Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 84

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El martes 29 de agosto a las cinco de la tarde los termómetros marcaron un máximo histórico en la ciudad de Madrid: 48,6 grados. Nunca antes se había alcanzado una temperatura semejante en la capital. La calima del desierto había llegado en todo su esplendor y estaba haciendo estragos; recomendaban no salir a la calle en las horas centrales del día si no era estrictamente necesario. Me incliné en la silla y pasé la mano por el collarín que me cubría el cuello, asegurándome de que no se iba a soltar en el momento más inadecuado.

Habían transcurrido poco más de sesenta horas desde el terrible altercado en la bañera. Me habían interrogado, me habían llevado al hospital, habían convertido mi casa en la escena del crimen, con inspectores, forenses, peritos y hasta el juez de instrucción Heredia paseándose por mi pasillo como si fuera una atracción de feria. Todo había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos, provocándome un vacío y una sensación de irrealidad. Aún dos días y medio después de lo sucedido, me costaba tocar tierra, por decirlo de algún modo.

El juez Barrios se mostró comprensivo y cordial conmigo apenas tuvo noticias del asunto; además de interesarse personalmente por mi estado, se ofreció con suma amabilidad a retrasar todo el tiempo que fuera necesario la reanudación de la vista. Ofrecimiento que denegué de inmediato. El fantasma de otro proceso interrumpido a causa de un atentado cobró una presencia inusitada en mi ánimo y en mi determinación. Salvando las distancias, seis años antes un estallido sangriento me había alejado de un caso. No iba a permitir que ocurriera otra vez. De ninguna manera.

Tenía varias partes de mi cuerpo magulladas, una venda tapando nueve puntos en la cabeza, un tobillo y una muñeca fracturados y un aparatoso collarín que se veía desde varios kilómetros de distancia (y que no solo le daba algo de consistencia a mi cuello, sino que también ocultaba sus marcas rojas y moratones alrededor). Por lo demás, estaba en condiciones de continuar. Necesitaba hacerlo. No quería aprovechar mi aspecto para infundir lástima al jurado, si es que tal cosa era posible, pero tampoco iba a esconderme. Podía caminar, hablar y razonar. No quería un aplazamiento. Tenía la íntima necesidad de seguir adelante a pesar de todo, y acabar con aquello cuanto antes.

Así es que allí estábamos ese martes de calor infernal. Aunque pudiera parecer lo contrario, el hecho de que un testigo esencial del caso me hubiera agredido en mi propia casa no haría inclinar la balanza a mi favor. El juicio continuaba, y seguía sin tenerlas todas conmigo ni mucho menos. La fiscal Fernández agotaba su turno de conclusiones en ese momento, alrededor de las cinco de la tarde, con una buena pila de palabras huecas y grandilocuentes sobre la madurez de la sociedad y de cada ciudadano para tomar sus propias decisiones que rebotaban en las paredes y el techo de la sala.

—… nadie obligó a Alejandro Tramel a jugar, al igual que nadie lo obligó a tomar otras desafortunadas decisiones como pedir créditos muy por encima de sus posibilidades, abandonar y engañar a su esposa, golpear al director del casino de Robredo hasta la muerte, y en último término, quitarse la vida. Todas ellas fueron decisiones erróneas que tomó por sí mismo, por mucho que comprensiblemente sus seres queridos busquen alguien a quien culpar.

Le estaba haciendo el trabajo sucio a Barver, Andermatt y compañía. Incluso Pardo parecía sorprendido ante aquel despliegue de convicción y rotundidad por parte de la discreta Adela, que en los días previos, desde la retirada de Ginés en la práctica, se había limitado a jugar un papel secundario en el transcurso del proceso. Sin embargo aquella tarde, durante las conclusiones finales, estaba mucho más locuaz y segura de sí misma, quizá había decidido ganarse el sueldo en la recta final.

La sala segunda de la Audiencia Provincial estaba a rebosar, a pesar de la ola de calor. Desde el lunes, tras la reanudación del juicio, habíamos regresado al edificio principal, donde ya funcionaban los condensadores del aire acondicionado, y habíamos abandonado el polideportivo.

