Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 41

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Apretó los puños con fuerza, con desesperación casi, hincándose las uñas en las palmas, inflamando las venas de las manos, encolerizada.

—¿Todo a punto? —preguntó con la voz ahogada. Concha giró el cuello lentamente, me clavó su mirada y repitió—: ¿Todo a punto? ¿Estamos bien preparadas? ¿Qué acaba de ocurrir ahí dentro?

Nos encontrábamos delante de la zona de aparcamiento. Había algunos funcionarios entrando y saliendo. No quería tener esa conversación con mi amiga, pero tampoco podía eludirla.

—De momento no ha pasado nada… —Traté de calmarla.

—¿Nada? —me cortó Concha—. Tienen una declaración de Jimena, que no sé de dónde se han sacado, me quieren quitar a las niñas… ¿No ha pasado nada?

—No lo van a conseguir —terció Sofía tímidamente—, es una medida de presión.

—¿Una medida de presión para qué? —soltó Concha llena de ira—. Mira, me da igual que me quiten la casa, que me quiten todo, incluso me da lo mismo que me vuelva a golpear hasta reventarme, no estoy preocupada por eso… Pero lo que no voy a consentir es que me separe de mis hijas, te juro que no lo voy a permitir, ¿lo habéis entendido?

—Perfectamente —dije.

Era mejor dejarla que se desahogara, tenía buenas razones. Estuvo a punto de dar un puntapié al coche que teníamos delante, pero se contuvo.

—¿Van a traer a las niñas a declarar? —preguntó.

—Ha dicho que lo va a estudiar —intervino Sofía de nuevo.

—Gilipolleces —dijo Concha—, ¿las van a traer, sí o no?

—Mal que nos pese, el fiscal tiene razón —dije—, nosotros abrimos la veda al traer a Jimena la última vez, es difícil oponerse ahora.

—¡Ese cabrón! —exclamó mi amiga fuera de sí—. Se pasa el día sentado sin decir ni mu y, cuando abre la boca, nos echa un montón de mierda encima. Se supone que está de nuestra parte, ¿está de nuestra parte o no?

—Iturbe no está de parte de nadie —continué—, quiere estar a bien con la juez, y simplemente le va a decir lo que ella necesita escuchar, ni más ni menos. En el peor de los casos, aunque la juez decida charlar con las niñas, eso no supone en absoluto que le vaya a conceder la custodia a Felipe, por mucho que las pequeñas se muestren confusas, o incluso inclinadas a semejante disparate, su testimonio no es vinculante, son menores y no saben lo que les conviene, y lo más importante: Resano es muy consciente de que hay una causa penal abierta contra él por violencia de género, no va a jugar con eso.

Concha empezó a razonar, no se calmó, pero al menos aflojó levemente los músculos. Miró a Gerardo, que se mantenía a unos metros de distancia, tratando de no hacer nada que pudiera molestar; después pasó la vista por Sofía, la joven abogada que se estaba dejando la piel para defenderla, y por último se detuvo en mí, pareció escrutar mi aspecto, que evidentemente no era el mejor del mundo.

—Tal vez debería cambiar de abogados —murmuró—, buscar a un verdadero especialista.

—Estás en tu derecho —dije sin inmutarme, sabiendo que no lo haría, no encontraría a nadie que le fuera a poner el interés y la devoción que le estábamos dedicando nosotros, y que seguiríamos dedicándole hasta nuestro último aliento.

—¿Tú crees que las niñas quieren irse a vivir con su padre de verdad? —preguntó con un hilo de voz.

Eso era lo que de verdad le dolía, no las maquinaciones de Palmira y Melody (sigo sintiendo un escalofrío en la médula espinal cada vez que pronuncio ese nombre), no la indiferencia de la Fiscalía, no la violencia silenciosa de Felipe, lo que realmente le atormentaba a Concha era la posibilidad de que a pesar de todo sus hijas prefiriesen a su padre antes que a ella.

—No te voy a engañar, Concha —respondí tratando de ser transparente, de no edulcorar la verdad—. Es muy posible que Jimena haya dicho esas cosas, puede que esté enfadada y que te culpe de todos los males del mundo, incluida la separación, recuerda cómo éramos a su edad y lo que pensábamos de nuestras madres, no es más que una adolescente llena de contradicciones y de problemas y de inseguridad. No sabe ni entiende todo lo que has padecido, y no es necesario que lo sepa. Tampoco me extrañaría que hubiera ejercido un rol de líder con sus hermanas pequeñas para que se pongan a favor de Felipe, o más bien en contra de ti. No puedo saberlo con certeza, pero tenemos que contar con esa posibilidad, estoy convencida de que es una cría lista y tarde o temprano entenderá lo que está ocurriendo, pero por ahora imagino que necesita culpabilizar a alguien, y a ti es a quien tiene más a mano.

