Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 62

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¿Sí?

¿Por qué cojones no respondes el teléfono?

Acabo de responder.

Es la cuarta vez que te llamo esta tarde. Ya estaba a punto de colgar.

Perdona, tenía que solucionar unos asuntos.

No me jodas, Alejandro, el único asunto que tienes que solucionar es el que yo te diga.

¿Ha pasado algo?

Ha pasado que esta noche vienen los turcos con un montón de billetes y estamos montando una partida buena de verdad, solo por invitación, ya sabes.

Es que me ha surgido un problema, no creo que pueda ir esta noche.

¿Qué?

El niño no se encuentra bien.

Para eso está su madre, joder. Ella a cuidar al crío y tú al tajo. Problemas tenemos todos, Alejandro. Problemas, dice… Deberías ver mi oficina ahora mismo, estoy rodeado de inútiles que no saben ni dónde tienen la mano derecha, tengo que ocuparme yo de todo.

Estoy yendo a terapia, Emiliano.

¿Qué significa eso?

Ya sabes, una terapia… con un psicólogo, para que me ayude a entender lo que me pasa…

Mira, ten mucho cuidado con esas cosas. A mí como si quieres hacer vudú o brujería, pero ten mucho ojo, esa gente te lava la cabeza.

Me ha dicho que estoy preparado para dejarlo.

¿Para dejar el qué?

El juego, para dejar de jugar. Para siempre.

La partida empieza a las nueve, a esa gente le gusta cenar temprano, y luego al naipe.

¿No me has escuchado, Emiliano?

El que no me has escuchado eres tú. Me debes tanto dinero que los dos sabemos que nunca vas a poder devolvérmelo. Me debes tanto que te puedo arruinar la vida con solo chasquear los dedos. No me jodas con terapias y con chorradas, a mí no me vengas con esas. Acércate antes de las nueve y repartes unas sonrisas, que estén todos encantados y deseando gastarse el puto dinero, y céntrate, coño, que luego te quejas de que si tienes mala suerte, de que si no ganas, dice Bernardo que últimamente te pasas el día lamentándote como una niñita…

Bernardo me aprieta demasiado, me llama a todas horas, no me deja en paz.

Es su trabajo. Bernardo solo cumple órdenes. Haz tú lo mismo y te irá mucho mejor, ya lo verás.

Me siento mal, no puedo seguir así.

Pues claro que no puedes, es lo que te estoy diciendo, tienes que dejar de lloriquear y de buscar excusas, y sobre todo tienes que dejar esa mierda de los comecocos, te van a destrozar la vida.

Lo que tú digas.

Te quiero ver en forma esta noche. A lo mejor me paso a saludar.

A las nueve.

Eso es. Dale recuerdos a la familia.

Después de reproducir la primera llamada de Emiliano Santonja a mi hermano, algunos jurados tomaron notas en sus cuadernos. Parecían más desconcertados que impresionados. Al menos, la mayoría. Excepto el jurado número uno, el exmilitar. Ese ni tomaba nota ni había alterado su expresión lo más mínimo, como si lo que acababa de escuchar no fuera con él.

No dejaba de sorprenderme la exacerbada agresividad con la que el dueño del casino se expresaba con Ale, mezclada con una confianza tan excesiva que no era propia de alguien a quien solo le debes dinero, sino de una persona a la que necesitas para seguir viviendo (y cada vez estaba más convencida de que esa era la razón por la que mi hermano se dejaba presionar de esa forma humillante), o dicho en otras palabras, para seguir jugando.

El juez había explicado al jurado que iban a escuchar de forma consecutiva tres conversaciones telefónicas del acusado, Emiliano Santonja, con la víctima, el difunto Alejandro Tramel. No quería aburrir a los presentes con las ochenta y tres grabaciones, así que había decidido centrarse en las tres que correspondían a Santonja. El resto habían sido transcritas y entregadas en respectivas carpetillas a los miembros del jurado para que las consultaran cuando lo considerasen necesario. Por supuesto, yo misma reproduciría algunos fragmentos durante el proceso, el magistrado me había autorizado a ello.