Durante la jornada y media previa, habían declarado los últimos testigos de la defensa, incluyendo entre otros, y como uno de los momentos más destacados, a Sebastián Kowalczyk en una breve intervención por Skype desde República Dominicana, en la que se las ingenió para parecer totalmente ajeno a aquello que estábamos dirimiendo: aseguró conocer muy poco a Ale, aunque era su cuñado, ya que no tenía casi relación con su hermana; negó haberlo amenazado ni coaccionado nunca en su propio nombre ni mucho menos en nombre de la empresa para la que trabajaba; puso en duda (sin negarlo explícitamente) que fuera él quien hablaba en las grabaciones, y por supuesto confirmó que Gran Castilla era una institución ejemplar que siempre se había comportado de manera correcta, y que su traslado al Caribe era un destino solicitado dos años antes que no tenía nada que ver con este juicio, sino que, hasta donde él tenía conocimiento, se había producido justo ahora debido a los últimos ajustes de plantilla, que eran públicos y que habían afectado a otros muchos trabajadores.

Después se había producido la declaración de Concha, que contó sin ninguna gana, pero con la cabeza bien alta, su relación con Ale, ofreciendo todos los detalles que le fueron solicitados; se mostró cautelosa, quizá algo tensa con los abogados, pero no dio ningún paso en falso.

Como era previsible, también tuvo su momento de gloria Ignacio Cimadevilla, que respondió de manera ambigua y sin aportar ningún dato nuevo, se evadió con generalidades acerca de su empeño en velar por el estricto cumplimiento de todas las normas internacionales relacionadas con la industria del juego y en la profundización de estas; con su voz susurrante y su aspecto áspero, se limitó a repetir aquello que traía preparado y a contestar a los letrados con frases cortas, imprecisas, intentando quitarse de encima la declaración sin mostrar lo que de verdad sabía. Habló de su relación con Helena, y explicó que las conversaciones telefónicas mantenidas con Alejandro habían sido disputas personales motivadas por su relación con ella, y que por lo tanto no tenían nada que ver con el caso que aquí se estaba juzgando. Durante mi parte del interrogatorio, me miró como si fuésemos dos viejos conocidos que teníamos mucho que callar el uno del otro, aunque solo nos habíamos visto una sola vez con anterioridad. Si él consideraba que teníamos algo así como una especie de pacto de sangre estaba muy equivocado. En resumen, fue un testimonio intrascendente a todas luces.

Por último, había hecho acto de presencia Consuelo, la viuda de Bernardo Menéndez Pons, aportando una abundante dosis de emociones descarnadas y de lágrimas en recuerdo de su difunto marido. Una testigo dedicada en exclusiva a ablandar el corazón del jurado, ya que desde el punto de vista jurídico no aportó absolutamente ni un solo dato.

Para concluir el proceso, una vez finalizadas las declaraciones, se habían terminado de presentar al jurado las pruebas documentales que por una u otra razón no habían sido examinadas en el juicio al hilo de un testigo concreto. El juez insistió en hacerlo de manera exhaustiva, nos llevó un buen número de horas.

En mi opinión, desde la reanudación del lunes y hasta el comienzo de las conclusiones finales no había sucedido nada relevante en la sala que hubiera cambiado de forma significativa lo expuesto con anterioridad. Barver y yo nos habíamos atizado a base de bien, midiendo nuestras fuerzas, pero nadie había salido malherido.

—… Gran Castilla es una empresa ejemplar con capital cien por cien español, que genera empleo, riqueza y que siempre ha cumplido escrupulosamente con lo que marca la ley, dedicando una parte importante de los ingresos a su Fundación para el Juego Responsable. No se la puede culpar por los actos aislados e imprudentes de una persona adulta, por mucho que simpaticemos más o menos con las actividades de esta compañía y sus máximos responsables.

La fiscal estaba lanzada. No daba la impresión de estar exponiendo sus conclusiones, sino más bien parecía que se estaba labrando un futuro en el consejo de administración de Gran Castilla. Me dio vergüenza ajena escucharla, tuve la esperanza de que le sucediera lo mismo a alguno de los presentes en la sala. La fiscal estaba cumpliendo con su obligación de una forma oblicua, se presentaba a sí misma como garante de la solidez en un sistema de justicia que algunos tratábamos de tumbar con querellas frívolas e interesadas.

