Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 86

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Miré a través del cristal de la ventanilla. El Chevrolet circulaba por la carretera comarcal de El Pardo, a pocos kilómetros de Madrid, subiendo por una colina. Se vislumbraban olivos centenarios entre la oscuridad anaranjada, los pronósticos meteorológicos habían acertado y estábamos en medio de una extraña noche envuelta en la calima del desierto. Hacía muchos años que no subía por esa ruta, desde mis tiempos en la facultad. En esa época conocía un par de caminos de tierra discretos que solía visitar en coche con mis novios ocasionales y donde pasamos algunos ratos inolvidables de sexo torpe e insaciable. Según avanzábamos, me pareció reconocer alguno de esos escondrijos apartados, aunque no podía estar segura después de tantos años.

—Estamos llegando —anunció Eme al volante.

Yo iba sentada a su lado, con el cinturón de seguridad sobre mi pecho, acariciando dos sobres que llevaba en mi regazo. Delante de nosotros, en una curva de la carretera, apareció una especie de mirador bajo un grupo de árboles. El automóvil salió de la calzada y se detuvo al pie de una encina. El investigador apagó el motor, dejando las luces encendidas. Era yo quien había propuesto el lugar, lejos de la ciudad, a salvo de ojos de curiosos. Y había sido Eme después quien había acordado los términos y las coordenadas exactas de aquel encuentro. Si alguien más se acercaba, no pasaría desapercibido.

—¿Crees que estoy haciendo lo correcto? —pregunté.

Él emitió un sonido ininteligible.

—No me vengas ahora con esas —respondió.

Miré el reloj sobre la repisa del coche, faltaban dos minutos para las doce de la noche.

—Tienes razón, perdona —dije—. No sé qué me pasa.

—Lo que te pasa es que has manipulado a tu mejor amiga, a tu asociada y a la viuda de tu hermano. Las únicas tres personas que habían confiado en ti. Y por mucho que vayas de dura y que te digas a ti misma que lo has hecho en defensa propia, y por su bien, sabes que es una traición en toda regla.

—No hace falta que seas tan sincero tampoco —le corté.

—Pues no preguntes, jefa.

—No sé si te das cuenta —musité—, pero eres el único a quien no he mentido ni he ocultado nada en esta historia.

—Me sentiría muy honrado si no fuera por un par de detalles —contestó de inmediato—. Si no lo has hecho, ha sido únicamente porque no lo has necesitado, no por lealtad. Me habrías mentido sin pestañear si el caso lo hubiera requerido. Y también porque sabes que entre nosotros las cosas están claras: tú pagas y yo cumplo con mi trabajo. No hay nada más.

—Pensaba que en el fondo estabas perdidamente enamorado de mí. Muy en el fondo.

—Sí, bueno, y yo pensaba que esta noche sería el fin del mundo.

Intercambié una mirada con Eme. Nunca, a lo largo de tantos años, me había fallado. Y no es algo que pudiera decir de mucha gente. Tenía razón en que si no le ocultaba nada era porque no me resultaba necesario. Sentí que el collarín me apretaba demasiado, pasé un dedo por el borde y moví el cuello unos centímetros buscando algo de alivio. Estaba muy cansada. Harta de esconder cosas, de medias verdades, de no sentirme limpia, de desconfiar de todo el mundo sin excepción, empezando por mí misma. Cuando todo esto acabara, me prometí que las cosas iban a cambiar. Decidí que fuera como fuera empezaría una nueva vida en la que iría a pecho descubierto, sin ambigüedades y sin esconder nada. Solo esperaba que aquel sentimiento no terminara igual que esas promesas de Año Nuevo, como ir al gimnasio, aprender idiomas, dejar el alcohol y las pastillas, olvidarme de los veinteañeros barbilampiños, esas metas que me había propuesto tantas veces y que a menudo se habían quedado en nada.

—Voy a echar un vistazo —dije.

