Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 25

Página 31 de 114

2

5

Concha permaneció de pie durante toda su declaración. Tuvo que agarrarse al pie del micrófono en varios momentos para mantener el equilibrio. Contó con todo lujo de detalles cómo Felipe la había golpeado con el puño cerrado, cómo le había seguido dando patadas cuando cayó, cómo la había dejado desnuda y sangrando tirada en el suelo. Tuvo que detenerse en diversos pasajes de la narración y beber un poco de agua.

Era la segunda vez que oía aquello de su boca, y sin embargo creo que me impactó aún más que en la primera ocasión. Puede que contribuyera el hecho de que el culpable de aquella locura estuviese observando y escuchando todo, sentado a pocos metros con gesto impertérrito. No dejan de asombrarme los seres humanos. Miré a aquel hombre grande, con aspecto aparentemente inofensivo, al que conocía desde hace muchos años, y a pesar de que me costaba, podía imaginármelo perfectamente golpeando con saña a su propia esposa. El hecho de que mi cabeza pudiera construir esas imágenes sin demasiada dificultad me perturbó. Tal vez no tenía la resistencia que yo creía frente a la posibilidad de la maldad, y eso me produjo una enorme tristeza.

Vi que Resano miró de reojo el reloj. Decidí ir directa al meollo, estaba claro que aquella magistrada estaba vacunada de espanto, cada día pasaban por sus ojos casos terribles y no se iba a dejar conmover. La cuestión era simplemente que creyese a Concha. Que le diese verosimilitud a su versión de los hechos. De eso iba todo aquello.

—Perdone que se lo pregunte directamente, señora Andújar —dije tratando de mostrarme incisiva—. ¿Por qué no denunció los hechos el mismo día que se produjeron?

Habíamos preparado meticulosamente aquella pregunta. Ya que resultaba inevitable, prefería hacérsela yo antes que dejársela a Palmira. Una manera de neutralizar el principal argumento de la otra parte (al menos en cierta medida) era adelantarme.

—Tenía miedo por lo que me pudiera pasar si le denunciaba. Y sobre todo, tenía miedo por mis hijas. Estaba aterrorizada. Por eso tardé en denunciarle.

—¿Actualmente teme por usted o por sus hijas?

—Cada día me levanto con miedo. Mi marido es un hombre violento. Me ha pegado. Y temo que pueda volver a hacerlo.

Hice una larga pausa para que las palabras de Concha calaran en el tribunal. Podría haberlo dejado ahí, pero decidí hacer una última pregunta:

—¿Era la primera vez que su marido le pegaba?

—Hace cinco años ya habían ocurrido varios episodios violentos.

Palmira saltó como un cohete.

—Señoría, disculpe, pero no consta ninguna denuncia por hechos anteriores, que en cualquier caso habrían prescrito, como la abogada muy bien sabe. Estamos ante un caso de divorcio con numerosos bienes en juego y en especial con tres menores cuya custodia quieren arrebatarle a mi cliente de forma injusta. Misteriosamente, cuando la demanda de divorcio ya estaba en trámite, ha surgido una denuncia por malos tratos

a posteriori, una estrategia que por desgracia ocurre con más frecuencia de la deseable. Pero sacar además ahora a colación hechos de hace varios años que ni siquiera están denunciados no es pertinente ni admisible en esta comparecencia.

—Disculpe, letrada —dije dirigiéndome a Palmira—, pero no está en su turno de preguntas, ni mucho menos en su alegato.

—Efectivamente, señora Tramel —intervino la juez—, es su turno de preguntas. Y no voy a permitir que aluda en este tribunal a hechos no probados y ni siquiera denunciados. ¿Tiene alguna otra pregunta sobre lo que nos ocupa hoy aquí?

Estaba claro que no iba a pasarme ni una. Era mejor no ponerla en mi contra más de lo que ya estaba. Esperaba al menos haber sembrado la duda en la mente de aquella mujer cuadriculada. Por mucho que me odiara, no permitiría que un maltratador se saliera con la suya. O al menos, eso me decía a mí misma.

—No, señoría, he terminado, muchas gracias.