Por un instante desconecté y fijé mi atención en un ventanuco rectangular y alargado en la pared del fondo, a través del cual se podía intuir un sol abrasador y amenazante en el exterior. Por lo visto, esa noche se iba a producir un fenómeno atmosférico inédito en la ciudad, debido a la conjunción de tres elementos inusuales: la luna llena, abundantes partículas y arena del desierto y un extraordinario índice de contaminación impropio de esa época del año. Todos los medios se hacían eco, hablaban de una noche de color naranja, una especie de incendio en el cielo. Habían bautizado aquel fenómeno como «El bereber», en honor a su origen africano. Ignoraba si sería un espectáculo de tipo apocalíptico digno de contemplar, o si más bien convendría ponerse a resguardo cuando lo tuviéramos encima. Lo que parecía claro es que era una de esas cosas que probablemente no volverían a ocurrir hasta dentro de mucho tiempo, tal vez varias generaciones, y que para lo bueno o para lo malo sería un momento único.

—Para finalizar —dijo Adela subiendo el tono de voz y haciendo especial énfasis en sus últimas frases—, quiero recordar que el cambio de esta Fiscalía con respecto a la petición de penas que se hizo en un principio responde única y exclusivamente a las pruebas y los testimonios presentados por las partes durante el juicio oral. Ante la falta de elementos determinantes y concluyentes contra los acusados, a nuestro parecer, nos reiteramos en la petición de total absolución para Emiliano Santonja y Gran Castilla por todos los delitos que se les imputan en la presente querella, en coincidencia con lo solicitado por las defensas. Muchas gracias, señoría.

No creo que Fernández hubiera ganado nunca uno de esos concursos de debate en el instituto. Sin embargo, no lo necesitaba. Lo que dijo era muy sencillo y cualquiera podía entenderlo: los acusados eran buenas personas, pilares de nuestra sociedad, cuyo único crimen era poseer un negocio boyante, y por supuesto eran inocentes. Eso era todo. Hasta un niño pequeño podía comprenderlo. No me pareció que el jurado empatizara demasiado con ella, pero habían captado el mensaje, y más tarde los otros tres abogados de la defensa se encargarían de ampliarlo, matizarlo y darle brillo.

—Letrada, su turno —dijo Barrios haciéndome un gesto.

Había llegado el momento. Tenía la posibilidad de disparar la última bala. Debía aprovecharla o se habría acabado todo. Me giré hacia la bancada de la audiencia pública, no cabía ni un alfiler, por lo visto nadie quería perderse el final de la causa. Encontré muchos rostros conocidos, tanto de un bando como de otro, por decirlo de alguna forma. En la tercera fila estaba la juez Huarte, observando todo con interés. Me reconfortó verla allí. En una esquina del fondo estaban mis antiguos colaboradores, Gerardo y Ronda; parecían algo asustados, me dio la impresión de que el chico estuvo a punto de saludarme tímidamente con la mano al comprobar que los estaba mirando; no habíamos vuelto a tener contacto desde que se marcharon a trabajar a Dos Rius, y a decir verdad no tenía mucho interés en hablar con ellos por ahora. También estaba allí Andrés, sentado junto a varios periodistas, y muy cerca de él, los abogados y asistentes de la parte contraria, Cristina Tomé, Barver Junior, Francisco Arias y sus asociados. En el extremo izquierdo del primer banco llamaban la atención las canas de Ginés Iglesias, que, teniendo en cuenta su escasa presencia durante casi todo el proceso, lógicamente había cedido la palabra a Adela para las conclusiones finales. Al parecer, su esposa seguía en estado de extrema gravedad y no tenía pinta de mejorar. A pesar de que su ausencia había supuesto una grave contrariedad, me alegró tenerlo allí.

Por supuesto, en primera fila se encontraban Sofía, Concha y Helena, serias, atentas, expectantes. No me preocupaba defraudarlas, o bueno, tal vez un poco sí, especialmente a Helena, pero lo que de verdad me intranquilizaba era ser capaz de emplear las palabras adecuadas que hicieran justicia a Ale, sin utilizar su dolor para manipular a nadie, simplemente exponerlo de manera sobria, templada y al mismo tiempo inflexible.

