Ana

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Segunda parte. Las manos » 33

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AL JUZGADO DE INSTRUCCIÓN DE MADRID

QUE POR TURNO DE REPARTO CORRESPONDA

DON MIGUEL ÁNGEL TOLEDO, Procurador de los Tribunales de Madrid, en representación de DOÑA HELENA KOWALCZYK JAKOV, según acredito mediante sendas Escrituras de Poderes especiales para pleitos con facultad de interponer una Querella Criminal como la presente, bajo la dirección letrada de DOÑA ANA TRAMEL HIDALGO, colegiado número 08.446/03M y perteneciente a la firma TRAMEL Y ASOCIADOS S. L. P., ante este Iltre. Juzgado comparezco y como mejor en Derecho proceda,

DIGO

Que en la representación que ostento y de conformidad a lo establecido en los artículos 277 y siguientes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, mediante este escrito formulo QUERELLA CRIMINAL contra la EMPRESA GRAN CASTILLA S. A., con domicilio social a efectos de notificaciones en Paseo de los Olmos, 191, Madrid 28049, y contra DON EMILIANO SANTONJA PEREIRO a título particular, con domicilio en la calle de la Avenida de Irún, 23, Madrid 28023, por entender que los hechos que a continuación se detallan podrían ser constitutivos de un DELITO DE AMENAZAS previsto y penado en el artículo 169 y siguientes del CP, un DELITO DE COACCIONES previsto y penado en el artículo 172 y siguientes del CP, un DELITO DE EXTORSIÓN previsto y penado en el artículo 243 del CP, un DELITO DE INDUCCIÓN AL SUICIDIO previsto y penado en el artículo 143.1 y siguientes del CP, con solicitud de Diligencias de Prueba y Medidas Cautelares, así como el anuncio de solicitar, según prevé la ley, la cantidad económica de UN MILLÓN DOSCIENTOS MIL EUROS (1.200.000 EU) A LOS QUERELLADOS en concepto de responsabilidad civil derivada de ilícito pena, todo ello con base en los siguientes HECHOS…

Puse la carpeta sobre el mostrador y esperé a que la chica del otro lado de la ventanilla sellara los veinticuatro folios que constituían la querella. Allí estábamos Miguel Ángel, un procurador al que conocía desde muchos años atrás, y yo. Le había llamado para que me ayudara a presentar toda la documentación tal y como estipulaba el reglamento. Nos encontrábamos en la primera planta del Juzgado de Instrucción Número 1 de plaza de Castilla, en el registro general, delante de una ventanilla donde una funcionaria, que ignoraba completamente lo que podía suponer esa querella si era admitida a trámite, masticaba chicle mientras iba sellando hoja por hoja sin ninguna prisa.

No sé si por efecto de la luz mortecina o por la ansiedad que se había apoderado de mi cuerpo desde que me había levantado, tuve un ligero, muy pequeño, ataque de pánico, como si en cualquier momento aquella chica o una supervisora se fueran a acercar y a desenmascararnos, a decirnos que no podíamos presentar un escrito de esas características, que era impensable, ilegal y hasta inmoral atacar a una de las industrias que más puestos de empleo generaba en nuestro país, a una compañía con cuarenta años de intachable trayectoria en la Comunidad de Madrid, a un hombre respetado, querido y admirado en los círculos empresariales y de poder. Aquel pensamiento irracional ocupaba una parte de mi cabeza, mientras el resto de mi cerebro estaba focalizado en la observación meticulosa del sello que iba cayendo hoja tras hoja de manera mecánica, con una cadencia regular. Me fijé en las venas que asomaban en las manos de la funcionaria, en la pigmentación rosácea casi blanquecina alrededor de dichas venas, en las uñas recortadas y descoloridas (se podía intuir que aquellas uñas habían sido también violetas), en el abultado grosor de sus dedos. De alguna forma, en esas manos rechonchas y descuidadas recaía todo el trabajo, el esfuerzo y la esperanza de que se hiciera justicia.