La segunda conversación era la más corta, la más directa y sin duda también la más jugosa. Tenía fecha del 12 de octubre, exactamente nueve días antes de la muerte de Menéndez Pons. Empezaba con tal brusquedad que hablaba por sí misma. Incluso yo, que la había escuchado en numerosas ocasiones, tenía que hacer un esfuerzo para no dar un respingo cada vez que oía la voz cavernosa y amenazante del viejo Gengis Kan en la primera frase.

Te voy a matar.

Le di al stop. Y rebobiné ante la atenta mirada de la sala. No había un saludo, ni una pregunta, nada. Según los técnicos, la conversación no estaba cortada, empezaba directamente así. Puesto que era la principal prueba de la acusación, habían permitido que fuera yo misma quien la reprodujese durante el juicio, para poder pararla cuando lo creyese conveniente. Cuando vi que había pasado el tiempo suficiente, pulsé la tecla del play.

Te voy a matar.

Volví a detener el audio. Se estaba reproduciendo a través de un viejo altavoz portátil conectado a un ordenador que sonaba metálico, hueco, vacío. Esta vez la pausa fue aún más larga. Le iba a dar a Barver su propia medicina. Por tercera vez, la voz de Santonja retumbó en la sala.

Te voy a matar.

No contenta con ello, detuve de nuevo la grabación. Barrios se dirigió a mí con un tono severo, pero con toda templanza, sin perder los nervios, ni siquiera un terremoto haría que aquel hombre dejara de mantener la calma; en cierto sentido me daba envidia, podría tratar de aprender algunas cosas del magistrado, entre otras su tono amigable, cercano.

—Es suficiente, letrada —me advirtió—. Se le ha permitido adelantar algunas pruebas de la fase documental solo para ilustrar al jurado y guiarlo durante el interrogatorio que viene a continuación, no confunda eso con un espectáculo. Todos hemos oído sobradamente la frase en cuestión, le ruego que nos permita escuchar la grabación completa o bien pasemos a la siguiente prueba.

—Perdón, señoría —respondí—, tenía la impresión de que era importante subrayar esta primera frase del señor Santonja. No volveré a parar el audio, muchas gracias.

Entonces dejé que escucharan la conversación completa. Los cincuenta y ocho segundos. No tenían desperdicio.

Te voy a matar.

Emiliano…

¿Qué cojones te has pensado?

Emiliano…

¿Por qué has dejado la partida sin mi permiso? ¿Quién te crees que eres?

Emiliano…

No me cuentes historias, que si ibas perdiendo, que si llevabas veinte horas jugando sin dormir, qué mierda está pasando… Te juro que, como no vuelvas ahora mismo al casino, te voy a matar con mis propias manos.

Emiliano…

No digas nada. Te quiero allí en veinte minutos. Y te quedas hasta que yo te lo diga. Como se rompa la partida por tu culpa, te parto el alma. No me jodas, a quién se le ocurre marcharse. Cuando me ha llamado Bernardo para contármelo, no me lo podía creer: Tramel se ha ido, perdía doce mil y se ha ido. Sal cagando leches, ya. Joder. Pero ¿tú te crees que puedes hacer lo que te da la gana?

Pero Emiliano…

Estoy hablando muy en serio. Si no vuelves ahora mismo, más vale que te pegues un tiro. De hecho eso es lo que deberías hacer: tirarte por la ventana, acabar con todo de una vez, desgraciado. Te juro que, si no lo haces, yo te mato.

Después se escuchaba un clic. Fin de la llamada.

Posé mis ojos en la bancada del jurado. Aquella grabación era una prueba capital, y la sensación es que había cumplido su efecto. Incluso el número uno pasó la mano por el lateral del cuello, incómodo, y respiró fuerte, era imposible que no le hubiera afectado, o al menos que no comprendiera su gravísimo alcance, aunque no simpatizara con nuestra causa. La número cuatro estaba espantada, se veía reflejado en sus ojos el horror, aquella mujer podría tomar una decisión en ese momento, no necesitaba más pruebas ni más testimonios. Casi todos observaban a Santonja atónitos y tomaban notas para no olvidar nada, o bien negaban con la cabeza en clara señal de desaprobación.