Sentí un nudo en el estómago. Sería la última vez que lo hiciera. No volvería a repetir aquel ceremonial. Nunca más volvería a pisar un juzgado, al menos no como abogada. Me ajusté la toga alrededor del collarín, miré a la jurado número cuatro con seriedad, hice un gesto con la cabeza y me acerqué al micrófono.

—Con la venia. Señoras y señores del jurado, les doy las gracias por su atención durante estas jornadas y les ofrezco mis más sinceras disculpas si mi comportamiento o mi lenguaje les ha resultado confuso o inoportuno. Sé que más de una vez la vehemencia y la pasión de mis palabras pueden resultar excesivas, les pido perdón por ello.

Hice una pausa. No quería parecer atropellada. Y la verdad es que por mucho que hubiera insistido al juez, no estaba en plenas condiciones físicas, en especial mi cuello se resentía cada vez que realizaba un movimiento, por pequeño que fuera. Por otra parte, había regresado el zumbido en el oído, supongo que el golpe seco en la cabeza no ayudaba. Me volví hacia el jurado número uno y sostuve su mirada, no estaba de mi parte, los dos lo sabíamos, y precisamente por eso me centré en él. No me conformaba con los indecisos.

—Tenía pensado hablarles de las pruebas —continué con los ojos clavados en el exmilitar—, de los diversos expertos y peritos que han escuchado ustedes, de los psicólogos, de los efectos devastadores de la ludopatía, de la inmoralidad de los hechos que estamos aquí juzgando, del tipo de sociedad que queremos construir y legar a nuestros hijos: una donde las grandes corporaciones del juego hagan y deshagan a su antojo, o bien otra más saludable donde les impongamos unos límites a su voracidad de lucro. Sin embargo, esta misma mañana, mientras repasaba las notas de estas conclusiones finales, me he dado cuenta de que en el fondo todo es mucho más simple.

De nuevo me detuve. Y lo haría tantas veces como lo considerase necesario, por mi propia salud y también para subrayar los pocos conceptos que pensaba utilizar durante mi exposición. Bebí agua del vaso que tenía delante, apenas un sorbo. Me di la vuelta. Observé durante unos segundos a Emiliano Santonja, esa tarde llevaba un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata de color azul pálido. Como de costumbre, estaba sudando a base de bien, ni siquiera el aire acondicionado funcionando a toda máquina había aliviado esos goterones en su frente, en la nariz y en los pliegues de su carísimo traje. Su tez bronceada (en exceso) me repugnó casi tanto como su pose autosuficiente. No había mostrado el más mínimo gesto de arrepentimiento. Estaba convencida de que sus abogados le habrían insistido en ese punto, debía intentar aparecer como una persona humilde a ojos del jurado. Pero su orgullo y su seguridad en sí mismo le impedían mostrar lo que no era. Levanté la mano y, sin dejar de señalarlo con el dedo índice, volví a acercarme al micrófono.

—Todo se resume en una pregunta muy simple, señoras y señores del jurado. ¿La persona que habla en las grabaciones telefónicas que hemos escuchado es Emiliano Santonja o no lo es?

Hice otra pausa, como si ya hubiera concluido, y en cierto sentido podría haberlo hecho. Dejar ahí la cuestión principal y retirarme discretamente. Habría sido un buen golpe de efecto. Pero no tenía la intención de convertir mis palabras en un truco dialéctico; al contrario, necesitaba compartir unos pocos minutos reales con aquellos hombres y mujeres y ser lo más sincera posible.