La descripción de los hechos ocurridos durante los dos años de acosos y amenazas a Ale estaban minuciosamente descritos en las veinticuatro páginas, así como la enumeración de testigos, incluyendo a la propia Helena, y por supuesto las ochenta y tres grabaciones telefónicas que constituían la prueba esencial (o al menos la más llamativa) y que no podíamos ocultar si queríamos utilizarlas en el juicio; era nuestra obligación ponerlas a disposición del tribunal desde que habíamos tenido conocimiento de ellas. Me había asegurado de que dos técnicos peritos revisaran a fondo todos los audios y que confinasen las grabaciones en un lugar seguro, fuera de la tentación de posibles manipulaciones.

—Ya está todo. Aquí tiene su copia —dijo la mujer, sin dejar de mascar chicle y sin levantar la cabeza.

Casi me asusté al escucharla, la gestión había sido más rápida de lo que yo esperaba. Sabía que no habría abrazos ni felicitaciones, era un mero trámite judicial sin más, similar a otros cientos de trámites que se registraban en aquella ventanilla cada día. Pero para mí significaba mucho más. Nunca jamás he presentado una demanda ni una querella si no contaba con elementos suficientes que me hicieran estar convencida de tener un caso sólido y muy serias posibilidades de que la vía judicial prosperase. En todo este asunto había tenido mis dudas hasta la noche en que aparecieron las grabaciones. Pero ahora, dos semanas después, esa mañana, ese jueves 23 de diciembre, a las 10.34, lo había conseguido. Había presentado una querella criminal contra una de las empresas más importantes del juego, y eso iba a traer muchas consecuencias, iba a desatar una tormenta a varios niveles que ni yo misma estaba segura de controlar. Podía imaginar a los abogados de Barver & Ambrosía sacando la artillería pesada en cuanto el escrito llegara a su poder, movilizando toda su amplísima red de influencia para que aquello no fuera admitido a trámite bajo ninguna circunstancia. Enterrarían el juzgado con escritos y apelaciones, organizarían visitas y reuniones a distintos estamentos judiciales, políticos y empresariales para que se parase aquel disparate que ponía en duda la operativa habitual del grandísimo y lucrativo imperio del juego legal en España. No iban a permitirlo de ninguna manera.

En el otro bando estábamos nosotros. No teníamos influencias, ni contactos políticos, ni apenas recursos para seguir si se alargaba demasiado, así que no tendríamos más remedio que jugárnoslo a una carta: que la querella fuera admitida a trámite, de eso dependía todo. Si el juez, fuera quien fuera, lo permitía, nos colocaría en una posición muy ventajosa de cara a una posible negociación, aunque ya sentía el impulso por adelantado de que, pasara lo que pasara, no aceptaría ningún acuerdo con aquellos tipos. Llegado el caso, sabía muy bien que tendría que anteponer los intereses de Helena y Martín. Pero no debía adelantar acontecimientos.

Había un aspecto de la querella sobre el que había tenido muchas dudas: anticipar o no la solicitud de una cantidad económica a los querellados en concepto de responsabilidad civil. Podría haberme guardado esa carta para el escrito de acusación. No quería que en ningún sentido pudiera parecer que la motivación principal era puramente económica. Pero, después de consultarlo con Sofía, llegué a la conclusión de que el dinero, justamente el dinero, estaba en el epicentro de toda la cuestión, en los acosos y presiones a los que habían sometido a mi hermano hasta arrebatarle la vida, y que por lo tanto no solo no debía avergonzarme de nuestra intención de solicitud de una indemnización, sino que convenía y era perfectamente lícito desde todos los puntos de vista adelantarlo ya y no esperar a que el proceso avanzase más. Esperaba no haberme equivocado. En realidad, casi todo dependía del juez que nos tocase; por mucho que a todos (abogados, fiscales, judicatura y demás miembros de la familia legal) nos encantase sacar pecho sobre la objetividad de la justicia, todos sabíamos que no eran más que palabras. Desde el momento en que un hombre o una mujer debía tomar una decisión, o mejor dicho, docenas de decisiones sobre unos actos, sobre otras personas, sobre la voluntad humana en definitiva, todo era rotunda y definitivamente subjetivo.