Concha se quedó golpeada por mis palabras, trató de digerirlas lo mejor que pudo.

—¿Y qué hago ahora?

—No soy madre —dije—, pero creo que no deberías ser demasiado dura con ella, eso solo empeoraría las cosas.

Ahora sí se vino abajo. Los ojos de mi vieja y querida amiga se enrojecieron y tuvo que apoyarse en el capó del coche.

Si lo que venía a continuación era una de esas escenas de llantos y abrazos, yo desde luego no estaba preparada, nunca lo estaba. Tal vez era lo que mi amiga necesitaba, pero sabía de sobra que no podía contar conmigo para eso. Hice un gesto a Sofía, que se acercó a ella y la agarró por los hombros.

—Desahógate —le dijo con ternura a Concha, que sin más comenzó a soltar lágrimas y una especie de hipo muy desagradable—. Ya verás cómo todo sale bien.

Las dejé allí abrazadas y me alejé hacia mi coche seguida del buen Gerardo.

—Estoy aprendiendo mucho a tu lado, jefa —soltó sin venir a cuento.

—No has abierto la boca en todo el día y ahora me vienes con esa chorrada —dije sin mirarlo siquiera—. Vete encendiendo el motor, tardaré bastante en llegar arrastrándome como una lisiada, pero prefiero hacer el trayecto sola y pensar en mis cosas.

Mi asociado se adelantó y me esperó en el coche. Yo apoyé todo mi peso en el bastón, sintiendo el marfil en el interior de mi puño cerrado, y caminé por la calle Manuel Tovar imaginando lo que habría podido ser mi vida si hubiera sido madre, si hubiera dado a luz a una niña que fuera tan cabezota y tan estúpida y tan obcecada como yo. Como me ocurre en tantas ocasiones, no llegué a ninguna conclusión.

Durante los siguientes días pareció producirse un enorme e interminable paréntesis en todos los frentes. Las fiestas de Pascua provocaron que todo el mundo desapareciera, que los teléfonos dejaran de sonar y que los mensajes al móvil y al correo dejaran de amontonarse. El tiempo pareció quedar suspendido por esa misteriosa efeméride de una resurrección que se había producido dos mil años antes. No quiero ofender a nadie, no estoy a favor ni en contra de las fiestas religiosas (ni de ninguna otra clase), simplemente me pregunto cómo es posible que las cuestiones más importantes de un país entero se detuviesen por las vacaciones: cirujanos, políticos, empresarios, maestros y por supuesto notarios, jueces y abogados cerraban las puertas de sus despachos y decían «Ahí os quedáis». Respeto que la gente se tome unos días de descanso y que celebre lo que considere más oportuno, pero quizá podría hacerse de forma un poco más prudente y ordenada. Lo admito, no tengo vida personal, seguramente ese es el problema, por eso estoy incapacitada para entender algunas cuestiones, no soy la más indicada para decirle a nadie cuándo tiene que irse a la playa.

El Jueves Santo lo dediqué a repasar con Gerardo y Ronda por enésima vez las declaraciones preliminares de los testigos principales de Gran Castilla, empezando por el jefe de seguridad Aarón Freire, un tipo interesante que al parecer había adquirido una familiaridad con Alejandro impropia de su cargo y que él atribuía a la sociabilidad de mi hermano y la suya propia, algo que cualquiera que pasara cinco minutos a su lado podía ver que estaba muy lejos de la realidad: se expresaba a base de monosílabos y graznidos, literalmente. Al igual que los otros empleados que figuraban en el listado de grabaciones telefónicas (esas grabaciones que aún no habían sido aprobadas por la juez y que me tenían más preocupada que ningún otro aspecto de la querella), Freire alegaba que estaban totalmente sacadas de contexto y que lo que se le atribuía como amenazas o coacciones no eran sino chanzas irónicas y compadreo entre personas que tenían un alto grado de confianza, incluyendo cuando le decía a Ale: «Si no vienes esta noche a jugar, me voy a follar a la polaca de los cojones delante de ti, y luego te voy a romper la cabeza». Una broma que a mi hermano le había hecho mucha gracia, según él. Por desgracia, en ese y en otros casos no contábamos con el testimonio de la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico.

