Ana

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Segunda parte. Las manos » 18

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18

Pasé la bayeta por el cristal de la ventana. Las nubes habían dejado paso al sol apenas unos minutos antes. Miré el reloj: las 16.48.

En el otro extremo de la habitación, Helena pasaba con ahínco la fregona por el borde junto a la chaise longue. Eché un vistazo alrededor: mi cueva parecía de nuevo preparada para el trabajo. Los plásticos habían desaparecido. Tres mesas alineadas en la pared derecha, y otras dos frente a frente, en el ventanal donde yo me encontraba. La mitad de las estanterías y archivadores estaban ahora vacíos, con sitio más que de sobra, que esperaba se fuera ocupando en los próximos días y semanas. La pared de la puerta había quedado despejada, con un enorme corcho lleno de chinchetas que pedían a gritos que alguien empezara a llenarlas de nombres, conexiones, fotografías o cualquier hallazgo que mereciera la pena estar a la vista, y con una pizarra Vileda con sus correspondientes rotuladores. Además del sofá, únicamente había dos viejas sillas y un taburete para sentarse, habría que solucionarlo mañana mismo con una rápida incursión en alguna de las tiendas del barrio de material de oficina; no tengo nada en contra de Ikea, pero si podía evitarlo, prefería que aquel despacho se mantuviera como espacio libre de grandes superficies. En definitiva, treinta metros casi diáfanos con un pequeño cuarto de baño independiente y con unos grandes ventanales. No era una oficina de relumbrón, pero más que suficiente para la tarea que nos aguardaba, aquella cueva se convertiría en nuestro cuartel general. Además no esperábamos recibir a ningún cliente próximamente. Solo teníamos un caso del que ocuparnos: Kowalczyk vs Gran Castilla. Nuestra cliente vivía allí mismo y me había ayudado a limpiar y adecentarlo. Miré a Helena, tenía que ponerle las cosas claras.

—Quedan cinco minutos para que expire el plazo —dije guardando la bayeta y el Cristasol junto a otros trapos en un bote de plástico.

—¿Cuál plazo? —preguntó ella con aire distraído, escurriendo la fregona.

No solo cocinaba, fregaba, limpiaba y cuidaba de su hijo sin perder la sonrisa, sino que además mostraba en su comportamiento una peculiar y callada forma de dar las gracias, y para colmo añadía una especie de sabiduría cotidiana, como si supiera siempre qué era lo correcto. Definitivamente me gustaba esa chica, no tenía nada que ver con la primera impresión que me había causado, o con el estereotipo de una preciosa rubia de veintidós años que se ganaba la vida en un club. Los prejuicios me habían hecho precipitarme a la hora de formarme una opinión, me prometí que no volvería a hacerlo. Puede que fuera una de esas promesas que nunca cumplía, pero el asunto es que, después de todo, Ale no había tenido tan mal ojo, eso era lo importante.

—A las cinco en punto se cumplirán veinticuatro horas de la oferta que hizo Arias —remarqué—. Si no le llamo ahora, no hay acuerdo.

—Yo entiendo —respondió arrugando la nariz.

Era la tercera vez que se lo repetía, quería estar segura de que lo entendía a la perfección. La última palabra sobre cualquier tipo de acuerdo siempre la tiene el cliente. No quería que se sintiera presionada por mí, aunque supongo que en parte era inevitable.

—Aún estamos a tiempo —insistí—. Puedo llamar ahora mismo y decirles que aceptamos la oferta.

—Si no aceptar, ¿qué hacemos? —preguntó, aunque en realidad lo sabía de sobra.

Supongo que quería volver a escucharlo, asegurarse de que hacíamos lo adecuado. Me dio la impresión de que también podía significar que estaba cambiando de idea, después de todo tenía derecho a dudar, era ella quien se jugaba la posibilidad de acabar muy mal parada, algo improbable en mi opinión si la querella prosperaba, pero no imposible.

—La estrategia consiste en pasar al ataque —respondí—. Vamos a presentar una querella criminal contra el casino. Tienes que entender que yo soy tu abogada, pero que eres tú quien presenta la querella, eres tú quien se enfrenta a los propietarios del casino.

Mis palabras parecieron asustarla.

—¿Qué pasa después? —preguntó con voz trémula.