Después llegó el turno de la Fiscalía. El rubio de la amplia sonrisa que cuchicheaba a la juez en la entrada resultó llamarse Óscar Iturbe. Era el fiscal asignado al caso, y a sus treinta y siete años pasaba sus días en aquel juzgado, prácticamente vivía allí. Si yo me encargara de promocionar la buena imagen de la Justicia en España, y tuviera que hacer un anuncio de televisión, elegiría a aquel hombre como protagonista, era perfecto: amable, limpio e inofensivo. Justo la clase de hombre que nunca me ha atraído. Por suerte, yo nunca me encargaría de promocionar el sistema judicial, ni en nuestro país ni en ninguna otra parte.

Iturbe hizo algunas preguntas rutinarias a Concha sobre la denuncia, en un tono de voz apenas audible, tomó notas en un cuaderno dando a entender que se tomaba su trabajo muy en serio y concluyó rápidamente, para satisfacción de Resano, que le dio las gracias encarecidamente. Me vino a la cabeza una imagen turbia del rubiales haciéndole algunas cosas muy íntimas a la juez, mientras ella gritaba y gemía y le daba cachetes en las nalgas. Como de costumbre, tuve que esforzarme por alejar esas imágenes.

Llegó el turno de Palmira.

—Señora Andújar, ¿alguna vez su esposo ha sido violento o ha pegado a sus hijas?

Concha pareció desconcertada con la primera pregunta.

—Hum…, creo que no.

—¿Alguna vez le ha visto pegar o ser violento con sus hijas?

—No.

—¿Sus hijas le han contado que su padre haya sido violento con ellas?

—No.

—¿Cree usted que su marido ha faltado en algún momento a sus obligaciones como padre durante todos estos años?

—No.

Las preguntas de Palmira la martilleaban; apenas había terminado de contestar, ya estaba lanzando la siguiente.

—¿Ha gritado usted alguna vez a sus hijas o ha sido violenta con ellas de alguna forma, señora Andújar? —preguntó.

—Protesto, estamos aquí para juzgar los actos de violencia del señor Ramos —dije—, les recuerdo que mi cliente es la víctima.

—Señoría, es una pregunta pertinente, se trata de evaluar el carácter de la convivencia en el entorno familiar. La señora Andújar lleva casada más de quince años con el demandado y hasta ayer nunca jamás había presentado ninguna denuncia ni queja de ninguna clase. Tenemos derecho a saber cómo era su relación con sus hijas.

—Conteste, por favor —sentenció Resano.

Concha se encogió de hombros.

—No, que yo recuerde —respondió.

—¿Nunca le ha gritado ni ha sido violenta con sus hijas? —volvió a preguntar.

—Protesto —dije de nuevo—, mi cliente ya ha contestado.

—No parece haberlo hecho con mucha convicción —argumentó Palmira.

—Está bien —dijo Resano—. Hagamos una cosa. Señora Tramel, deje a la abogada de la otra parte hacer sus preguntas sin interrupciones. Usted ha tenido su turno. Ahora es el momento de la señora Jiménez. Conteste la demandante, por favor.

Concha dudó. Vi en sus ojos que no quería mentir, que no sabía muy bien qué contestar. Aquello no era una buena señal.

—No sé, tal vez en alguna ocasión les he levantado la voz —dijo Concha—, son tres niñas maravillosas, pero niñas al fin y al cabo, ya sabe, son traviesas.

—¿Alguna vez les ha pegado usted un azote o un cachete?

Estuve a punto de protestar de nuevo, pero Resano se me adelantó y me miró con severidad, no me convenía abrir la boca.

—Tendría que pensarlo —dijo Concha—, no soy partidaria de pegar a las niñas, hay otras formas de educarlas mucho mejores.

—Lo entiendo, señora Andújar, ¿puede afirmar con toda rotundidad que nunca jamás les ha puesto la mano encima?, ¿ni un azote?, ¿nada?

Concha me miró buscando ayuda. Pero yo estaba atada de pies y manos.

—Supongo que en alguna ocasión.

—En alguna ocasión ¿qué?

—Pues eso, que alguna vez les he dado un azote, un pequeño coscorrón para que se estuvieran quietas, nada grave.

—Ya veo. Por lo que dice, ¿considera que darle un coscorrón a una niña pequeña no es grave?

—Depende de las circunstancias —se defendió Concha—. ¿Tiene usted hijos?

