Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 48

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Tal y como preveía, no iba a poner las cosas fáciles. No obstante, habíamos dado un paso interesante, y si Gerardo estaba haciendo lo que debía, Santonja se llevaría una sorpresa.

Ninguno pudimos quitarnos ya de la cabeza la imagen del móvil última generación que el interrogado guardaba en el bolsillo de su chaqueta, o en cualquier otra parte, y que se había negado a mostrar. Esperaba que Huarte en particular lo tuviera muy presente.

En realidad, no había mucho más que preguntar. Intenté escarbar un poco en los encuentros que había tenido con Alejandro en el casino, pero no parecía recordar nada. También saqué a colación la visita que había hecho al cuartel de la Guardia Civil la noche posterior al asesinato de Menéndez Pons, justo unas horas antes del suicidio de mi hermano, pero salió airoso: dijo que fue a testificar sobre la muerte del director del casino a petición de los propios agentes, algo que parecía ratificado por ellos mismos. Antes de proseguir, miré mi teléfono móvil, estaba esperando un mensaje importante, tenía que ganar tiempo. Solicité que se volvieran a poner las tres conversaciones grabadas que había mantenido con Ale, pero Huarte lo denegó por reiterativo.

—Tal vez si las vuelve a escuchar, el señor Santonja recordará algo —insistí.

—Es suficiente, señora Tramel —zanjó la juez.

Le pedí a Sofía que fuera leyendo algunos párrafos de las grabaciones, haciendo especial énfasis en las partes más jugosas, allí donde Santonja se ponía más persuasivo o más amenazante con mi hermano. De vez en cuando le preguntaba si recordaba esa frase en particular, o si me podía explicar por qué había dicho eso, sin llegar a ninguna parte más allá de «No lo recuerdo» o «No estoy seguro». Pude escuchar varios resoplidos de agotamiento entre los presentes; además de ganar tiempo, hice sudar aún más si cabe a Santonja, lo cual no me pareció desdeñable, tenía un aspecto horrible con aquellas gotas cayéndole por la frente. Al fin, noté mi teléfono vibrar en el bolsillo. Miré la pantalla, tenía un whatsapp de Gerardo: «Ok». Era todo lo que necesitaba por ahora.

—Señoría, no hay más preguntas —dije.

A continuación llegó el turno de Tomé, como abogada de la defensa de Gran Castilla. Carraspeó, miró a un lado y a otro y dijo:

—Seré muy breve, señoría —dijo—. Señor Santonja, ¿en algún momento, de manera directa o indirecta, ha amenazado, coaccionado, extorsionado o inducido al suicidio al señor Alejandro Tramel, o bien ha pedido a alguien que lo hiciera?

Emiliano Santonja entonces sí pareció sentirse en su salsa.

—Tajantemente no.

—«Tajantemente no» —repitió Tomé—. Es todo por nuestra parte, señoría, muchas gracias.

Desde luego, había sido breve, concisa y muy clara. Su estrategia parecía ser muy simple: no tenían que demostrar su inocencia, éramos nosotros quienes tendríamos que demostrar las acusaciones. Y todos sabíamos que sin la evidencia de las grabaciones sería prácticamente imposible.

Andermatt y Pardo renunciaron a su turno de palabra, dijeron sentirse satisfechos con las preguntas y las respuestas que acababan de escuchar. Y así terminó la comparecencia del gran Gengis Kan, que ese día no me pareció tan grande, sino más bien un tipo jactancioso que no estaba acostumbrado a dar explicaciones a nadie, y al que no le gustaba hacerlo. Aunque había salido incólume de aquella vista, me pareció que no sería imposible hacerle tambalearse en el juicio, esperaba con ansia que llegásemos a ese momento.

Huarte dio por terminada la comparecencia y le pidió a Julita que abriera el ventanuco del fondo. Mientras los demás salían del despacho, me apoyé en el bastón y me levanté lentamente, calculando el tiempo justo para que los demás salieran de la habitación y pudiera quedarme un instante a solas con ella. Me acerqué a la juez, que seguía en su mesa apilando algunos papeles.

—Señoría, disculpe que le moleste —dije—. Si abre el

mail, verá que tiene una solicitud de la Guardia Civil de Robredo para requisar y registrar el teléfono de Emiliano Santonja.

La juez me miró sorprendida.

—Si le parece oportuna, y tiene a bien firmarla ahora mismo, los agentes podrían requisarlo antes de que abandone el edificio y pueda borrar el número de Alejandro, o alguna otra cosa. Mi asociado júnior está esperando junto a la Guardia Civil en el exterior de los juzgados.

—Es usted un poco temeraria —dijo—. No creo que cualquier otro magistrado accediera a algo semejante.

—Usted no es una magistrada cualquiera, señoría —respondí—. Si este caso consigue salir adelante, será precisamente por este tipo de detalles. Ese teléfono puede contener información muy valiosa para el caso. Es ahora o nunca.

En menos de un minuto, Huarte revisó su

mail, imprimió la orden y estampó su firma.

—¿Quiere que lleve esta orden a los agentes que están frente al edificio, señoría? —preguntó Julita con una extraordinaria diligencia.

—Por favor —respondió acercándole la hoja.

La auxiliar salió disparada con la orden.

—Muchas gracias, es importante —dije—. ¿Se sabe algo ya del perito?