En cuanto abrí la puerta del coche, el calor me golpeó en el rostro, como si las partículas atmosféricas se hubieran vuelto sólidas. Era «El bereber» en pleno apogeo. Coloqué la muleta en el suelo y bajé del vehículo a duras penas. Caminé unos metros hasta el pie del mirador. Delante de mí surgió una pendiente pronunciada que daba a un barranco de una considerable altura. Levanté la vista y al fondo en el horizonte apareció el skyline de la ciudad. Las luces parpadearon borrosas bajo un impresionante manto de color gris y naranja que cubría Madrid, mezcla de la abundante arena del desierto y la contaminación reflejada en el resplandor de una luna llena radiante. Despedía una incandescencia semejante al sol unas horas antes. Los cuatro rascacielos de Castellana, a la izquierda, sobresalían del resto con gran diferencia. Bajo las torres, la enorme extensión de calles y avenidas se abría paso tras el bosque de El Pardo. Pensé que Eme tenía razón, aquel calor densísimo, esa luminiscencia abrasadora en el cielo nocturno, la imagen de la ciudad a punto de ser engullida por sus propios gases contaminantes, solo podía significar que el fin del mundo estaba llegando.

Me podría haber quedado un buen rato absorta en aquel cuadro que tenía delante. No soy de guardar recuerdos, nunca he acumulado libros, fotografías, ninguna clase de objetos, pero reconozco que me entraron ganas de inmortalizar el espectáculo que se producía ante mis ojos, era lo suficientemente sucio, decadente e insólito para cautivar mi peculiar (lo admito) sentido estético. Sin embargo, las luces de un automóvil se acercaron, sacándome de mi ensimismamiento, y me devolvieron a la realidad.

Un Bentley de color verde pistacho con los cristales tintados cruzó los escasos diez metros desde la pequeña carretera hasta el mirador. Se trataba de un modelo Mulsanne versión extendida de la exclusiva marca británica, con las dos pequeñas alas plateadas asomando orgullosas en su morro. Muy adecuado para su propietario. Ostentoso y llamativo. Se detuvo al lado opuesto del lugar donde se encontraba Eme. Coloqué una mano a la altura de los ojos para protegerme de la luz de los faros, que me cegaban. Supuse que me estarían examinando desde el interior. La puerta del copiloto se abrió y bajó un tipo grande con traje y corbata negros. Se dirigió a la parte de atrás y abrió la puerta. Esperó unos instantes con la expresión inmutable, sin cambiar la postura de su cuerpo, sin que ocurriera nada. Hasta que al fin surgió, con una mueca desagradable en el rostro, la figura inconfundible de Emiliano Santonja.

Durante los meses anteriores y a nuestro pesar, nos habíamos visto obligados a permanecer cerca el uno del otro, compartiendo interrogatorios, juzgados, oficinas, cruzando acusaciones directas, intercambiando golpes, tirando de los dos extremos de la misma querella. Pero aquella noche era distinto. No puedo decir que se tratara de un encuentro que hubiera esperado con ansiedad, pero tampoco niego que tenía cierta inquietud y curiosidad por ver a aquel hombre en privado, fuera de los focos del juicio.

Miró a su alrededor, tratando de evaluar los riesgos, si es que los había, e intercambió algunas palabras con su acompañante, que se limitó a asentir. A continuación se dirigió hacia mí arrastrando los pies, con desgana. Su aspecto lúgubre de enterrador de lujo se hizo más patente.

—Demasiado calor y demasiado viejo para andarme con citas de medianoche —murmuró mientras se acercaba, pasándose un pañuelo por la comisura de sus labios.

—Le agradezco que haya venido —dije.

—Su hombre habló con el mío —concluyó—, y aquí estamos. Ha sido muy convincente ese investigador suyo, tal vez tenga que contratarlo.

La reunión había sido organizada por Eme. Contactó con uno de los hombres de seguridad de Santonja y le solicitó una entrevista a solas, sin que nadie más fuera informado. A veces el camino más inesperado podía resultar el más directo. No era el único movimiento en la sombra que había hecho con éxito mi querido investigador en las últimas horas.

—No he informado de este encuentro a mis abogados —continuó el gran Gengis Kan—, también en eso le he hecho caso. Espero que haya merecido la pena. Tiene cinco minutos para decirme qué hago aquí. Pasado ese tiempo, y diga lo que diga, me iré por donde he venido.