—Hay que esperar a que el juez admita a trámite la querella, eso puede llevar bastante tiempo. Una vez que lo haga, de inmediato se paraliza la demanda que el casino ha interpuesto contra ti. Digamos que la querella pasa a ser prioritaria para la justicia. Así habremos conseguido matar dos pájaros de un tiro: paralizar la demanda y poner en aprietos al casino. Después comienza la segunda fase del proceso. En esta hay un juicio, y con suerte tal vez un jurado, al menos es lo que intentaremos, y unas personas que decidirán si el casino destrozó la vida a Ale, si lo amenazaron, si lo indujeron a la muerte. Y también qué castigo merecen por ello, en caso de considerar el veredicto de culpabilidad. Vamos a pedir que los encierren y también vamos a pedir mucho dinero, una cantidad enorme por haberle robado la vida y por haberse lucrado a costa de ello.

La mención del dinero pareció captar su interés.

—¿Cuánto pedir?

—Aún no lo sé —dije sinceramente—, tendremos que estudiarlo detenidamente. En nuestro país, a diferencia del sistema anglosajón por ejemplo, los tribunales no son muy partidarios de las grandes indemnizaciones económicas, aquí estamos en pañales en cuanto a daños punitivos se refiere, pero lo que sí tengo claro es que vamos a pedir muchísimo dinero, una cantidad que les haga daño de verdad, tendremos que ponderar una cifra que resulte viable a ojos del tribunal, pero que al mismo tiempo asuste a una empresa como Gran Castilla.

Helena arqueó las cejas. Soltó la fregona y miró su reloj. El tiempo corría; si aún estaba valorando aceptar un acuerdo de última hora, tenía que darse prisa.

—Pero si juez no admite querella, no segunda fase, ¿verdad? —dijo prudentemente—. ¿Qué ocurrir si juez dice querella no vale?

Buena pregunta. Si eso ocurría, estábamos jodidos, la verdad. Habríamos declarado públicamente hostilidad hacia la parte contraria y no nos habría servido para nada, así que supongo que ellos irían a por todas.

—En ese caso, nos centraríamos en tu defensa —suavicé mi respuesta—. Pero la verdad es que sería una faena muy grande. Vamos a intentar que eso no ocurra, vamos a intentar que paguen por lo que han hecho.

—Yo tengo pregunta última —dijo muy seria observando de nuevo su reloj. Eran las cinco menos dos minutos—. Si todo salir mal y yo tener problemas graves…, ¿tú cuidas de Martín?

Eso sí que me había pillado por sorpresa.

Supe en ese instante que la decisión final de Helena dependía de aquella respuesta. No podía contestar a la ligera. No podía decirle lo que quería escuchar. Tenía que responderle la verdad. Me arrepentí de inmediato de haber llegado a ese callejón sin salida. Lo peor es que entendía la posición de Helena. Si iba a jugarse el todo por el todo, quería saber que, en el peor de los casos, al menos su hijo estaría atendido. La comprendí. Lo cual no significaba que se despertara en mí ningún tipo de instinto maternal súbito hacia el pequeño Martín. Comprometerme a cuidar un niño era algo muy serio.

Sentí las agujas del reloj avanzando.

Tenía que decir algo, no podía quedarme allí parada y muda. El silencio me delataba. Si me costaba tanto comprometerme es que no las tenía todas conmigo.

—Espero que no llegue a suceder, voy a luchar con uñas y dientes para que no ocurra. Pero, si pasa algo y tú no puedes hacerte cargo, cuidaré de Martín. Te garantizo que cuidaré de él.

Respiré aliviada por mi propia respuesta, me había dado la impresión de que iba a ser incapaz de pronunciar esas palabras. Y una vez que lo dije, estaba dispuesta a cumplirlo.

Ella pareció satisfecha.

Vaya con la dulce viuda, sin duda sabía apretar a alguien si era necesario.

—Me has hecho sudar tinta —reconocí—, deberías encargarte tú de interrogar a los testigos en el tribunal.

Ella sonrió. Me mostró su reloj de muñeca como si fuera la señal definitiva. Las cinco y un minuto. Ya no había vuelta atrás.

Habían pasado las veinticuatro horas. Íbamos a por todas.

El timbre de la puerta nos sobresaltó a ambas. Eso solo podía significar una cosa: la caballería estaba llegando.

Antes de que pudiéramos alcanzar la puerta, el pequeño Martín se nos adelantó y, ante nuestra estupefacción, se colocó de puntillas frente al cerrojo, lo descorrió y abrió sin mayor dificultad. Para tener poco más de dos años, era una verdadera proeza. Creo.

