Ana

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Primera parte. Los ojos » 8

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Helena Kowalczyk tenía veintidós años y había que estar ciega para no admitir que era una preciosidad de chica. Rubia, elegante (vestía unos vaqueros y una camiseta blanca, pero lo hacía con tal personalidad que parecía estar a punto de subir a desfilar en una pasarela de alta costura), labios gruesos, grandes ojos, interminables pestañas y por supuesto delgada y con buen tipo.

La recibí en mi despacho, interponiendo entre ambas mi amplia mesa caoba repleta de papeles.

Helena repitió dos palabras una y otra vez: «Gracias» y «perdón».

—Gracias por recibir —dijo con su fuerte acento polaco—, yo no poder avisar de visita mía, estar muy preocupada, perdón.

A su lado, un niño rubio de dos años permanecía agarrado a su pierna.

No podía dejar de pensar en ello: tal vez aquel crío que tenía delante era mi sobrino. Si era así, mi hermano debía estar muy dolido para no haberme llamado cuando nació. Me pregunté qué otras cosas me habría perdido estos últimos años. Supongo que me lo tenía merecido, había tratado de manera muy desagradable y despótica a Ale las últimas veces que nos vimos.

Mi buena amiga Concha, que tan bien me conocía, me había insistido en vano durante muchos años en que no me culpabilizara de todo cuanto me ocurría de forma automática. Como en otros aspectos, en aquel punto Concha había fracasado, pero al menos había conseguido que al culpabilizarme fuera consciente de que lo hacía.

—Helena, disculpa que vaya al grano, pero estoy muy ocupada —dije—. ¿Estás casada legalmente con Alejandro Tramel?

La chica sacó del bolso un libro de familia y lo puso sobre la mesa. Lo cogí, no porque dudara de su autenticidad, sino porque sentía verdadera curiosidad de ver un documento donde se dijera que mi hermano estaba casado. También porque quería comprobar la fecha.

Abrí el libro y allí estaba: Helena Kowalczyk y Alejandro Tramel, casados y padres de un hijo, Martín Tramel. La boda se había celebrado hace tres años exactamente, en el juzgado de primera instancia de Robredo. Y Martín había nacido siete meses después en el hospital de La Paz. O el niño era sietemesino, o mi hermano se había casado, como vulgarmente se dice, de penalti.

Miré al niño, que, al sentir mis ojos posarse sobre él, bajó la vista y se agarró con más fuerza a su madre. Creí reconocer en aquel gesto la timidez que había caracterizado a Ale durante toda su infancia y gran parte de su adolescencia. Tal vez era cosa mía, pero el pequeño Martín era clavado a mi hermano.

Después Helena me hizo un resumen de su historia con Alejandro. Se habían conocido en el casino, por supuesto. El hermano de ella trabajaba allí de crupier. El nombre Kowalczyk salía varias veces en el informe preliminar que me había pasado Moncada. Me reconfortó que ella reconociera enseguida la conexión. Por lo visto, todo quedaba en familia.

—Yo primero no quería nada con Alejandro —dijo la polaca—, mi hermano había advertido: yo no relacionar con jugadores, ser mala influencia.

—Buen consejo —musité.

—Pero Alejandro ser distinto —continuó ella, a la que parecían brillarle los ojos cuando hablaba de mi hermano—, él no ser como otros, él ser bueno persona y portar muy bien conmigo… y además muy guapo.

Una combinación irresistible: guaperas y caballeroso.

—Yo trabajar en club los fines de semana y él venir a ver siempre —añadió Helena.

—¿Club? —pregunté.

—Club disco El Sombrerero Loco —respondió ella, aunque en realidad más bien dijo «sombreirrero»—. Yo bailar y servir copas.

Por el amor de Dios, Ale, en qué estabas pensando. ¡Una cría veinte años menor que tú, y bailarina de un club! Vale, lo sé, pero yo no me iba casando con mis barbilampiños, al menos que yo recordara.

—Una noche él ganar mucho, recoger a mí salida de club —prosiguió Helena—, y nosotros ir de fiesta, y yo acabar en casa de Alejandro, y ya nunca más ir a trabajar, él convencer, Alejandro muy bueno conmigo.

Estaba empezando a impacientarme. Una vez superada la sorpresa inicial, la sombra de la comparecencia del día siguiente volvió a aparecer en mi cabeza.

—¿Qué quieres, Helena? —pregunté.

—Alejandro enfermo —dijo a bocajarro.

Si ahora me venía con que mi hermano tenía un cáncer o una de esas enfermedades incurables, prometo que agarraría la botella de Buchanan’s que guardaba en el armarito de mi despacho y me la bebería de un trago. Bien pensado, aunque no me dijera nada parecido, tal vez lo haría. Lo mejor era que aquel niño viera cuanto antes qué podía esperar de su tía Ana.

Tras una conveniente pausa dramática, Helena dijo:

—Enfermo del juego.

—Ah —exclamé casi aliviada.

—Él jugar todos días —dijo—. Póquer, ruleta, bacarrá. Él decir que ser profesión, pero es mentira. No profesión. Enfermedad.

Supongo que mi hermano se había pasado de la raya, que había jugado más de la cuenta. Igual que había hecho con otras cosas a lo largo de su vida.

—Bueno, Helena —dije—, puede que estés en lo cierto y tenga un problema serio con el juego, pero ahora Ale está acusado de asesinato. Eso es más urgente.

—Yo sé —dijo.

Y a continuación dijo lo último que podía esperarme:

—Mi marido matar a Menéndez Pons. Ese cabrón merecía morir.

Joder.