El calor seguía siendo insoportable, al parecer los técnicos no habían podido solucionar el problema del aire. Allí estábamos una jornada más encerrados en aquella especie de sauna. El juez había advertido que, de prolongarse un solo día más la avería, se llevaría el juicio a la calle si era necesario y continuaríamos la vista delante de todo el mundo. Nadie quería estar en ese juicio, era como si cada minuto, cada hora, se convirtiera en una condena para las más de treinta personas que nos encontrábamos allí. Aun así, había que proseguir.

Reproduje la tercera grabación, aquella que había escuchado una fría noche de invierno en el móvil que llevaba consigo Helena y que había desencadenado todo. Comparada con la anterior, aquí Emiliano no solo parecía un mafioso de libro, sino que además daba la impresión de ser un cabrón sin escrúpulos. Contenía algunas perlas como: «Mira, ya que estás de celebración, no te quiero robar mucho tiempo, yo también estoy ocupado, ya sabes… Este es mi regalo de cumpleaños: una nueva vida. Una vida en la que no eres un perdedor, ni un lastre para todos los que te conocen, ni un mierda, ni un miserable, ni un desgraciado. Una nueva vida en la que simplemente te quitas de en medio. Desapareces. Para siempre. Ya sabes lo que tienes que hacer»; o «El tiempo se acaba. Podría decir que lo siento, pero no es verdad», o la mejor de todas, por escueta, la respuesta que daba ante la pregunta de mi hermano acerca de qué le pasaría si no pagaba: «Nada bueno». Y todo trufado con la pavorosa y desesperada insistencia de mi hermano en que le iba a pagar.

Con ella, di por concluido el capítulo de las grabaciones, al menos por ahora. Quería dar el siguiente paso mientras el jurado las tuviese recientes. En especial, ese «Te voy a matar» que habíamos podido escuchar repetidamente y que teníamos todos en la mente.

El juez hizo un gesto a la auxiliar judicial, y a continuación, sin ninguna prisa, con una parsimonia de quien está acostumbrado a marcar el ritmo, Santonja ocupó su lugar en la silla central. Era el procedimiento habitual, el acusado era el primero en dar testimonio. Barrios se dirigió a él de forma protocolaria.

—Conoce usted el escrito de acusación —le dijo—, obra en su poder desde hace meses, ¿quiere que se lo vuelvan a leer?

—No es necesario, señoría —respondió.

—Muy bien —prosiguió el magistrado—. Sabe que, como acusado, tiene usted derecho a contestar a las preguntas que se le hagan en los términos que mejor considere, o bien a no contestarlas, ¿lo comprende?

—Lo comprendo perfectamente, señoría.

—Por lo tanto, tengo que preguntárselo antes de comenzar —dijo el juez—, ¿quiere usted declarar?

—Sí quiero, señoría —respondió él con toda tranquilidad, con algo de soberbia, me atrevería a decir.

—Letrada, tiene la palabra.

—Con la venia, señoría —musité.

Me enderecé en la silla, me acerqué al micrófono y permanecí unos segundos observando a Santonja. La Fiscalía, representada por Adela Fernández (Ginés Iglesias había tenido un problema personal grave y no había podido acudir al juzgado esa mañana), me había cedido el primer turno de preguntas, y yo lo acepté gustosamente. Mirando al viejo cabrón recostado en la silla, con ese gesto de fastidio, de incomodidad, de suficiencia, secándose el sudor de la frente y la nuca con un pañuelo de tela con sus iniciales, tuve que ahuyentar la repugnancia que me producía. Si quería llevarlo con mis preguntas hasta el sitio que necesitaba para que el jurado viera qué clase de persona era, tenía que encontrar la manera de mantener una cierta serenidad. No era malo que el jurado me viera emocionada, pero sí podía ser muy contraproducente mostrarme abiertamente hostil y violenta con el acusado.

—Señor Santonja, como principal accionista del casino de Robredo y consejero delegado del mismo, ¿diría usted que es una práctica habitual amenazar de muerte a sus clientes?

—Protesto —saltó previsiblemente Barver.

—Letrada —me conminó Barrios—, le pido que en mi sala se abstenga de emplear ese tono con el acusado ni con ningún testigo.