—Si lo piensan —continué—, en la respuesta a esa pregunta se encierran todos los enigmas de este caso. Absolutamente todo lo demás depende de la contestación que ustedes le den. La ciencia, como ha quedado demostrado durante los testimonios del juicio, no puede resolvernos esta cuestión al cien por cien. La huella vocal no es infalible, como ha subrayado una y mil veces la defensa. Ningún perito del mundo puede identificarlo con absoluta seguridad. Por eso deben hacerlo ustedes. Han escuchado esas ochenta y tres grabaciones en múltiples ocasiones, y podrán hacerlo tantas veces como quieran durante sus deliberaciones si lo consideran oportuno. Han oído las tres conversaciones completas que esta acusación atribuye a Emiliano Santonja. Y también han oído al principal acusado declarar aquí mismo, delante de ustedes. Probablemente lo volverán a escuchar antes de retirarse, si es que utiliza su derecho a cerrar el juicio con una declaración final. Mírenle y solo pregúntense si ese hombre es el mismo que amenazó, coaccionó, extorsionó e indujo al suicidio a Alejandro Tramel en las grabaciones que hemos escuchado. No esperen que ningún abogado de los que estamos aquí sentados les demos la respuesta. Cada uno va a decirles una cosa distinta, en función de la parte a la que represente. Sin embargo, y esto es lo único importante, ustedes lo saben, si son sinceros consigo mismos, tienen la respuesta, la conocen perfectamente. ¿Es Emiliano Santonja, presidente del grupo Gran Castilla, el que habla en esas grabaciones? Yo no tengo ninguna duda. Sé que ustedes tampoco.

Pasé la mirada por todos y cada uno de los once miembros del jurado, los nueve titulares y también los suplentes. Estos dos últimos seguirían allí hasta que comenzara la deliberación; si no pasaba nada extraño es cuando quedarían liberados de su obligación. Me detuve unos instantes en cada uno y traté de empujarlos un poco para que se hicieran realmente la pregunta. El incómodo silencio provocó que Barver se moviera en su silla; sin intervenir oralmente, estaba llamando la atención del juez para que me alentara a continuar con mi exposición. No me di por aludida y proseguí mi recorrido visual sin ninguna prisa, demorándome con cada uno de ellos tanto como consideré necesario hasta que me aseguré (al menos hasta donde fui capaz) de que un interrogante aparecía en su interior.

A continuación saqué una hoja de una carpeta y le eché un vistazo. Leí en voz alta algunas frases del folio:

—Con su permiso, leo literalmente, sin cambiar ni una coma, algunas de las palabras pronunciadas por el señor Santonja en sus conversaciones telefónicas con Alejandro Tramel: «Es lo que deberías hacer: tirarte por la ventana, acabar con todo de una puta vez, desgraciado. Te juro que, si no lo haces, yo te mato».

Levanté la vista un instante y leí la siguiente frase:

—«Te juro que, como no vuelvas ahora mismo al casino, te voy a matar».

Hice una nueva pausa y leí la tercera y (por ahora) última frase:

—«Más vale que te pegues un tiro».

Consideré que era suficiente. No quería abrumarlos repitiendo lo que ya habían escuchado directamente unos días antes.

—La pregunta es: ¿fue Emiliano Santonja quien dijo estas cosas a Alejandro Tramel? ¿Fue él o no? Porque si la respuesta es afirmativa, entonces no hay duda. Tanto él a título personal como el grupo Gran Castilla son culpables de un delito de amenazas, coacción, extorsión e inducción al suicidio, como todo el mundo puede entender. Si la respuesta es afirmativa, ese hombre que está sentado detrás de mí debería acabar con sus huesos en la cárcel y pagar por lo que ha hecho. Si la respuesta es afirmativa, señoras y señores del jurado, y son ustedes los únicos que pueden contestar a eso, no hay más que hablar, existe una responsabilidad penal clara, simple y rotunda. Es evidente. Por lo que más quieran, les pido que respondan con honestidad a la cuestión esencial de todo el proceso y el camino quedará despejado. Todos en esta sala sabemos perfectamente quién habla en esas grabaciones. Todos sabemos que, si una persona que padece una grave enfermedad de ludopatía diagnosticada, que incluso ha acudido a pedir ayuda a un centro especializado, recibe continuas presiones, amenazas y coacciones por los mismos que le están prestando dinero para que siga jugando, hay algo profundamente perverso e inmoral. Y por supuesto, y esto es lo que estamos dirimiendo aquí, es absolutamente ilegal.