—Pensaba invitarle a que nos quedáramos en silencio un rato contemplando el espectáculo —dije señalando la ciudad delante de nosotros—, sería paradójico si lo piensa. Usted y yo en una colina recóndita, disfrutando del paisaje. Podríamos cogernos de la mano incluso.

Me lanzó una mirada poco amigable, compasiva, me atrevería a decir. Por lo que se ve, no valoraba mi sentido del humor. No se lo reprocho.

—Nos saltaremos esa parte —tercié—. Vamos al grano.

—Por favor.

—Voy a intentar explicarle la situación de la forma más sencilla posible —dije—. En este preciso instante personas de nuestra total confianza nos están traicionando. Tanto a usted como a mí. Es doloroso que la gente más cercana actúe a tus espaldas, aunque por desgracia ocurre a diario. Lo digo completamente en serio, no estoy siendo sarcástica.

—No sé a qué se refiere.

—Se lo voy a explicar ahora mismo. Le pido por favor que me deje acabar antes de sacar conclusiones precipitadas, voy a ser muy breve. Después podrá usted decidir si le conviene que sigamos hablando y busquemos juntos una solución, o si no le interesa.

Asintió sin mucho convencimiento, no le agradaba estar allí conmigo. En eso, y puede que fuera en lo único, estábamos de acuerdo.

—Mañana a las nueve de la mañana se va a producir una reunión en las oficinas de Barver & Ambrosía de la que no hemos sido informados ni usted ni yo. A un lado de la mesa estará mi socia Concha Andújar, en representación de mi bufete, y mi cliente, Helena Kowalczyk. En el otro lado de la mesa estará su socio Ignacio Cimadevilla y varios abogados, entre los cuales por supuesto se encuentra Jordi Barver. Han llegado a un acuerdo para retirar la querella contra Gran Castilla alegando falta de evidencias de que alguien actuara en nombre de la empresa durante el acoso a Alejandro Tramel. Por supuesto, se mantendrá la querella contra usted.

Los ojos de Emiliano Santonja, tal vez por el reflejo de la luz anaranjada, parecieron inundarse de un color distinto. Su respiración también cambió de ritmo.

—No sabe lo que está diciendo —rebatió—. Eso no es posible.

—Cimadevilla ha conseguido el apoyo de otros socios para decapitarle, este es solo el primer paso para quitarle la empresa. Y por lo visto, Barver ha entendido que su lealtad es para con el grupo que le paga su cuantiosa minuta, no hacia una persona en concreto, por mucho que se conozcan desde hace muchos años —dije sin dejarle continuar—. Como puede comprender, es un asunto que me trae sin cuidado. Pero a mí tampoco se me ha consultado sobre ese acuerdo. Se ha hecho a mis espaldas, sabiendo que yo no estaría conforme.

—¿Cómo se ha enterado?

—Empleo mis escasos fondos en pagar al mejor investigador que conozco —respondí—. Ha hecho bien su trabajo. Aunque debo reconocer que no todo el mérito es suyo. Digamos que yo también he contribuido en gran medida a que esta situación se produjera, razón por la cual no me ha sido difícil enterarme, seguir el rastro de sus contactos y descubrir incluso los términos exactos del trato que van a cerrar. Por si le interesa, su querido socio va a pagar un millón seiscientos mil euros a mi cliente por retirar la querella contra Gran Castilla, de los cuales recuperará la mitad en virtud de la deuda de mi hermano, que Helena reconocerá en ese mismo acuerdo. En realidad, no paga por librarse de la querella, aunque supongo que también, sobre todo lo hace para demostrar a los socios de la empresa que él sí sabe solucionar los problemas, y así hacerse con el mando del grupo.

Dejé que Santonja lo asimilara. Sin duda, la conversación conmigo estaba adquiriendo un tono muy distinto al que esperaba.

—Pensaba que en esta fase del juicio ya no era posible llegar a ningún acuerdo —protestó tratando de atar cabos.