—Todo a su debido tiempo, letrada —respondió—, no tiente a la suerte, por hoy ya puede considerarse afortunada.

Decidí que era el momento de dejar en paz a Huarte. Me di la vuelta y, ante la atenta mirada de Sofía, que aguardaba junto a la puerta, salí de allí cojeando, sintiendo que el dolor subía desde mi peroné por toda la pierna.

Al cruzar el pasillo de la segunda planta, y para mi sorpresa, Pardo se acercó a mí solícito.

—Es una pena llegar a esto —dijo conmovido—, esperaba que se pudiera resolver de una manera amistosa. En mi opinión, aquí lo importante es hacer lo más conveniente para la pobre viuda y ese niño.

—No sabía que la compañía de seguros estaba tan preocupada por los herederos —respondí sin prestarle demasiada atención.

Estaba más pendiente del ventanal que tenía delante, y a través del cual podía ver la parte exterior de los juzgados, con la escalinata y el pequeño jardín. Allí descubrí a Jordi Barver y Emiliano Santonja conversando animadamente mientras bajaban uno a uno los escalones, seguidos de una nube de abogados y asistentes. Vistos desde arriba no parecían dos hombres tan poderosos ni tan omnipotentes, digamos que como casi siempre todo es una cuestión de perspectiva.

—En mi opinión, deberíamos sentarnos y hablar todos —continuó Pardo—, sería una pena no arreglar esto como personas cabales. Sepa que a título personal cuenta con toda mi simpatía, y que si todos ponemos de nuestra parte haré lo posible para que Gran Castilla retire esa ridícula demanda para cobrar la deuda.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté directamente, no tenía muchas ganas de tonterías.

—Es usted tan… franca que da gusto —dijo—, si me permite que se lo diga. En mi opinión, deberíamos sentarnos todos en una mesa, pensar qué es lo mejor para ese niño y olvidarnos de lo demás.

—En mi opinión, señor Pardo, pretende usted que lleguemos a un acuerdo extrajudicial de alguna clase, pero me temo que eso no va a ocurrir porque sus amigos de Gran Castilla han cometido no uno, sino varios delitos, y van a tener que pagar por ellos…

—Por supuesto, nosotros en la vía penal ni entramos ni salimos —repuso rápidamente—. Sin embargo, en la parte civil estoy convencido de que podríamos entendernos, los intereses de todas las partes pueden llegar a ser convergentes, nadie tiene por qué pagar por los errores de otros, ni la pobre viuda, ni ese niño, ni la compañía a la que represento.

En pocas palabras, al muy desgraciado le daba lo mismo que metieran a Santonja y a toda la plana mayor del casino en la cárcel si a cambio conseguía no tener que soltar ni un euro; era casi aún peor que ellos. Pensé en contestarle que se había equivocado de interlocutor, no me sentaría en ninguna mesa con esas sanguijuelas para negociar nada, pero Sofía, que no se había separado de mí ni un instante, me interrumpió y me dio un pequeño golpe en el brazo. Los tres miramos hacia las escalinatas que se veían a través del ventanal.

De la parte lateral surgió el teniente Moncada acompañado de otros dos agentes de uniforme y se dirigieron hacia Santonja, al que parecieron indicarle que los acompañara. Tras un momento de cierta tensión y un intercambio de palabras poco amigables, uno de los agentes mostró la orden que acababa de firmar Huarte y los guardias civiles se llevaron del brazo a Santonja, al que siguieron todos sus abogados en tromba, poniendo objeciones y protestando. El grueso vidrio impedía que nos llegara el sonido de la escena, aunque podría suponer lo que estaban diciendo unos y otros. Después apareció Gerardo allí abajo, justo al fondo, me dirigió una sonrisa y siguió a la comitiva.

Era muy posible que aquel móvil que iban a requisar no contuviera una información determinante, incluso era posible que ya se hubieran borrado algunos datos sustanciosos, incluyendo el contacto de mi hermano. Pero también pudiera ser que un tipo tan acostumbrado a salirse con la suya como el dueño del casino no se hubiera molestado siquiera en eliminar nada, lo suyo era dar órdenes y pisar fuerte, no andar escondiéndose. Durante el interrogatorio, tuve el pálpito de que en el fondo se había mordido la lengua, querría haber contestado con mayor vehemencia, haber dado su veredicto incluso: Alejandro era un desgraciado que se lo había jugado todo, nadie lo había obligado, él solo cumplía con su trabajo, llevar un negocio legal que pagaba sus impuestos, no tenía por qué dar ninguna explicación, eran otros los que tenían que darlas, soy el gran Gengis Kan, tengo de mi parte la ley, y si no me conviene la cambio a mi antojo. Tal vez, y solo tal vez, ese exceso de seguridad y de confianza, y hasta de arrogancia, podría jugarle una mala pasada, ya veríamos.

Abajo en las escalinatas desaparecieron todos excepto un hombre, que se quedó allí solo. Sacó su teléfono y habló con alguien. Mientras lo hacía, levantó la mirada hacia el ventanal del segundo piso y me identificó. Jordi Barver, con una casi total ausencia de expresión, me observó circunspecto, a distancia, al tiempo que mantenía su auricular junto a la oreja. Le sostuve la mirada hasta que decidió darse la vuelta y desaparecer por los escalones que serpenteaban entre el jardín.

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