—¿Nos vamos, Ana?

Me había quedado paralizada observando cómo la funcionaria archivaba la querella entre otros montones de documentos. Si yo fuera una de esas personas que rezan, aquel habría sido un maravilloso momento para arrodillarme y pedir que esos papeles cayeran en buenas manos, o al menos en unas manos que no estuvieran demasiado manchadas. Eché de menos tener un poco de fe en alguien o en algo, maldije mi carácter escéptico y miré a mi alrededor, volviendo de alguna manera a la realidad de aquel cubículo gris y con mala ventilación.

—Ya podemos irnos —insistió Miguel Ángel.

—Claro —respondí.

Agarré nuestra copia sellada, la guardé en mi bolso y cerré la cremallera desconfiada. Mientras atravesamos los pasillos y las escaleras para salir de los juzgados, me dio la impresión de que casi todas las personas con las que nos cruzábamos nos miraban y murmuraban, como si supieran lo que acabábamos de hacer, lo que yo guardaba celosa en el interior de mi bolso.

La pregunta clave no era cuánto tiempo tardaría Santonja en tener noticia de la querella, sabía que los tentáculos de Gran Castilla y de Barver eran muy largos, y posiblemente en pocas horas recibiría una llamada informándole. Sabía que a partir de entonces conseguir nuevos testigos o pruebas sería mucho más difícil. No obstante, la pregunta verdaderamente importante era cuál sería su reacción al conocer la noticia. Había fantaseado con varias posibilidades, ninguna especialmente agradable, sin duda Emiliano Santonja sería muy capaz de devolver el golpe multiplicado por mil, y a buen seguro lo intentaría. No tenía miedo a enterrar mi carrera si las cosas se ponían muy negras. Por suerte o por desgracia, mi ambición jurídica de antaño había quedado ahogada en un vaso de ginebra mucho tiempo atrás. Era muy capaz de verme a mí misma pasando el resto de mis días sin hacer nada más que leer, dar paseos como una jubilada prematura o tal vez escribir mis memorias, eso no me preocupaba lo más mínimo; sin embargo, las consecuencias que pudiera tener sobre Helena y especialmente sobre Martín sí que me creaban una mezcla de impaciencia y alarma. En cualquier caso, ella había estado muy de acuerdo en pasar al ataque, le había explicado lo mejor que había sabido en qué consistía esa querella, lo mal que se lo iban a tomar ciertas personas y el largo y complejo proceso al que nos íbamos a enfrentar.

Apenas salimos del edificio, Miguel Ángel se encendió un cigarro, era uno de esos procuradores a la vieja usanza, conocía a todo el mundo en los juzgados, nunca se metía en líos, no buscaba escalar posiciones ni adquirir el mínimo protagonismo; al contrario, uno de sus principales avales era la eficaz invisibilidad de la que hacía gala. Expulsó el humo por la nariz y revisó la hora en su reloj de muñeca.

—¿Necesitas algo más, Ana? —me preguntó dejando entrever que si pagaba sus facturas podía contar con él para cualquier otro trámite, y al mismo tiempo que ahora no se iba a entretener mucho más rato conmigo.

—Nada más —contesté con una cierta envidia de su aparente despreocupación por los casos de los que se encargaba—. Cualquier cosa, ya te llamaré. Si no te importa, ahora tengo que hacer una llamada.

—Me ha alegrado volver a verte —murmuró con el cigarro en la comisura de sus labios, y sin más siguió caminando, perdiéndose a los pocos segundos entre el ruido y el gentío que pasaba a esas horas por la plaza.