Más allá de las cuestiones técnicas, lo que había en juego era la interpretación de lo que se decía en ellas. Era paradójico que a la reina del sarcasmo y la ironía —modestamente creo que yo ocuparía un puesto destacado si hubiera un campeonato mundial en estas disciplinas— le estuvieran alegando dichos argumentos para tergiversar esas conversaciones. En la misma línea, con pequeñas variaciones, se habían expresado Hidalgo, jefe de protocolo, Morenilla, director de juego, y hasta Cimadevilla, el socio minoritario del casino, si bien este último había declarado por escrito alegando problemas de agenda. Excluidos quedaban por razones obvias el difunto Menéndez Pons y Sebastián Kowalczyk, el hermano motero de Helena que no había soltado prenda hasta ahora y a quien se estaba trabajando Ronda (la secretaria-gerente no quiso adelantar nada sobre sus últimos avances, siguiendo el consejo de Eme).

Por último, repasamos a fondo las tres grabaciones del principal incriminado, el gran Gengis Kan, con el cual nos veríamos las caras muy pronto, Huarte ya lo había citado. Teníamos preparado un amplio formulario de preguntas incómodas sobre su presente, su pasado y también, y esta era la principal sorpresa que le teníamos reservada, sobre su futuro al frente del holding empresarial. Había que seguir preparándose a fondo para ese primer interrogatorio a Santonja, era esencial que la juez de instrucción entendiera qué clase de persona tenía delante.

Por su parte, Sofía dedicó el día al caso de Concha, para el que había que preparar nuevo y abundante papeleo, buscarle las cosquillas a Felipe y sobre todo ponerle las cosas fáciles a Resano; la juez quería hacer las cosas bien, no me cabía duda, solo había que ayudarla un poco, allanarle el camino y mostrarle un horizonte despejado de ambigüedades, donde ella pudiera no solo dictar una sentencia justa, sino sobre todo inequívoca. Repasé con Sofía todo lo referente a sentencias de casos similares, en las que las denuncias por parte de la mujer se habían presentado a posteriori, después de que la pareja se rompiera, por así decirlo. Había muchas y la inmensa mayoría favorables a nuestros intereses; por desgracia abundaban los procesos en los que ella no se atrevía a hacer públicos los actos de violencia hasta que se alejaba del maltratador, más allá de quién diera el paso para la ruptura. Teníamos datos fundados para pensar que lo más lógico sería una condena para Felipe, y si eso se producía, la custodia se allanaría independientemente del testimonio de las niñas, esa era la clave.

Eme se presentó a última hora de la tarde con algunas novedades jugosas. Por lo visto, Andermatt, el holandés errante que defendía a título personal a Emiliano Santonja, no era precisamente un abogado independiente, sino que pertenecía a un despacho pequeño de Ámsterdam que se había fusionado el año anterior con un bufete gemelo de Roma, el cual a su vez resultó absorbido poco después por otro despacho mucho más grande de Múnich. Bingo. Este despacho alemán no era otro que el enorme monstruo que estaba a punto de fusionarse con Barver & Ambrosía. Demasiada casualidad. En caso de que las necesidades de Santonja y las de su propia empresa chocaran, cosa que esperaba que sucediese tarde o temprano, este dato podría serme de mucha utilidad. Era evidente que se podía llegar a dar un conflicto de intereses, y si Santonja estaba detrás de este chanchullo con las absorciones y fusiones de despachos, yo podría tener algo de ventaja y adelantarme. Mi investigador era tan eficiente que a veces se adelantaba a lo que yo le pedía.

A continuación Eme me habló de mi primer exmarido. Ramiro había dicho la verdad: estaba en las últimas, un cáncer lo estaba devorando y, además, el muy gilipollas estaba completamente arruinado, sin ahorros, sin trabajo, sin un miserable seguro médico privado que le facilitase el tratamiento; por mi parte, más le valía caerse muerto en cualquier agujero lo antes posible y dejar de fastidiar al prójimo, actividad que ya había practicado más que de sobra a lo largo de los años.

Le agradecí a Eme la información y, después de un intenso día de trabajo, mandé a todos a paseo y los obligué a que se tomaran libres los tres siguientes días, nos veríamos el lunes.

El Viernes Santo fue un día mucho más corto. Desayuné con Helena y el pequeño Martín, que estuvo muy entretenido con una especie de juego absurdo de colores y sonidos en el suelo de la cocina. La viuda polaca y yo charlamos largo y tendido sobre los hábitos de Ale cuando era jugador, es decir, durante todo el tiempo que habían compartido juntos: mi hermano dormía poco, jugaba y apostaba, nada más, no realizaba ninguna otra actividad durante los siete días de la semana, su vida se limitaba a eso. Apenas abría los ojos a eso de las dos de la tarde, ya estaba mirando cuotas de las principales apuestas deportivas del día, y lo habitual era que tras una ducha fugaz se marchase a comer cerca del casino, o bien al chalé del Argentino, dependiendo de la partida que fuese a jugar ese día.