»Emiliano Santonja traspasó la línea de la ética y de la legalidad para su propio beneficio, y debe pagar por ello. Es así de simple. Nadie aquí tiene dudas al respecto. Yo lo sé. Ustedes lo saben. Y por supuesto, él mismo lo sabe aunque jamás lo reconozca, y a pesar de que en ningún momento después de aquello haya mostrado el mínimo gesto de humanidad o compasión por la víctima, por su viuda o por su huérfano de tres años de edad. Al contrario, ha seguido presionándolos a ellos también, en el colmo de la desfachatez. Lo han visto amenazarme aquí mismo con total impunidad. Lo han observado durante todo el proceso sentarse de brazos cruzados y sonreír como si la desgracia de la víctima y el desamparo de sus familiares solo fuera una muesca más, un daño colateral en su larga carrera como hombre de negocios. Respondan a la pregunta por ustedes mismos, se lo suplico. Y si consideran que es él quien habla en las grabaciones, y por tanto que es culpable de los delitos de los que se le acusa, párenle los pies, por favor. Solo ustedes pueden hacerlo. Perdonen que me exprese con cierta dosis de emoción, disculpen que asomen los sentimientos, les prometo que no es mi intención… Tienen una oportunidad histórica. A través de su veredicto, díganle alto y claro a Emiliano Santonja y a toda la industria del juego: Ya está bien de atropellar a gente indefensa, ya vale de llenarse los bolsillos a costa del sufrimiento de los más débiles, se acabó. Las cosas pueden cambiar. Depende de ustedes. Sinceramente, con el corazón en la mano, ¿alguien tiene dudas de quién es la persona que habla en esas conversaciones telefónicas?

El juez hizo un ademán de intervenir, aunque se contuvo. Lo interpreté como un signo de que no debía alargarme demasiado, mi turno se estaba acabando. Afronté, pues, las dos últimas ideas que tenía intención de proponer durante mi alegato.

—Las ochenta y tres grabaciones que hemos escuchado en esta sala, como bien saben, corresponden a empleados del casino de Robredo, el jefe de seguridad, el director de juego, el jefe de sala, uno de los crupieres, o bien a altos directivos y socios de dicha entidad, Ignacio Cimadevilla y el propio Emiliano Santonja. Esto no es casualidad, ni algo banal. Gran Castilla acosó sistemáticamente a Alejandro Tramel, lo hizo con el único propósito de lucrarse, sin importarle la enfermedad que padecía ni el desorbitado importe de sus deudas, ni el sufrimiento de la víctima y su familia. Lo exprimieron y, cuando ya no podían obtener más beneficios económicos de él, le arrebataron lo último que le quedaba: la vida. Sea cual sea el resultado de esta querella, solo espero que al menos haya servido para recordarle a esta corporación del juego, y a otras semejantes, que hay un límite, y que por mucho que utilicen su apisonadora para pasar por encima de las personas, estas tienen el derecho a defenderse, y lo van a hacer. No están acostumbrados a que nadie desafíe ni ponga en duda su comportamiento hegemónico y despótico. Aquí lo hemos hecho, y aunque no ganemos el juicio, hemos marcado cuál es el camino a seguir en un caso como este, que por desgracia no es único. Algo así no es la primera ni la última vez que ocurre. Esperemos que sea al menos la última vez que sucede de manera impune.

Estaba a punto de terminar. Al menos dentro de la sala. Ahí fuera había mucho por hacer en las próximas horas.

Revisé las notas y vi al fondo de la carpeta que tenía delante una copia del escrito que me había entregado la viuda de Ortiz. El lunes a primera hora había presentado dicha documentación e intentado convencer al juez de que me permitiese introducir en la última jornada de la vista el asunto de Miguel Ortiz, explicarle al jurado la orden de autoprohibición que el casino se había saltado en innumerables ocasiones. Aporté todos los documentos al respecto, la petición firmada y sellada de la Comisión Nacional, así como el registro de sus entradas al casino con fecha posterior. Barrios lo descartó de forma tajante, según él, no tenía relación directa con el caso, y sobre todo no había sido presentado durante la instrucción. Me revolví argumentando que esos documentos me habían sido entregados recientemente y que en cuanto había comprobado su autenticidad los había presentado en el juzgado.