Así que él fue quien dio paso al equipo, los integrantes de la nueva y reluciente fuerza de choque con la que nos íbamos a enfrentar a una de las mayores empresas nacionales, representada por uno de los bufetes más grandes del mundo. Además de Sofía, había reclutado para la causa al joven y diligente Gerardo, cuyas llamativas corbatas, sumadas a sus conocimientos de póquer, nos iban a ser de mucha utilidad. Cualquier ayuda era muy bienvenida. Más aún si venía acompañada de una buena dosis de entusiasmo, como en su caso.

—Perdón, llegamos con dos minutos de retraso, pero es que solo hay un ascensor en la finca y estaba ocupado por una señora que se detuvo en el sexto realizando algún tipo de operación con la puerta abierta, cosa que no solo falta a la más elemental norma de convivencia, sino que seguramente podría ser objeto de una falta leve recogida en los estatutos de la comunidad, suponiendo que yo mismo o alguien avezado los hubiera redactado, claro —dijo Gerardo nada más asomar la cabeza—. ¿Es aquí donde se fragua el despacho de abogados más lucrativo de la ciudad?

—Pero, bueno bueno…, ¿quién es este conserje tan guapo? —preguntó Sofía, que había entrado casi al mismo tiempo, y que se había agachado para darle dos besos a Martín.

El niño se dejó querer por la recién llegada, parecía muy receptivo para tratarse de una extraña.

Me alegró verlos de tan buen humor. Muy pronto se les pasaría. Sofía y Gerardo eran jóvenes, no estúpidos.

Mi tercer supuesto fichaje, sin embargo, había rehusado el ofrecimiento. Francisco era el más experimentado de los tres letrados que había intentado reclutar para la defensa de Ale. Entendía perfectamente sus motivos: a sus treinta y cinco años aspiraba a algo mejor que compartir una habitación con otros tres abogados en paro, cuya única cliente además no podía pagarles.

A todos les había hecho la misma oferta: un diez por ciento neto de lo que yo obtuviera si la querella llegaba a prosperar, más el diez por ciento de cualquier otro ingreso que consiguiéramos. Les hice la promesa en firme de buscar nuevos clientes una vez que le hubiésemos dado forma a nuestro caso principal y nos asegurásemos de que navegábamos en la dirección adecuada. Dicho de otro modo: les había ofrecido empezar desde cero. Sin sueldo. Sin seguro médico. Sin vacaciones. Sin aparcamiento o coche de empresa. Sin despacho propio. Sin una miserable tarjeta de visita. Por lo que se ve, a Sofía y Gerardo les pareció suficiente, o como bien había dicho la chica: no tenían ninguna otra alternativa a la vista.

Para mi asombro, alguien más se había unido a la partida.

—¿Dónde pongo las plantas? —preguntó una voz aguda.

La tercera en entrar por la puerta fue Ronda. Llevaba dos enormes ficus entre los brazos, haciendo un ejercicio de equilibrismo que no daba la impresión de mucha estabilidad. No obstante, ninguno de los presentes hicimos ademán de ayudarla. Con ella, la cosa había sido distinta. Fue la propia Ronda quien se ofreció a venirse conmigo, y no al revés. No había contado con la posibilidad de tener una secretaria, al menos no de inicio. Pero ella insistió, me enumeró sus habilidades para la organización, para las cuentas, para la gestión humana de equipos, y por si eso fuera poco, poseía una agenda interminable, una red de contactos que nos podía ser de mucha utilidad. Cuando la advertí de que no tenía dinero para pagar un sueldo, su energía cambió, pero por alguna razón, en lugar de echarse para atrás, me dijo que creía en mí y que trabajaría gratis a cambio de una suculenta comisión, siempre y cuando su cargo fuera el de gerente, quería que todos supieran que ella era la gerente. Me pareció un trato perfecto, de golpe tenía una gerente de confianza, secretaria, contable y administradora, y todo por el mismo y módico precio de cero euros. Le ofrecí un cinco por ciento de los ingresos netos, que ella me regateó hasta subirlo al siete. En ese momento, el siete por ciento de nada no me pareció gran cosa, después ya veríamos. Nos dimos la mano. Y ahí estaba, la dicharachera Ronda atravesando el pasillo de mi casa con dos plantas que la tapaban casi por completo.

Y eso era todo.

Por desgracia, no había más sorpresas. Había sondeado a Eme sobre la posibilidad de trabajar a comisión, y su lacónica respuesta había sido: «Sin sardina, la foca no salta». Comprendí su posición y decidí no insistir. Sabía que un investigador en el equipo nos habría venido de perlas, pero preferí dejar la puerta abierta y esperar acontecimientos. Si era imprescindible, llegado el caso me veía muy capaz de hacer una colecta entre mis nuevos socios para conseguir algo de dinero con el que pagarle.