—No es lo habitual, desde luego —murmuré—, pero en casos excepcionales se puede hacer. Una vez practicada toda la prueba, las partes tienen el derecho a cambiar sus conclusiones, sus peticiones de pena e incluso, llegado el caso, a retirarse. En esta querella además se da la circunstancia de que el ministerio fiscal se ha inhibido, como muy bien sabe, con lo cual todo queda en manos de la acusación particular. El juez, en buena lógica, tendría que aceptarlo. Aunque, eso sí, una vez que el jurado haya vuelto a la sala y se lea el veredicto, ya no habrá marcha atrás.

Me dio la impresión de que estaba empezando a aceptar que podía haber algo de cierto. Sudaba más si cabe, y no solo por la calima que nos envolvía.

—Si eso que dice fuera cierto, cosa que voy a averiguar dentro de un momento —dijo muy alterado—, tendré que cortar unas cuantas cabezas esta misma noche, y antes de que salga el sol las aguas habrán vuelto a su cauce.

—Es su estilo de hacer las cosas, sobre este particular de nuevo le digo lo mismo: me trae sin cuidado.

—¿Qué es lo que quiere?

Habíamos llegado a la parte interesante. Saqué el teléfono móvil del bolsillo, toqué la pantalla y busqué el cronómetro, que seguía en marcha. Se lo mostré a Santonja, que lo miró con desprecio.

—El jurado se ha retirado a deliberar hace exactamente tres horas y cuarenta y tres minutos y veintiséis segundos, y veintisiete segundos… y veintiocho… —dije, y bajé la pantalla—. No quiero darle ninguna lección. Esos nueve hombres y mujeres habrán cenado juntos, tal vez habrán charlado sobre las grabaciones o sobre otros detalles del juicio. Tenga en cuenta que están encerrados en un hotel y no podrán salir de él hasta que tomen una decisión, no tienen ninguna otra cosa en la que pensar. Usted los ha visto en la sala, igual que yo. Ahora no nos escucha nadie y no estoy hablando para ganar puntos, ni como parte de una estrategia. Se lo digo abiertamente: no tengo ni la más remota idea de lo que van a decidir. Y esa es justamente la cuestión. Nadie lo sabe, se lo garantizo. Por mucho que le hayan dicho sus abogados, es totalmente impredecible. Y más en un caso como este. La balanza, si me permite que se lo diga, está muy equilibrada. Por un lado, los sentimientos, las emociones, una viuda y un huérfano, unas grabaciones que todo el mundo sabe muy bien de quién son, la animadversión natural que siente el ciudadano de a pie contra las grandes corporaciones, en especial contra una industria tan antipática como la del juego. Y por otro lado, lo admito, una defensa meticulosa, técnica y muy bien argumentada que ha cimentado serios interrogantes sobre la autoría de los delitos imputados y sobre las pruebas, y que ha sido capaz de sembrar una duda razonable. En definitiva, no hay ni un solo ser humano fuera de ese hotel que sepa cuál va a ser el veredicto final de este caso con total certeza. Nadie.

—Supongamos que estuviera de acuerdo con esa hipótesis —corroboró—. Adónde nos lleva.

—A un lugar muy sencillo. Tanto a usted como a mí nos interesa resolver esto entre nosotros y no dejárselo a nueve extraños.

Esbozó una ligerísima sonrisa, tuvo la sensación de que con estas últimas palabras yo había entrado en su terreno, y eso le reconfortó.

—¿Quiere que lleguemos a un acuerdo? —preguntó poniéndose serio, sin disimular su asombro ni su agrado.

Antes de responder, me volví hacia los coches. En el Chevrolet no había ninguna novedad: Eme seguía dentro, al volante, esperando pacientemente, como había hecho tantas otras veces. Junto al Bentley, sin embargo, el conductor también había salido al exterior, y junto al otro tipo, ambos fumaban un cigarrillo. Los dos iban vestidos exactamente igual, con un traje negro a medida. Nos observaban a distancia, sin perder detalle. Me llevé una mano al collarín tratando de aflojar ligeramente la presión.

—En realidad —insistió Santonja aventurándose—, es lo que ha querido usted todo este tiempo. Un acuerdo. Lo sabía, se lo dije a Barver un millón de veces, bajo su aspecto de santurrona, de cruzada de la justicia, quiere lo mismo que todo el mundo: dinero.

—Siento corregirle —dije—, pero se equivoca en una cosa. No quiero dinero.

—¿Entonces?

