplastantes para una niña, que todavía me seguían pesando demasiado; aún hoy aquellos platos hechos añicos seguían retumbando en mi cabeza casi a diario. En ocasiones, soy consciente, asomaba en mi comportamiento una ira similar en algunos aspectos a la de mi padre, y eso me asustaba y me repugnaba, y trataba de evitarlo a toda costa. En otros momentos aparecía esa parte depresiva maternal que también había heredado, y eso aún me angustiaba más, trataba de arrancármela como si fuera una segunda piel que me dificultaba respirar. Supongo que aquella dialéctica genética y emocional es lo que había conformado ese carácter endiablado que solo algunos pocos sabían apreciar.

—¿Qué ha sido ese ruido?

La voz de Sofía en la puerta me sobresaltó y me trajo de regreso a la cocina, llevé la palma de la mano a mi boca y absorbí las gotas de sangre que aún manaban de allí.

—Nada, se ha caído un plato —respondí.

Ella entró con cautela y cerró la puerta con sumo cuidado, entendiendo que aquello era mucho más que un mero accidente, observando los pedazos en el suelo.

—¿Te has hecho daño?

—Es solo un rasguño.

Abrí el cubo de la basura y tiré dentro algunos trozos de porcelana. Sofía me seguía mirando, intentaba decidir qué hacer. Yo fui hasta un armario del fondo, saqué una escoba y un recogedor y me dispuse a barrer el suelo.

—Están duchando a tu ex —dijo—. Olía fatal.

—Gracias —contesté sin levantar la vista, pasando el cepillo por el suelo; había quedado impregnado por el pastel casero formando una especie de sustancia pastosa—. Diles a los demás que se pueden ir, en cuanto termine esto, ya me encargo yo de él.

—No te preocupes, Gerardo y Ronda se lo han tomado como algo personal. Hasta que no lo dejen limpio y aseado sobre la cama, no pararán.

Sofía seguía allí, observándome barrer, nunca se me han dado bien esas cosas, prefiero enfrentarme a unos criminales peligrosos que a una fregona, siempre he sabido que lo mío era enredar las cosas, no limpiarlas.

—¿Qué ocurrió? Con Ramiro. ¿Qué sucedió exactamente?

Seguro que Sofía llevaba tiempo dándole vueltas, igual que el resto. Desde que mi primer exmarido había aparecido el primer día por sorpresa, murmuraban a mis espaldas, hacían sus propias conjeturas, no se habían atrevido a preguntármelo directamente hasta ahora.

—¿Qué fue eso tan horrible que hizo? —insistió.

La observé con desconfianza.

—¿No os lo ha contado Eme? ¿O Concha?

—Nada, callados como tumbas —dijo Sofía—. He oído algunas cosas por ahí, trabajabais juntos en un caso y las cosas se torcieron, pero no sé más.

Resoplé agotada, hacía años que no había hablado con nadie de lo sucedido con Ramiro, por lo que se ve era el día de remover el pasado y abrir heridas que permanecían literalmente ocultas, pero no cicatrizadas.

—No es una historia agradable —musité—. Tal vez algún día, cuando me encuentre un poco mejor, y sobre todo cuando confíe totalmente en ti, te cuente lo que ocurrió con detalle.

—Me gustaría oírlo. Ahora. Te aseguro que estoy preparada. Por favor.

La perseverancia y seguridad de Sofía me desarmaron. Supongo que en algún rincón nebuloso de mi interior yo también necesitaba sacarlo. Nadie es totalmente inocente, ni se deja llevar a un sitio al que no quiere ir. Después de casi seis años, pensé que aquel era un momento tan bueno como cualquier otro para ponerle palabras al episodio que lo cambió todo.

Dejé el cepillo sobre una esquina y la miré.

—Está bien —accedí—. Allá voy.

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