Según Helena, lo había aguantado por el niño y sobre todo porque él estaba enfermo, y a una persona enferma no se la abandona. Este concepto, el de la enfermedad de Ale, era algo que ella repetía con frecuencia y que, a base de escucharlo una y otra vez, se me había grabado en el cerebro. Por supuesto, ella conocía muy bien a todos los buitres que lo rodeaban, incluyendo a «los siete del teléfono», apodo con el que bauticé ese día a los siete cabrones que habían acosado a mi hermano por el móvil; sabía de sobra que no eran los únicos que lo habían hecho, la lista seguramente sería interminable, pero sobre estos siete teníamos pruebas, así que era sobre los que nos íbamos a centrar. Helena se despachó a gusto sobre cada uno de ellos, pero esa mañana tuvo palabras especialmente duras para Cimadevilla, el socio invisible de Gran Castilla, el hombre que nunca daba la cara y que por lo visto los visitaba en su domicilio con la excusa de querer ayudarles, aunque según ella lo único que pretendía era echarle un polvo. Todo muy prosaico pero también muy interesante de cara a los siguientes interrogatorios; estaba deseando echarle el ojo. Cuanto más hablaba con ella, más y más trapos sucios salían, me temo que aquello era un pozo sin fondo con cientos de ramificaciones; aunque no era fácil, convenía acotarlo si queríamos conseguir algo.

Después de la conversación con Helena estuve navegando por la red, recabando datos societarios y financieros sobre el holding al que pertenecía el casino que estaban al alcance de cualquiera que supiera dónde mirar: había cifras de todo tipo, referentes a clientes, ingresos, porcentajes y muchas otras cosas. Era esencial saber a quién nos enfrentábamos, y ya puesta, cuánto dinero podían permitirse desembolsar esos tipos si las cosas soplaban a nuestro favor. No quería soñar con una gran indemnización, sabía que era casi imposible, pero en la estrategia que tenía diseñada pensaba aumentar sustancialmente la petición económica en concepto de responsabilidad civil, más ahora que se había sumado la aseguradora a la instrucción. Adoro las cifras, seguramente porque me son ajenas y porque su inefabilidad le resulta sublime a una chica de letras como yo.

Comí a solas en mi mesa del despacho un poco de salmón con verduras que la propia Helena había cocinado. Mientras, entré en la web del banco, acceso particulares, y me puse al día sobre el precario estado de nuestras cuentas: teníamos exactamente cuatrocientos veintiocho euros para afrontar el largo proceso que se nos venía encima, y para nuestra desgracia Concha había cortado el grifo, al menos hasta que pudiera desbloquear parte de sus activos. Esto último me deprimió, y cuando yo me deprimo lo hago a fondo, soy muy capaz de alcanzar un nivel de pensamientos negativos que asombrarían a más de un especialista. Puedo hacerlo además en un tiempo récord, lo digo muy en serio.

Me tomé la tarde libre y de nuevo empecé a sentir que la vida se me estaba escapando entre los dedos de la mano, que no había sido capaz de hacer nada verdaderamente bueno en mis cuarenta y tres años de existencia, no estoy hablando de algo trascendente o que dejara huella, nada de eso, me refiero a una de esas cosas hechas con el corazón que contribuyen con un diminuto granito de arena a hacer de este mundo un lugar un poco más habitable, un sitio mejor. Puede que en una ocasión hubiera llegado a estar a punto, pero todo se estropeó catastróficamente y desde entonces todo, incluyendo la muerte de mi hermano, había sido una cuesta abajo.

Estuve tentada de llamar a Moncada, quizá si me presentaba en su casa para resolver de una vez por todas ese pequeño encuentro sexual que teníamos pendiente me sentiría algo mejor. Pero no estaba en condiciones físicas ni anímicas de conducir, y las alternativas, invitarlo a una casa donde mi cuñada y su hijito nos oirían (sí, soy muy ruidosa cuando me pongo con el tema, mucho), o pedirle que me recogiera y depender de él si me daba por volver corriendo, lo cual conociéndome podía ocurrir perfectamente, no me sedujeron. Además, no estaba segura de que mi organismo estuviera aún preparado para un cuerpo a cuerpo con el teniente, ni con ningún otro, seguía teniendo dolores de lo más variados. Así es que descarté el impulso e hice lo que mejor sé: atiborrarme de pastillas. A mi extradosis diaria de tramadol le añadí un toque de fluoxetina, o dos o tres, y unos cuantos tragos de ginebra seca. Me encerré en el cuarto y dejé que hicieran su efecto.

El día siguiente era Sábado Santo, también conocido como Sábado de Gloria. Mi día favorito del año. Como suele ocurrirme con tantas cosas, no tengo ninguna razón para ello, sencillamente me gusta cómo suena: Sábado de Gloria.

Pero aquel Sábado Santo superaría todas mis expectativas.

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