—Lo que quiero, y espero que lo entienda bien, es mucho dinero —dije poniendo un especial énfasis en la palabra «mucho»—. Hay una gran diferencia.

Sentí que mis palabras se enroscaban entre aquellas partículas que había traído el desierto, atravesaban el medio metro escaso que me separaba de Emiliano Santonja y entraban en su cerebro, que de inmediato empezó a hacer cálculos. ¿De cuánto podía estar hablando?

—Los tiene bien engañados a todos en esa sala —murmuró—, se creen que es una alma despechada, una especie de adalid de la ley, inquebrantable. Y en realidad, lo único que había ocurrido hasta ahora es que no habíamos encontrado el precio.

—Dígalo como prefiera, le aseguro que no tengo problemas morales. Le he dado gratis una información muy valiosa sobre un acuerdo que están preparando a sus espaldas para quitarle su empresa y tal vez mandarle a prisión. Haga usted con ello lo que mejor considere. Lo que voy a decirle a partir de ahora ya no será gratis. En primer lugar, le ofrezco retirar la querella completa, no solo contra Gran Castilla, sino también contra usted a título personal. Eso le hará ganar puntos con sus socios, ya que ni la firma ni su máximo representante serán condenados, con la consiguiente publicidad negativa que cualquiera de las dos cosas podría conllevar. Si sabe moverse con rapidez, estoy segura de que podrá recuperar en unas horas el control de la empresa que le está arrebatando Cimadevilla. Además, evitará ir a la cárcel en caso de que el veredicto le llegara a ser desfavorable, algo que tampoco es desdeñable. Ya sabe que si le condenan a más de dos años, lo cual honestamente no me parecería nada extraño, tendría que ir a prisión. Si le presentamos de manera conjunta un acuerdo al juez mañana mismo, se verá obligado a disolver al jurado y a dictar un auto de sobreseimiento, por mucho que no le guste. Por supuesto, le aconsejo que no hable con Barver hasta que lo tenga todo bien atado. Estoy segura de que el holandés errante, Andermatt, puede hacer todo el trabajo que necesita hasta que vuelva a tener a los socios bajo control, momento en el cual el viejo Jordi de nuevo se pondrá de su parte. Ya sabe cómo funcionan las lealtades, qué le voy a contar.

—Continúe —dijo tajante, como si todo lo que yo había dicho hasta ese instante le hubiera convencido y no quisiera perder más tiempo.

—Además de la retirada de la querella, en el mismo lote, digamos, le ofrezco algo más. Algo muy sustancioso, me atrevería a decir.

Alargué la mano con uno de los dos sobres que llevaba encima y se lo entregué. Él se apresuró a abrirlo. Le dejé unos segundos para que pudiera echarle un vistazo.

—Se trata de un modelo oficial de autoprohibición de entrada a recintos de juego, ya lo conoce —aclaré—. Como puede ver, está firmado por Alejandro Tramel Hidalgo y sellado por la Comisión Nacional del Juego. Pero no hace falta que se lo explique, lo sabe muy bien. Obraba en poder del casino de Robredo, y aun así le permitieron entrar a jugar en repetidas ocasiones. Según el artículo 39 y siguientes de la Ley de Regulación del Juego, es una infracción grave que está penada con multa de hasta un millón de euros y, esto es lo mejor, cierre del recinto durante seis meses. No quiero ni imaginarme el daño que podría causar a la imagen del casino tener que cerrar las puertas durante medio año, por no hablar de las pérdidas millonarias que se producirían en ese tiempo. Ah, y eso no es todo. Dicha solicitud desapareció misteriosamente de los ficheros del Ministerio del Interior, no sé adónde conduciría una investigación en este sentido, pero estamos hablando de ocultación de pruebas y de sustracción de documento oficial, muy feo todo.

—Lo he entendido.

—Por supuesto, eso que tiene en las manos es una copia, el original se lo entregaré a su debido tiempo, si es que llegamos a un acuerdo. Estoy dispuesta a enterrar este asunto también, y a incluirlo dentro del trato.

—Es usted una caja de sorpresas, Tramel. ¿Hay algo más?