—Gracias, señoría —respondí, bajé la cabeza como si estuviera pensando en algo importante y volví a acercarme al micrófono—. Señor Santonja, ¿considera que es parte de su trabajo al frente del casino de Robredo amenazar de muerte a sus clientes?

Barrios alzó la mano impidiendo que Barver llegara a protestar.

—Letrada, le conmino a que no siga por ese camino, sabe perfectamente que no lo voy a permitir.

Arqueé las cejas expresivamente, como si se estuviera cometiendo una tremenda injusticia conmigo.

—Señoría, con la venia —dije—, me parece esencial conocer si las amenazas de muerte telefónicas que acabamos de escuchar eran algo excepcional o bien un modo de operar ordinario. Con la venia, lo preguntaré de otra forma.

—Hágalo con sumo cuidado —consintió Barrios—, estamos expectantes.

—Señor Santonja —dije manteniendo su nombre en suspenso varios segundos—, ¿cuántas veces amenazó de muerte a Alejandro Tramel?

—¡Protesto! —volvió a intervenir Barver apenas terminé de formular la pregunta—. Da por hecho que mi cliente amenazó de muerte al señor Tramel, cosa que no ha quedado probada.

—Todos lo acabamos de oír alto y claro en las grabaciones —rebatí.

—Letrada, es usted una persona inteligente y con sobrada experiencia —me dijo el juez—. Haga el favor de ahorrarnos el bochornoso espectáculo de tener que rebatir o matizar todas sus preguntas. Limítese a los hechos, por favor. Es la tercera vez que se lo advierto. De continuar con esta línea de preguntas, le retiraré el uso de la palabra.

Asentí poco convencida, mostrando mi disconformidad con aquella apreciación, pero acatándola en cualquier caso.

—Señor Santonja —volví a dirigirme a él, empezando el interrogatorio por enésima vez—, ¿conocía usted a Alejandro Tramel?

—Vagamente. Lo había visto alguna vez por el casino. Sabía quién era.

—¿Recuerda cuándo lo conoció?

—Hará unos cuatro o cinco años aproximadamente, no estoy seguro. Por lo que yo sé, solía frecuentar las salas de juego del casino, pero no lo puedo asegurar. Después supe de él a raíz del asesinato del señor Menéndez Pons. Y en los últimos meses, a raíz de esta desafortunada querella, he oído hablar mucho sobre este señor, mis recuerdos se mezclan con lo que he leído o lo que me han contado acerca de él en relación con este caso.

—¿Sería usted tan amable de compartir con nosotros qué le han contado exactamente sobre el señor Tramel en relación con este caso y quién lo ha hecho?

Santonja cruzó ahora una mirada con Barver. Al menos había conseguido hacerle una pregunta que no se esperaba. Ante su titubeo, Barver volvió a intervenir:

—Señoría, la comunicación entre abogado y cliente sobre el caso permanece en el ámbito de lo estrictamente confidencial, como muy bien sabe la letrada, incluyendo lo que el señor Santonja y sus abogados hayamos podido hablar en relación con el difunto Alejandro Tramel.

—Así es —le concedió Barrios—. No tiene usted por qué revelar ningún aspecto de las conversaciones mantenidas con sus abogados, señor Santonja. Asimismo, le recuerdo que en calidad de acusado no tiene por qué contestar a ninguna pregunta que no desee.

—Gracias, señoría —dijo secamente—. Quiero colaborar con este tribunal en la medida de mis posibilidades.

—Prosiga, letrada.

Pensé que el jurado simpatizaría conmigo a causa de la censura a la que estaban sometiendo mis preguntas, y que en cualquier caso era bueno que las escuchasen. Pero tuve la impresión de que tal vez estaba dando una imagen demasiado beligerante y que me había metido en un callejón sin salida. Ante las dudas, opté por suavizar mis modales, aunque no el fondo de las preguntas.

—Señor Santonja —dije cogiendo un papel con la mano derecha—, en la segunda grabación que hemos escuchado, usted le dice textualmente a Alejandro Tramel «Te voy a matar». Es el comienzo de su conversación, ¿era la primera vez que lo amenazaba de muerte?

La pregunta cruzó los escasos tres metros que me separaban de él sin que nadie, ni sus abogados ni el juez la detuvieran.