—Me enorgullezco de tener dos hijos. Y le puedo garantizar que nunca, en ninguna circunstancia, les he puesto la mano encima. Una madre tiene que cumplir ciertas responsabilidades. Por esa razón, tampoco les he dejado nunca solos hasta que cumplieron los catorce años.

Palmira estaba lanzada. Y Resano le iba a permitir llegar todo lo lejos que quisiera. Su estrategia no era negar los hechos violentos de su cliente que habíamos denunciado. Su estrategia era cuestionar la idoneidad de Concha como madre, tratar de conseguir que no le dieran la custodia. Al fin y al cabo, aquel no era el juicio, era simplemente una vista en la que se tomarían ciertas medidas referentes a la custodia, al uso del hogar común, o como máximo una orden de alejamiento. Y por lo que se apreciaba, la cosa no le estaba saliendo mal.

—Señora Andújar —continuó Palmira, que revisaba unas notas mientras seguía preguntando—. ¿Recuerda dónde estuvo usted la mañana del sábado 3 de octubre de este año?

—No caigo ahora mismo.

—Le refrescaré la memoria. Durante ese fin de semana, su esposo, el señor Felipe Rivas, se encontraba fuera de la ciudad por un asunto de trabajo. Y ese sábado por la mañana después de desayunar, usted salió de casa, abandonando a sus hijas, dejando solas a tres niñas pequeñas durante varias horas. ¿Puede decirnos adónde fue aquella mañana?

—¡Protesto! —estallé sin poder remediarlo, arriesgándome a que me cayera una multa por desacato o algo peor—. Estamos aquí para dirimir si ese hombre que está ahí sentado tranquilamente ha golpeado brutalmente a mi cliente y después la ha echado de su propia casa, tal y como consta en la denuncia del caso. Esta línea de interrogatorio se aleja completamente de la cuestión.

—En eso se equivoca, señora Tramel —respondió Resano sin pestañear—. Estamos aquí para dirimir entre otras cosas quién de los dos se quedará con la custodia de esas niñas hasta que se celebre el juicio. Las preguntas de la letrada son muy pertinentes. Se lo voy a decir por última vez: si vuelve a interrumpir, la desalojo de la sala. Puede continuar.

—Gracias, señoría —dijo Palmira—. Tal vez la señora Tramel está algo desentrenada de la práctica ordinaria en un juzgado, eso es todo. Volviendo a la pregunta, ¿nos va a contar de una vez dónde estuvo la mañana del 3 de octubre?

—Estuve con un amigo, no es asunto suyo —respondió Concha.

—Me temo que sí es asunto mío. Usted dejó solas a sus hijas durante casi cinco horas, incumpliendo sus obligaciones elementales como madre. ¿Qué era eso tan urgente que la llevó a cometer un acto de tal irresponsabilidad? ¿Quién era ese amigo al que fue a visitar?

—Una persona a la que necesitaba ver, estaba cansada, y tal vez algo deprimida, y quería compartir un rato con un adulto que me entendiera.

—¿Ese adulto era el señor Alejandro Tramel, su amante?

Resano dio un respingo al escuchar aquel nombre y me miró con gesto acusatorio, como si todo lo que estaba ocurriendo fuera por mi culpa. La vista cada vez pintaba peor. Me sentí impotente, lo único que podía hacer era desear que terminara cuanto antes. Concha tardó unos segundos en contestar, movió ligeramente los pies y al fin se acercó al micrófono que tenía delante.

—Amante no es el término más adecuado para definir nuestra relación. Alejandro Tramel era un amigo de toda la vida con el que me había acostado alguna vez, eso es todo.

—¿Mantuvo relaciones sexuales con Alejandro Tramel durante la mañana del 3 de octubre, mientras sus hijas permanecían solas en casa?

Era una pregunta del todo improcedente, pero tuve la sensación de que no me convenía volver a protestar. Tuve que morderme la lengua. Crucé una mirada con Concha, no tenía más remedio que responder.

—Supongo que sí —dijo al fin.

—¿Las dejó solas con el propósito de reunirse con su amante para mantener relaciones sexuales con él?

—Sí.

—¿Dejó solas a sus hijas para acostarse con su amante?

—Ya le he dicho que sí. La mayor tiene ya trece años, no les pasó nada. Es la única vez que lo hice, no se puede juzgar a una persona por un error, ¡uno solo!