—Todo esto es lo que usted se lleva —recapitulé—. En resumen, recuperar la empresa que le están arrebatando. Reparar su imagen dentro y fuera del grupo. Ahorrarse la posibilidad de pasar unos años en prisión. Salvar del cierre y de una sanción incalculable al casino. Evitar una investigación por fraude. Y como guinda, que mi cliente acepte la demanda y pague la deuda de su difunto esposo, para que haya constancia pública de que una deuda con el casino es sagrada.

—Le soy sincero —aceptó—, yo diría que vamos por el camino de entendernos.

—Ahora llega el turno de la contrapartida —murmuré—. Esta parte es mucho más sencilla. Se trata únicamente de una cifra. No es que me avergüence pronunciarla en voz alta, ni mucho menos, pero entre caballeros es mucho más elegante no hablar de dinero, así que si me permite…

Levanté la mano con el segundo sobre y dejé que lo cogiera. Dentro había una hoja con una cifra y una cuenta bancaria. La observó en silencio, no intenté hacer una lectura de su expresión corporal. Me daba exactamente igual. Me concentré de nuevo en las luces al fondo, un rumor llegaba ahora nítidamente, una especie de zumbido lejano que era difícil saber si provenía del cielo o de la tierra, imagino que era el sonido propio de la ciudad, como si tuviera vida y estuviera oponiendo resistencia.

Santonja se guardó los dos sobres en el interior de su americana.

—¿Su cliente está de acuerdo con esto? —preguntó—. Por lo que me ha dicho, mañana pensaba firmar un trato de naturaleza muy diferente.

—Helena no sabe nada de mi propuesta, como ya le he explicado, pero está deseando acabar con todo —dije con rotundidad—. Estamos hablando de mucho más dinero para ella y para su hijo. Por ese lado, no habrá ningún problema, se lo garantizo.

—¿Cómo sé que no utilizará en el futuro esa autoprohibición para atacarme de nuevo? Por mucho que forme parte del acuerdo, estamos hablando de un posible delito, no hay contrato privado que me inmunice frente a algo así.

—He estado pensando en eso también. Imaginaba que mi palabra no le bastaría. Además de entregarle todos los documentos que obran en mi poder, pídale a Andermatt que redacte una cláusula extensa en la que cualquier revelación de comunicación pública relativa a Gran Castilla y Alejandro Tramel por mi parte, o cualquier tipo de quebrantamiento de la confidencialidad, sea penada con una indemnización desorbitada. La firmaré sin problemas. Se lo he dicho y se lo repito. Quiero zanjarlo. No voy a volver a las andadas una vez que cerremos un acuerdo, si es que lo hacemos. Eso sí, los términos económicos no son negociables. Ahórrese cualquier contraoferta, no la voy a aceptar. Lo toma o lo deja, sin más.

—Estamos hablando de una cantidad enorme.

—Precisamente por eso, y para evitarnos malentendidos futuros, solo firmaremos el acuerdo cuando la cantidad íntegra esté en la cuenta que figura en ese sobre. Ni un segundo antes. No es que no me fíe, pero sería muy engorroso tener que andar detrás de usted para cobrar una deuda, no quiero ni imaginármelo.

—Lo tiene todo bien atado.

—Es mi trabajo. Anticiparme a los problemas.

—¿Cuál es el siguiente paso?

—Como es evidente —dije—, ya han pasado de largo los cinco minutos que me había concedido. Váyase ahora y compruebe que toda la información que le he dado es correcta. Después hable con su abogado. Redacte esta misma noche un contrato en los términos que acabo de decirle.

Y mañana, cuanto antes, dejemos todo solucionado, la firma y la entrega de documentos y del dinero. No vaya a ser que el jurado se dé más prisa de la que nos gustaría.

—¿Y la reunión que van a tener Cimadevilla y su cliente?

—Si llegamos a un acuerdo ahora mismo, hablaré con Helena y la convenceré de que no se presente. Eso le permitirá a usted ganar unas horas preciosas para restablecer el control de su empresa y recuperar el apoyo de los socios. Doy por hecho que será capaz de hacer tal cosa.

—No lo dude.