Porque de eso se trataba: ahora Sofía, Gerardo, Ronda y yo éramos socios de algo parecido a un bufete. De la noche a la mañana, casi sin darme cuenta, me había convertido en la socia mayoritaria de un negocio ruinoso. Sin embargo, la pasión que le estaban echando mis jóvenes asociados desde el primer segundo disipó las nubes negras que habían aparecido sobre mi cabeza. Verlos desfilar por el pasillo rumbo a un futuro desconocido, confiando en lo que yo les había contado, casi me emocionó, suponiendo que yo fuera una de esas personas que se emocionan. Imagino que los rumores y los cuentos sobre mi pasado, Ana Tramel, la leyenda del derecho penal y procesal, el azote de los tribunales, también había contribuido a que se enrolaran en la aventura.

—Algunos ya conocéis a Helena —dije señalándola—, ella es nuestra cliente, tratadla con respeto y admiración, es la única aquí que se está jugando el cuello de verdad. Además será nuestra compañera de piso, en el sentido más amplio del término, os advierto que cocina de maravilla y que, si le hacemos la pelota convenientemente, tal vez nos haga de vez en cuando uno de sus famosos guisos de carne.

—Hola, cariño —la saludó Ronda—, ¿dónde pongo estos ficus? No son unos ficus cualquiera, son ficus lyrata, no verás unas hojas tan robustas como estas en ninguna otra parte, ¿a que son una maravilla?

Helena asintió algo abrumada.

—Al fondo, Ronda, la oficina está al fondo —le indiqué.

—Eso, adentro —dijo Gerardo mientras alisaba su perfecta corbata naranja con ambas manos—, no nos amontonemos en el pasillo, somos pobres pero con estilo.

Me fijé en sus zapatos italianos y la cartera Versace, no podía permitirse algo así con su sueldo de Promultas, tal vez había tenido un golpe de suerte jugando. Tendría que hablar con él, íbamos a aprovecharnos todo lo que pudiéramos de sus conocimientos de póquer, pero no le iba a permitir que siguiera apostando mientras llevara este caso.

Con Martín a cuestas, Sofía fue la última en cruzar el umbral de nuestra humilde morada.

—Somos como el equipo A, pero en guapos —dijo Gerardo entrando en el despacho.

—Yo me pido el Loco Murdock —apuntó sin vacilar Sofía, que había dejado a Martín en brazos de su madre.

—Está claro que yo soy Faceman, experto en ingeniería social a su servicio —continuó Gerardo.

—No sé de qué estáis hablando, pero, si no me ayudáis con estos ficus, vamos a tener un problema muy serio —protestó Ronda—. Por cierto, Ana, ¿ya tenemos nombre? Es decir, ahora que soy socia me haría ilusión que mi apellido apareciera también en el membrete del despacho, supongo que es lo justo, ¿no te parece?

—Yo había pensado en Tramel y Asociados —contesté sin darle mayor importancia.

Aunque en una cosa tenía razón: por muy austero que fuera nuestro presupuesto, habría que hacer una mínima inversión en algo de papelería, en un dominio para el correo electrónico y en otras cuestiones que tendríamos que resolver ya mismo.

Los tres intercambiaron comentarios sobre el mobiliario vintage, o más bien sobre la falta de él, acerca de la necesidad de comprar también unas cortinas o estores para aquellos hermosos ventanales, tanta luz era una bendición pero también un problema, y por supuesto sobre la distribución de las mesas; enseguida se convirtió en el principal objeto de discusión quién se quedaba con cada uno de los espacios.

—¡Jefe, explícale a Ronda que la gerente no tiene preferencia para elegir mesa! —aulló Gerardo.

Permanecí en el pasillo durante unos instantes. Apenas llevábamos unos minutos con nuestro nuevo bufete y ya me estaba arrepintiendo. Me entró un irrefrenable deseo de salir corriendo en dirección contraria. Supongo que, cuando los había convocado a las cinco en punto, seguía albergando la esperanza de que Helena cambiara de opinión antes de esa hora y quisiera un acuerdo con Gran Castilla. Si eso hubiera ocurrido, les habría mandado de vuelta a casa y ahora no tendría que hacerme cargo de ellos tres.

La ansiedad volvió a aparecer, sabía que los episodios se iban a repetir, pero no contaba con que llegara tan pronto. Podía controlarla, solamente debía poner el foco en algo positivo, o en caso de que no lo encontrara, en una tarea concreta, muy concreta, algo que absorbiera mi atención.

Sentí un brazo en el hombro. Era Helena, con el pequeño Martín en su regazo. Parecía preocupada, cosa que no me extrañaba.