—Creo que todos en algún momento de nuestras vidas hemos dicho «Te voy a matar» o «Te mataría» a muchos de nuestros seres queridos, en un contexto de plena confianza. Creo que algo así no constituye ninguna amenaza en sí misma; al contrario, puede ser una expresión coloquial que puede indicar cercanía, familiaridad, incluso cariño.

Desde luego, se había preparado a conciencia la respuesta.

—¿Quiere decir que cuando usted le dijo a un cliente que le debía más de ochocientos mil euros, «Te voy a matar»…, lo hizo como signo de confianza y cariño?

—Quiero decir que dicha expresión no implica en sí misma ningún tipo de amenaza y que su significado depende del contexto en que se pronuncie.

—Cuando le dijo a Alejandro Tramel —dije leyendo de la trascripción—: «Es lo que deberías hacer: tirarte por la ventana, acabar con todo de una puta vez, desgraciado. Te juro que, si no lo haces, yo te mato», ¿tampoco fue una amenaza? ¿Le dijo también estas palabras para expresarle lo mucho que le apreciaba?

Hubo alguna sonrisa velada entre los miembros del jurado. Era evidente que la argumentación de Santonja no se sostenía. Aun así, él continuó por el mismo camino.

—Hace pocos días escuché en un parque a una madre decirle literalmente a su hijo de cinco años que se había puesto perdido de barro: «Te juro que yo te mato». No soy especialista en comunicación, pero llevo muchos años encima y he visto muchas cosas. Y le puedo asegurar que casi cualquier frase, cualquier expresión, sacada de contexto puede significar cosas muy distintas.

—Aquí no hemos sacado ninguna frase de contexto, señor Santonja. Hemos oído la conversación completa que mantuvieron usted y Alejandro Tramel. Hemos escuchado el tono en el que usted se dirigía a la víctima. La forma en que lo acosaba sin dejarle siquiera hablar. Teniendo todo esto en cuenta, le rogaría que respondiese directamente a la pregunta que ya le he hecho: ¿era la primera vez que lo amenazaba o ya lo había hecho con anterioridad?

Santonja meditó la respuesta. Volvió a mirar a sus abogados, primero a Barver, un segundo después a Andermatt. Después se ajustó la corbata, prefería asfixiarse antes que presentarse en el juicio con ropa más informal. Alargó la pausa, volviendo a pasarse el pañuelo por la frente. Hasta que por fin me miró desafiante y dijo:

—Nunca jamás en mi vida he amenazado por ningún medio, ni directa ni indirectamente, a Alejandro Tramel.

Un murmullo generalizado se apoderó de la sala. Él alzó la voz sobre el resto de voces y lo repitió sin atisbo de duda:

—Lo he dicho cada vez que me lo han preguntado, y es algo que han hecho en numerosas ocasiones en los últimos tiempos: no he amenazado, coaccionado ni mucho menos inducido al suicidio al señor Tramel. Puede ponerse usted como quiera, abogada, puede acosarme como hizo en el interrogatorio de la instrucción, puede demandarme o querellarse tantas veces como guste, pero eso no va a hacer que cambie mi testimonio: apenas conocía a su hermano y jamás lo amenacé. Esa es la única verdad.

Estuve a punto de saltar de la silla. En medio del revuelo generalizado, agarré el micrófono y cometí el error más grave que puede cometer un abogado. Se lo había repetido hasta la saciedad a mis jóvenes asociados, lo tenía grabado a fuego en los párpados y, a pesar de ello, lo hice: le solté a aquel cabrón una pregunta sobre la que ignoraba la respuesta. No tengo excusa. Ni la sorpresa de su declaración, ni el tumulto que se había organizado, ni su absoluta desfachatez, nada justificaba que realizara aquella pregunta.

—Entonces, señor Santonja —dije—, ¿cómo explica las evidentes amenazas, muchas de ellas de muerte, que acabamos de escuchar en esas conversaciones telefónicas?

Me estaba esperando. Era él quien había manejado todo para que le hiciera esa pregunta. Su respuesta fue demoledora.

—La persona que habla en esas grabaciones no soy yo.

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