Me llevé las manos a la cabeza. Posiblemente Concha había dicho justo lo único que no debía decir. La estrategia de Palmira era demostrar que Felipe era un padre ejemplar y que en el caso de que hubiera sido violento con su esposa (cosa que tampoco estaba probada) había sido una sola vez, un error.

—Estoy de acuerdo con usted, señora Andújar, no se puede juzgar a una persona por un solo error, especialmente si ese supuesto error no está probado —prosiguió Palmira aprovechando lo que le habían puesto en bandeja—. Ha dicho usted que esa mañana estaba deprimida. ¿Le deprime cuidar de sus hijas?

—Mis hijas son lo más importante de mi vida y desde luego no me deprime cuidar de ellas. Si estaba cansada y algo deprimida aquellos días, como he dicho, no era a causa de mis hijas precisamente, sino más bien por el hecho de que mi matrimonio se estuviera yendo a pique y de que mi marido fuera un hombre violento al que temía y sigo temiendo.

Palmira negó con la cabeza como si estuviera en desacuerdo con la respuesta.

—Con toda sinceridad, señora Andújar, ¿se considera usted una madre ejemplar?

—No sé…, no creo que haya madres ejemplares, cada una hace lo que puede, pero…

—Gracias, señoría —le cortó Palmira—. No hay más preguntas.

—No he terminado —protestó Concha.

—Disculpe, pero sí ha terminado —dijo Palmira muy seria—. Acaba de reconocer que ha gritado y pegado a sus hijas, que las ha dejado solas para reunirse con su amante y que usted misma no se considera una madre ejemplar. Puede que su denuncia de malos tratos contra mi cliente sea fundada, lo dudo pero no voy a entrar a discutir eso con usted. Sin embargo, es evidente que las niñas están mejor con su padre, y así deben permanecer hasta que se celebre el juicio. Por otra parte, dados sus elevados ingresos, más altos que los de su marido, no tiene ningún sentido revocar el uso de la casa común, ya que puede usted permitirse otro alojamiento sin problemas, y además todos coincidimos en que es mucho mejor para esta familia, y en especial para las menores, que ustedes dos permanezcan alejados el uno del otro. Incluso la demandante ha reconocido que mi cliente es un buen padre, que nunca ha sido violento con las niñas y que siempre se ha desvivido por cuidarlas, en mi opinión la situación está muy clara.

—Por lo que veo —dije señalando al otro lado del pasillo—, la abogada no solo ha terminado con las preguntas, sino que además ya ha dictado sentencia. Es una vergüenza, señoría, que tergiverse los hechos de esta forma para defender a un hombre violento que ha golpeado a una mujer indefensa, ¡esa es la clave!

—La clave es que no están demostrados esos hechos violentos —respondió Palmira—, y que al tratarse de un supuesto aislado y sin probar, no tiene ningún sentido alejar a un padre modélico de sus hijas.

—¡No es un hecho aislado, por el amor de Dios! —exclamó Concha con rabia, y se dio la vuelta hacia Felipe, a punto de llorar—. ¡Me pegaste hace cinco años! ¡Me golpeaste y me humillaste y me volviste a pegar…! ¡Me suplicaste que te perdonara, me prometiste que no volverías a hacerlo! ¿Por qué? Di, ¿por qué?

Felipe se incorporó ligeramente, parecía que iba a saltar, pero Palmira se adelantó, impidiendo que hiciera o dijera cualquier cosa.

—¡Esto es intolerable, señoría! —protestó Palmira con un gesto de supuesta indignación.

Sé que no debí hacerlo. Pero al ver allí a Concha rota por dentro, machacada por las preguntas de la abogada, algo se encendió dentro de mí. Algo profundo e irracional que no pude ni quise controlar. Algo muy poco profesional.

Me puse en pie y miré a Felipe con toda la frialdad de la que fui capaz, y sin apartar la vista, le dije:

—Te juro que vas a pagar por esto. No voy a descansar hasta que pagues por lo que has hecho, hijo de la gran puta.

La juez Resano estaba fuera de sí, no podía creer que aquello estuviera ocurriendo delante de sus narices. Me señaló y solo acertó a decir una palabra:

—¡Tramel!

Ir a la siguiente página

Report Page