—¿Todo va a salir bien? —me preguntó en un castellano casi perfecto.

Su duda me golpeó sin piedad, no había billete de vuelta, así que solo había una opción: pasar a la siguiente casilla.

—Por supuesto que va a salir bien —dije tratando de tranquilizarla a ella, pero sobre todo a mí—. Déjalo en mis manos. Ya verás.

Mientras hablaba, retrocedí.

Ni yo misma me creía lo que estaba diciendo. ¿Cómo se me había ocurrido meterme en aquello? ¿Quién me creía que era? Llevaba años sin ejercer el derecho de verdad y más años aún sin pisar un tribunal. Estaba deprimida, arruinada y apenas llevaba un par de días sobria. Por toda ayuda, contaba con una secretaria ruidosa y dos jóvenes sin experiencia alguna en los juzgados. Esto era la vida real, no un sueño. ¿Cómo había llegado allí?

Seguí retrocediendo hasta la puerta del baño principal de mi casa.

Helena me miró con pavor, sabía perfectamente lo que me estaba pasando.

Entré en el baño, eché el pestillo y abrí el estante principal. Tenía que encontrar algo, un triste resto de oxicodina, o un blíster de Tranquimazin al menos. Revolví todo. Nada. Había tirado todas las cajas de verdad. Incluso había tirado las recetas. Dichosos ataques de conciencia. El corazón empezó a latirme con más fuerza, podía ver mi sangre bombeando. Tuve ganas de golpear alguna cosa. La angustia, la ansiedad o lo que fuera se había apoderado completamente de mí. Para el que no pueda entenderme solo le diré que le felicito, eso significa que es una persona sana que no ha sufrido nunca esta clase de ataques; enhorabuena, espero que no se encuentre nunca en una situación así.

Me senté sobre el borde de la bañera y traté de respirar a fondo. Podía hacerlo, solo necesitaba un poco de aire, un poco de tiempo, algo a lo que agarrarme. Eso es. La respiración. El aire entrando en mi tripa, después en mi pecho, y por último en mi garganta, o al revés, daba lo mismo, una respiración completa y profunda, después otra, y otra más.

Me arrodillé y abrí el armarito blanco. ¡Eso es! ¡Allí estaban! ¡Los paquetes de jabón de brea!

Agarré uno con sumo cuidado, y leí la inscripción en el envoltorio: «Brea de hulla natural, aceite de árbol de té, caléndula, jojoba, ricino, zanahoria, eucalipto, limón y emolientes curativos». La sensación de estar en un lugar conocido, familiar, fue apareciendo en mi cabeza. Sin prisa alguna, desdoblé el papel y me incorporé hasta el lavabo. Allí abrí el grifo y empecé a frotar mis manos. Sí. Eso era. Puede que no estuviera muy equilibrada, puede que no tuviera ningún sentido, pero aquel jabón de brea tenía poderes curativos casi inmediatos, lo prometo. Seguí frotando.

Estuve lavándome las manos a conciencia varios minutos. Perdí totalmente la noción del tiempo. Solo estábamos la brea, el agua y yo. Poco a poco el pánico desapareció. A medida que la pastilla de jabón iba adelgazando, mis sensaciones se fueron haciendo más reales.

Por fin cerré el grifo. Me sequé con la toalla, pasando el algodón por todos los recovecos de las manos, con suavidad. A continuación hice otras dos respiraciones completas. Y repetí el mantra: Todo va a salir bien.

Abrí la puerta con decisión.

Apenas puse un pie en el pasillo, vi cinco pares de ojos mirándome. Sofía, Gerardo, Ronda, Helena y el propio Martín estaban justo delante del cuarto de baño. No sé cuánto tiempo llevarían ahí, esperando en silencio. Me mantuve firme, conservando en mi actitud toda la dignidad de la que fui capaz.

—¿Necesitas algo, Ana? —preguntó Ronda.

Tenía que hablar, pronunciar unas palabras que exorcizaran la situación.

—Este cuarto de baño solo es para uso de los que vivimos aquí —respondí diciendo lo primero que me vino a la cabeza—. Los demás tendréis que compartir el pequeño aseo incorporado al despacho. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Sí.

—Muy claro.

—Perfecto —dije, y me puse en marcha en dirección a la oficina.

Como pude comprobar que no se movían y que vigilaban mis pasos esperando que me fuera a desplomar o algo parecido, bramé:

—¿Es que vais a quedaros ahí toda la tarde como unos pasmarotes? Por si no os habéis dado cuenta, tenemos trabajo que hacer.

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