Tendría que trabajar a fondo con la aparentemente dulce Helena antes de que pudiera subirla al estrado a declarar, si es que lo hacía. Por no mencionar el hecho de que yo ahora sabía que ella pensaba que Alejandro era culpable, lo cual debilitaba mi posición como abogada y además me obligaba a callarme una información vital cuando hablara con la Policía o el juez. Las cosas no estaban saliendo bien.

—Tú ayudar Alejandro, por favor —insistió Helena.

—Sí, ya, yo ayudar —dije—, pero cuando te interrogue la Guardia Civil, no puedes decir eso, Helena. Por fortuna, los familiares directos de un acusado están dispensados de declarar. ¿Lo entiendes?

Ella asintió. Sus ojos parecieron enrojecerse. Por suerte, hizo un esfuerzo y se aguantó las lágrimas.

Mi teléfono móvil vibró. En la pantalla apareció de nuevo el nombre de mi investigador: «Eme».

Sin dudarlo, descolgué.

—Habla —dije.

—No son buenas noticias —avisó.

—No sé por qué no me sorprende —respondí.

Mientras hablaba por teléfono, vi que Helena cogía al niño y lo ponía sobre sus rodillas. El crío alargó la mano y tocó con suavidad el largo pelo de su madre. Tal vez, y solamente digo tal vez, si dos desgraciados como mi hermano y esa chica podían traer al mundo algo tan delicado como ese crío, es que aún había algo de esperanza. De vez en cuando me dan estos ataques de fe en el ser humano. Duran poco. Durante mi conversación, la chica también sacó un teléfono móvil y lo observó, como esperando que ocurriera algo.

—Estoy en el casino Gran Castilla —dijo Eme—. He estado hablando con unos y otros. Resumiendo: Alejandro Tramel debe una gran suma de dinero que el casino le ha ido adelantando para jugar en los últimos dos años.

—¿Cuánto debe? —pregunté.

—En el día de hoy, la deuda asciende a ochocientos dieciséis mil euros —respondió Eme intentando no acentuar con su tono la ya de por sí desorbitada cifra.

Traté de asimilar la información.

—Los pagarés están firmados directamente por Menéndez Pons y por el propietario del casino, Emiliano Santonja —añadió Eme.

—Entiendo.

Mi hermano se había cargado a una persona a la que le debía una cantidad indecente de dinero. Y el asesinato estaba grabado por una cámara de seguridad.

Si yo fuera el juez, me dije, resolvería esto en menos de un día.

Pero yo no era el juez. Yo era la abogada que tenía que defender a alguien que estaba arruinado posiblemente para el resto de su vida. Y que era culpable de asesinato, como todo el mundo parecía saber, incluida su preciosa y amante esposa.

—¿Algo más? —pregunté a Eme.

—Sigo en ello —dijo él.

Colgué.

Volví a centrar mi atención en mi cuñada y mi sobrino.

—Es muy probable que mañana mismo Alejandro ingrese en prisión —dije—. Va a necesitar mucha ayuda, Helena. Es importante que tú estés bien. Tienes que mostrarte fuerte. Estoy segura de que eres una mujer fuerte que has pasado por muchas cosas. Y estoy segura también de que podrás con esto.

—Yo poder con esto —repitió como si fuera un mantra y se guardó el móvil.

—También es importante que, cuando la Guardia Civil o la Policía te pregunten, digas que Alejandro es inocente —continué—. Tienes que parecer convencida de que tu marido es inocente, te digan lo que te digan, y veas lo que veas.

—¿Qué ver yo? —preguntó Helena interesada.

No me parecía un buen momento para hablarle de la posible grabación de la cámara de seguridad. Así que me encogí de hombros y decidí dar por zanjada la reunión.

—Tengo mucho trabajo ahora —dije—, mañana el juez verá a Alejandro por la mañana. Intentaré que le concedan la libertad condicional, pero es casi imposible. Yo te informaré de todo. Es mejor que no vengas al juzgado, al niño no le dejarán entrar. Y contemplar a una rubia explosiva esperando para consolar a un acusado de asesinato no creo que ablande el corazón del juez, no sé si me entiendes.

—Yo entiende —respondió secamente.

Salimos del despacho y acompañé a Helena hasta la puerta.

—Alejandro hablar muchas veces de hermana —dijo mientras cruzábamos la recepción—. Él quiere mucho a ti.

Pude notar la mirada de Ronda, que simulaba teclear algo en el ordenador, pero que por supuesto no se perdía detalle.

—Mi da mucha vergüenza —dijo un segundo después la polaca.

Enseguida me lo vi venir. A pesar de ello, no pude hacer nada por esquivarlo.

—Alejandro decir que tú dejar a mí dinero para niño —soltó Helena—. No tener nada. Perdón.

—Claro, yo dejar dinero para niño —repetí volviéndome hacia Ronda, que estaría disfrutando, ya tenía algo que chismorrear por la oficina durante varios días: la insensible, fría y sarcástica Ana Tramel, la apisonadora de los recursos administrativos, prestando dinero a una pobre chica polaca para que ella y su hijito de dos años pudieran comer.

Le pedí a mi secretaria que sacara dinero del fondo de provisiones y le diera quinientos euros a Helena.

—¿Qué concepto pongo en el recibo? —preguntó Ronda.

—Pon lo que te salga de los cojones —dije, y después me di cuenta de que el pequeño Martín me miraba asustado. Desconcertada, añadí—: Helena, deja todos tus datos, por favor. Me pondré en contacto contigo.

Sin darle tiempo a responder, me di la vuelta y me encaminé de nuevo a la sala de reuniones.

Entré y cerré de un portazo.

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