—Por supuesto, sé que cabe la posibilidad de que acepte ahora mi propuesta y que sin embargo mañana, una vez que haya cortado algunas cabezas y se sienta fuerte, tuviera la tentación de no firmar el acuerdo y no pagar. Voy a correr ese riesgo. Pero en el supuesto de que sucediera algo así y faltara usted a su palabra, le recuerdo que estará en manos del jurado con respecto al veredicto y su posible condena. Y por otra parte, y eso sí que es seguro, me vería obligada a poner en manos de la Fiscalía el asunto de la autoprohibición. En pocas horas, con independencia de lo que suceda con la actual querella, se enfrentaría a otro proceso penal, en el que también me personaré como acusación particular. Será muy desagradable, se lo prometo.

Volvió a sacar el pañuelo y esta vez se lo pasó por la frente. Sus fosas nasales se inflaron como si fueran las branquias de un pez al que hubieran sacado del agua y tratara de respirar con dificultad. El aire parecía hacerse más espeso a medida que transcurría la noche.

—También le recuerdo —dije mirando de nuevo el cronómetro de mi teléfono— que, cuando el juez nos llame para escuchar el veredicto del jurado, se habrá acabado todo. Ya no habrá posibilidad de acuerdo, ni de sobreseimiento. En ese instante todos nos echaremos a temblar y dependeremos de lo que hayan decidido nueve personas que no tienen nada que ver con este asunto, y que dentro de unos meses, cuando usted o yo, dependiendo del fallo, estemos lamentando nuestra mala fortuna, ellos se habrán olvidado completamente de nosotros. Sería trágico, ¿no le parece? En cualquier caso, el tiempo pasa, señor Santonja. Usted decide.

Se revolvió como si le costara terminar de entender aquello.

—Si todo lo que buscaba era dinero —dijo contrariado—, ¿por qué ha esperado hasta el último momento?

—Por una razón muy sencilla. Porque esa cifra desmesurada que está pensando muy seriamente en pagar no podría haberse dado antes. Solo el hecho de que hayamos llegado a esta situación límite me concede una posibilidad real de sacarle a usted una cantidad de dinero abusiva e indecente, una cantidad que le duela realmente.

—Déjeme que le haga una pregunta. ¿Realmente se cree algo de lo que ha dicho en el juicio, o todo era una pura estrategia para llegar a esto? Me refiero a toda esa verborrea sobre la industria del juego y demás.

Miré a mi alrededor, como si existiera la posibilidad de que sobre aquella colina hubiera alguien (aparte de nuestros guardaespaldas, por llamarlos de algún modo) que pudiera escucharme.

—No tendría necesidad de hacerlo, pero le voy a contestar —murmuré—. Admito que nadie obliga a una persona a jugar, es una decisión aparentemente libre y no tengo nada que objetar al respecto. Ahora bien, del mismo modo le digo que, si un montón de especialistas, psiquiatras y médicos del mundo entero coinciden en que la ludopatía es una enfermedad adictiva peligrosa, algo debe haber de cierto. Y el Estado debería protegernos de ello, no digo prohibiéndolo, evidentemente, pero sí poniendo restricciones severas con relación a la publicidad del juego, a su difusión, al acceso libre a establecimientos, y no hablemos online. Desde luego, no comparto que un casino pueda llamar al teléfono privado de un cliente para que acuda a jugar o que le conceda crédito para que apueste por encima de sus posibilidades. Creo que los mecanismos de control fallan y que se prima el afán recaudador muy por encima de la salud de las personas. Honestamente, todo lo que he visto alrededor del juego en el tiempo que me he asomado ha sido dolor y sufrimiento, espero no volver a tener nada que ver con ustedes el resto de mi vida. No sé si con eso he contestado a su pregunta.

—Perfectamente —musitó—. Por eso no terminaba de entenderla durante todo este tiempo. En usted convive un idealismo temerario que realmente se cree junto a una profunda ambición por el dinero y el poder. Es una combinación muy peligrosa. Puede que no la haya visto nunca. Eso es lo que me ha tenido despistado hasta ahora.

Chasqueó la lengua, no le gustaba lo que había oído y no le hacía ninguna gracia pagar aquella suma para cerrar el acuerdo, pero en el fondo le tranquilizaba poder solucionar todo con una cifra, entraba dentro de su esquema y de su estructura mental acerca de cómo funcionaba el mundo.