El juez me recordó, como si fuera una estudiante novata, y creo que disfrutó con ello, que el sistema judicial español no solo era garantista en el fondo, sino también en las formas, y que aquello era inaceptable, no iba a permitir que usara algo así sin darle tiempo a la defensa a que se preparase, además de que no lo consideraba parte del caso. Yo protesté, traté de mostrar la gravedad de esos hechos. También dejé claro que no pretendía abrir una nueva causa, el delito había prescrito. Únicamente buscaba poner en conocimiento del jurado cuál era el comportamiento abusivo e ilegal del casino de Robredo con un cliente que había solicitado de manera oficial que no le permitiesen entrar, lo cual sentaba un precedente con respecto a la actitud moral de sus responsables, que habían pasado por encima de la ley a su conveniencia. El magistrado lo zanjó con una rotunda negativa. Si hacía alusión a dicha autoprohibición, me arriesgaba a que me quitara el uso de la palabra o tal vez a algo peor. Dudé si hacerlo a pesar de todo, en honor a la viuda de Miguel Ortiz, pero decidí que sería mejor dejar las cosas así. Aunque no pudiera utilizarlo en el juicio, aquello había servido para asustar a Gran Castilla, y lo que era más importante, para atar cabos con respecto a lo que también le había ocurrido a mi hermano.

El documento que habíamos sustraído en la madrugada del sábado, la autoprohibición del propio Ale, lo tenía Eme a buen recaudo. Y por el momento allí seguiría. Si no lo utilizaba en el juicio, me dije, quizá Gabriel no denunciaría el robo. Yo no había abierto la boca al respecto y esperaba que el director de Alma tampoco lo hiciera. Tenía pensado darle una utilidad distinta, menos oficial, podríamos decir. Razón por la cual no le había hablado a nadie, ni siquiera a la Policía, de su existencia. Y desde luego había tenido oportunidad de hacerlo durante los largos interrogatorios del domingo tras el segundo incidente (lo llamaré así para entendernos).

—Para terminar, señoría, miembros del jurado —proseguí—, sé perfectamente que les dije a todos ustedes aquí mismo el primer día que me apostaba toda mi reputación como abogada a que la defensa intentaría cerrar un acuerdo antes de terminar este juicio. No quiero pues hacer caso omiso de mis propias palabras, ni que piensen ustedes por un segundo que esta abogada lo ha olvidado, por mucho que en esta última semana haya tenido motivos más que suficientes, entre otras cosas un intento de asesinato por parte de uno de los testigos principales del caso, lo cual como pueden comprender no es un contratiempo menor. Soy muy consciente de lo que dije. Pues bien, una vez más tengo que pedirles disculpas. Estaba equivocada. He perdido mi apuesta. Ningún abogado de la defensa se ha puesto en contacto con nosotros a esta hora para ofrecer un trato de ninguna clase con el objetivo de que retiremos la presente querella. Esa es la verdad. Y como no puede ser de otra forma, acepto mi error en este particular. Y estoy dispuesta a pagar el precio que sea necesario. De hecho, en relación directa con lo mencionado, por esta y por otras razones, les anuncio que esta causa, una vez que haya un veredicto y se den por concluidas las posibles apelaciones, será mi última actuación como abogada. Cuelgo definitivamente la toga. Se acabó para siempre.

Se escuchó un murmullo en la sala, no me volví hacia Concha y el resto, podía imaginar perfectamente su cara de estupefacción.

—No es el lugar para estas cuestiones, letrada —me advirtió Barrios—, lo sabe perfectamente. Haga el favor de ir terminando.

Asentí. Sabía que mis palabras no le iban a gustar demasiado al juez, se saltaban el protocolo. Pero había sido muy breve al respecto, y lo más importante: no quería dejar ningún cabo suelto, si le había dicho aquello al jurado el primer día con el objetivo de provocar una serie de movimientos en ciertas personas (aún confiaba en que se produjeran), no podía ahora pasarlo por alto, sabía muy bien que ellos lo tenían presente.