Había tomado la decisión de hacer esa llamada telefónica dos segundos antes. No tenía ningún valor estratégico y puede incluso que fuera un error. Pero quería darme la pequeña e íntima satisfacción de hacerla. Últimamente no había tenido demasiadas alegrías.

Busqué en la agenda y al fin marqué un número. Mientras el teléfono sonaba, respiré hondo, buscando las palabras exactas. Iba a intentar no usar ningún juicio de valor, ningún adjetivo a ser posible, solo los hechos desnudos. En la marquesina de una parada de autobús vi que la temperatura era de tres grados centígrados, según habían dicho esa noche estaríamos bajo cero. El tono del móvil siguió sonando varios segundos. Hasta que después de un rato saltó el buzón de voz. Por supuesto colgué. No pensaba dejar un mensaje, era algo que se decía directamente o mejor dejarlo pasar. Por un lado casi me alegré de que no hubiera contestado, posiblemente no era una buena idea.

Me encaminé hacia un parking en una perpendicular de Bravo Murillo, dos calles más allá. No había dado ni seis pasos cuando mi teléfono comenzó a sonar. Me estaba devolviendo la llamada. Tal vez era una de esas personas que no respondían las llamadas de números desconocidos o simplemente no le había dado tiempo a responder.

—¿Hola?

—¿Quién llama? —preguntó una voz masculina al otro lado de la línea, él también parecía estar hablando desde la calle, se podían oír ruidos de coches difíciles de identificar.

—¿Señor Santonja? —pregunté, aunque sabía perfectamente que era él.

—Sí, ¿quién es usted?

—Me llamo Ana Tramel, señor Santonja. Soy abogada y represento a Helena Kowalczyk, como ya sabe.

Se produjo un pequeño silencio, puede que incluso estuviera valorando la posibilidad de colgarme. Pero la línea se mantuvo abierta, supongo que la curiosidad le pudo.

—¿Cómo ha conseguido este número, señora Tramel? ¿Por qué me llama?

—Le llamo únicamente para decirle que estoy saliendo de los juzgados de plaza de Castilla en este instante.

Ya se me había colado un adverbio, debía tener cuidado. Estaba decidida a que la conversación discurriera por el camino más aséptico e impersonal posible.

—Si quiere algo, hable con mis abogados. Buenos días.

—Creo que esta información le interesará —le corté atropelladamente para que no colgara—. He presentado una querella criminal contra usted y contra su empresa por coacción, amenazas, extorsión e inducción al suicidio. También hay una solicitud de una compensación económica de un millón doscientos mil euros por su responsabilidad civil en el caso.

Ahora el silencio se hizo más patente, y más largo también. Disfruté el momento todo lo que fui capaz.

—¿Qué quiere de mí?

—Solo informarle. Es una atención por su relación personal con el difunto esposo de mi representada.

Creí oír un murmullo. Me pregunté con quién estaría Santonja, qué le estaría susurrando, qué pasaría por su mente.

—Verá, señora Tramel, no tiene ni idea de dónde se está metiendo. Si con esta querella cree usted que va a sacar tajada es que es más estúpida de lo que pensaba. Si por el contrario lo hace movida por un sentimiento erróneo de venganza, entonces se ha equivocado de persona. Que tenga un buen día.

—Ah, una última cosa, señor Santonja.

—No tengo tiempo…

—Quería desearle feliz Navidad.

Lo pillé desprevenido con esta última frase. Aún tardó unos segundos en colgar, suficientes para saborear la preocupación, o al menos el desconcierto, en el tono de su voz y también, por supuesto, en el tono de su silencio.

No soy muy dada a las muestras de emoción en público, y tampoco en privado, a decir verdad, pero no pude evitar que surgiera el esbozo de algo que se parecía a una sonrisa en mi rostro mientras doblé por Conde de Serrallo en dirección a mi viejo y querido Mazda.

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