—Aunque pueda que me arrepienta —continuó—, voy a aceptar su propuesta. Le llamaré en las próximas horas para firmar y transferirle el dinero, no queremos que el jurado nos dé una sorpresa.

Me miró aguardando un gesto de aprobación por mi parte, o tal vez incluso unas palabras de agradecimiento. Podía quedarse allí toda la noche esperando.

—Si le parece —dije—, nos podemos evitar el apretón de manos. Solucione lo que tiene que solucionar y llámeme antes de que sea demasiado tarde, eso es todo por mi parte.

—Al final, va a conseguir caerme bien —dijo.

—No puedo decir lo mismo.

De una manera un tanto ambigua, y con todos los matices que se le quiera poner al trato que acabábamos de sellar, podríamos decir que los dos nos habíamos salido con la nuestra. No sé si se había hecho justicia o no, y sinceramente, no me preocupaba lo más mínimo. Solo sé que Helena y Martín vivirían tranquilos el resto de su vida y que yo podría olvidarme de pagar el alquiler y dedicarme a lo que mejor se me daba: tirarme en el sofá, compadecerme de mí misma y soñar con mi próxima reencarnación, en la que con un poco de suerte me convertiría en una de esas partículas diminutas que ahora mismo nos envolvían, dejándome llevar junto a otros millones de motas del desierto, empujada por la inercia de un fenómeno atmosférico que no intentaría comprender.

Había llegado el momento de regresar a nuestros respectivos coches y que cada uno llevara a cabo los arreglos necesarios para zanjar todo. Por mi parte, tendría una conversación muy delicada con Helena, y puede que también con Concha.

—Una última cosa antes de irnos, señor Santonja —mencioné—. Ya que usted me ha hecho algunas preguntas personales, yo también tengo curiosidad por un asunto.

—Dígame.

—¿Cuánto le pagó a Moncada para que acabara conmigo?

Me observó de arriba abajo, se detuvo un instante en la muleta, tal vez trató de recrear en su mente el instante en que el teniente me agredió, imaginar cómo habría sucedido.

—Mucho menos de lo que voy a pagarle ahora a usted. Moncada era barato, dadas las circunstancias.

—La primera vez que el teniente me atacó en el garaje, ¿también fue cosa suya?

Una sola palabra salió de su boca:

—También.

Sostuvimos la mirada unos segundos, hasta que dio media vuelta hacia el coche. Mientras se alejaba, se volvió para decir:

—Si hubiera sabido que lo podíamos solucionar con dinero, los dos nos habríamos ahorrado muchos problemas. Buenas noches, señora Tramel.

En eso último se equivocaba. Ni él mismo era consciente, pero hasta esa noche Emiliano Santonja no había estado preparado para pagar aquella cantidad y, al mismo tiempo, sentirse bien por hacerlo.

Escuché a mis espaldas cómo subía a su flamante Bentley, cómo se cerraba la puerta y cómo el automóvil se alejaba. Me quedé delante del barranco, no tenía ninguna prisa. Algo parecido a un ardor en el estómago empezó a subirme hacia la garganta, transformándose en náuseas. Me llevé la mano al pecho y coloqué la palma extendida sobre los botones superiores de la camisa, muy cerca de mi corazón, tratando de asegurarme de que todo estaba en orden. Me quedé así unos instantes, inmóvil, con la vista en el vacío oscuro que estaba a mis pies. Por algún motivo, aquella pendiente pronunciada me pareció una posibilidad real de acabar con todo de una vez. Podía sentir la sangre recorriendo mis arterias, el aire entrando y saliendo con dificultad de los pulmones. Con ayuda de la muleta, di un pequeño paso adelante, hacia el barranco.

A mi lado apareció sigilosamente Eme, como solía hacer siempre aquel hombre grande y discreto.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó.

—Creo que sí —respondí moviendo la cabeza de forma imperceptible.

El color naranja en el horizonte se estaba ennegreciendo, el zumbido iba en aumento y la ciudad emitía ahora un extraño fulgor que no era capaz de reconocer. Me agaché y comencé a vomitar.

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