—Les prometo —dije manteniendo la tensión en la voz— que he pensado mucho en cuál ha sido el motivo por el que los acusados no han intentado esa aproximación que yo daba por hecha, qué motivo les ha llevado a no proponer ningún trato. Pues bien, todo obedece, estoy convencida, a una sola razón: con la inestimable e inesperada (al menos inesperada por mi parte) ayuda de la Fiscalía, el acusado está completamente seguro de que no va a ser condenado, no tiene la más mínima duda de que va a salir indemne de aquí. Lo cual no deja de resultar lógico si tenemos en cuenta que se trata de una gran corporación empresarial que cuenta con los servicios de docenas de abogados y con un historial de condenas inmaculado. Sí, señoras y señores del jurado, en cuarenta años de actividad, Gran Castilla solo ha recibido tres multas por infracciones leves, a pesar de operar en un sector tan delicado, tan escabroso, como el del juego. Es algo insólito en otros países de nuestro entorno, se trata de algo sin precedentes. Quiero felicitarles por ello, ni una sola condena, ni siquiera una infracción grave o muy grave es todo un récord. No me extraña que, ante un expediente tan impoluto, estén sentados con semejante confianza. Están acostumbrados a hacer y deshacer sin que nadie les llame la atención. Observen al señor Santonja, su parsimonia, su flema, su cachaza me atrevería a decir, si se me permite emplear una expresión coloquial. Está tranquilo, sabe que su bronceado y sus trajes caros no corren peligro. Miren también al letrado de la defensa a mi izquierda. ¿Para qué iba a ofrecer mi colega un trato si está seguro de que va a salir indemne de este proceso? ¿Con qué objetivo iba a tratar de evitar que su cliente fuera a la cárcel con un acuerdo cuando sabe perfectamente que eso no ocurrirá? No asoma en sus rostros la sombra de la más mínima duda. Estaba equivocada, no necesitan ningún acuerdo con la acusación particular, no precisan sentarse a negociar, no tengo ningún problema en reconocerlo, así como en reiterar mis disculpas a todos los presentes. Acéptenlas, por favor.

Cuando parecía que había terminado con esta línea argumental, volví a mirar con dificultad hacia el acusado.

—¿No tiene la más mínima duda sobre el veredicto, señor Santonja? —pregunté, y después me volví hacia Barver y Andermatt—. ¿Ustedes tampoco, letrados de la defensa? ¿No piensan que el jurado, a pesar de sus intentos por desviar la atención con triquiñuelas de toda clase, saben quién es la persona que habla en esas grabaciones y que saben también perfectamente lo que ha ocurrido?

Se escuchó un nuevo rumor en la sala, que recorrió la bancada pública. Barrios, sin cambiar su postura, se apresuró a encender su micrófono.

—Letrada —dijo con severidad—, no se dirija a los abogados de la defensa. Termine sus conclusiones. Tiene dos minutos para hacerlo o le retiraré el uso de la palabra. Muchas gracias.

—Con la venia, señoría —respondí de inmediato—. Termino, sí. No lo voy a hacer con mis palabras. Nunca he creído en las casualidades, pero el caso es que están ahí, a la vuelta de la esquina, te las encuentras de bruces a cada momento, solo hay que prestar un poco de atención. Justo hoy mi difunto hermano, Alejandro Tramel, la principal víctima de todo este proceso, aunque no la única, cumpliría cuarenta y un años. Si estuviese vivo, paradójicamente, hoy, 29 de agosto, estaría celebrando su cumpleaños. Eso ya sabemos que no es posible. Pues bien, quiero acabar mi intervención en este juicio oral con la felicitación telefónica que recibió tal día como hoy por parte del dueño de la empresa a la que le debía más de ochocientos mil euros. Concluyo con las palabras del señor Santonja. De nuevo, leo textualmente…

Cogí con sumo cuidado el folio que tenía delante. Lo miré por encima una vez más. Lo había leído y escuchado en infinidad de ocasiones. Aun así, no tuve que fingir ninguna emoción. Lo que sentí, la punzada en el pecho, la indignación, la rabia, era completamente real. Di un trago de agua y traté de leer alto, claro, con un tono lo más neutro posible:

—«Este es mi regalo de cumpleaños: una nueva vida. Una vida en la que no eres un perdedor, ni un lastre para todos los que te conocen, ni un mierda, ni un miserable, ni un desgraciado. Una nueva vida en la que simplemente te quitas de en medio. Desapareces. Para siempre. Ya sabes lo que tienes que hacer».

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