Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 65

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—¿Sabes lo que estás haciendo o has perdido la cabeza?

Mostré el atisbo de algo parecido a una sonrisa y pasé el cepillo por el largo y abundante pelo de la niña, hacía mucho tiempo desde la última vez. Era una de las tareas más reconfortantes que existían en el mundo, me pareció raro que no la recomendaran terapeutas para combatir la depresión y la ansiedad, o tal vez sí que lo hacían y yo lo ignoraba, como tantas otras cosas.

—No distraigas a Ana, mamá —protestó la pequeña.

Estaba peinando a Aitana su larga melena rubia en el porche de su casa, ante la atenta mirada de Concha. Hacía una tarde sofocante, no había una gota de aire, el calor agobiante de esos días parecía ir en aumento.

—Tienes un pelazo increíble —le dije.

—Un pelazo. —Sonrió encantada con aquella palabra.

—Eso está muy bien —insistió Concha—, pero sería fantástico si me pudieras explicar a qué se debe tu comportamiento de hoy en el juzgado. Suponiendo que haya una explicación, claro.

—A veces una hace lo que tiene que hacer —dije—, sin pensar en las consecuencias.

—No me lo trago —respondió Concha tajante.

—¿Qué son «consecuencias»? —preguntó Aitana—. No pares con el cepillo.

—No paro, es que tenías un pequeño nudo —me disculpé—. «Consecuencias» son las cosas que te pasan cuando haces algo que no está bien.

—Como por ejemplo, cuando mamá me castiga por pelear con Rosa —sentenció sabiamente la niña.

—Exacto —continuó Concha—, lo que pasa es que la tía Ana es una abogada muy lista, y cada vez que hace una cosa en el trabajo sabe de antemano perfectamente las consecuencias que le va a traer. Hoy ha desobedecido al juez, que es el que más manda, y además se ha puesto a dar gritos sin venir a cuento, y ella sabe que eso le va a traer consecuencias.

—Dar gritos está muy feo —me advirtió Aitana—, ten mucho cuidado. A mí una vez en clase de Educación Física me pusieron a dar vueltas al patio por gritarle a Susana Bodegas, de tercero B, que siempre va de listilla y se cree mejor que las demás.

—A mí hoy también me han castigado —admití—, me han expulsado de clase.

—¿Te lo merecías? —preguntó la niña.

Concha me miró expresivamente. Yo aparté el cepillo del pelo y le di un beso en la frente a Aitana.

—Hala, ya estás lista —dije—, estás guapísima.

—Pero ¿te lo merecías o no? —repitió.

—Hum, la verdad…, creo que sí, he sido bastante mala —admití.

Aitana dio un brinco, como si la respuesta le hubiera encantado. Entró en la casa dando saltos y exclamando:

—¡La tía Ana ha sido mala y la han castigado! ¡La tía Ana ha sido mala y la han castigado!

A través de la ventana se escuchó que Rosa salía a su encuentro y que las dos hermanas gritaban y se reían al mismo tiempo.

—¡La tía Ana es muy mala!

Y más risas.

—¿Me lo vas a explicar de una vez? —me preguntó Concha.

La miré con detenimiento, mi vieja amiga de la facultad, la que me había rescatado en los peores momentos de mi vida, la que me había ocultado tantas cosas, entre otras su historia con Ale, su infierno con Felipe, mi querida compañera de tantas correrías, de tantos episodios buenos y malos, estaba delante de mí esperando una justificación a mi comportamiento. A ella no podía engañarla, sabía muy bien que no perdería los papeles de esa forma con el juez si no formaba parte de una estrategia.

—Quiero que vuelvas —dije.

—¿Dónde?

—A Tramel y Asociados. Sigues siendo la socia principal, tienes el cincuenta por ciento de la sociedad. Cuando firmamos el acuerdo, esa fue tu participación, y hasta hoy, que yo sepa, no hemos cambiado ese contrato.

Concha pareció muy sorprendida.

—Es papel mojado —musitó—. Ambas sabemos que ese contrato quedó roto cuando yo firmé con Felipe a tus espaldas, dejé de cumplir con mis obligaciones financieras y para colmo desaparecí del mapa.

—No estoy de acuerdo. El acuerdo sigue vigente, lo único que ha ocurrido es que te has tomado unos meses para poner cierto orden en tu vida personal. Pero ahora la firma te necesita. A ti. No a tu dinero.

—¿Por qué?

—Porque la Policía me ha sacado de la sala. Hasta nueva orden, me ha denegado el uso de la palabra. Sofía tendrá que hacerse cargo, hablar en nombre de la acusación particular. Las dos sabemos que no puede llevar el caso sola, no está preparada. Necesito que estés a su lado aconsejándola. Tú tienes experiencia de sobra. Conoces a Ale y todo lo que le ocurrió posiblemente mejor que nadie. Y además, eres la única persona en la que confío… y que se metería en el caso a estas alturas.

—¿Me estás diciendo que puedo volver a ser tu socia en las mismas condiciones en que lo dejé hace tres meses y medio? ¿Sin poner dinero? ¿Sin pedirte disculpas? ¿A pesar de que te dejé tirada cuando me necesitabas?

El sol se estaba ocultando, apenas los últimos rayos agonizaban en el horizonte, delimitado por la valla que rodeaba la casa. Más allá se adivinaba una enorme urbanización de casas blancas y bajas rodeadas de sus respectivos jardines de color verde ocre, con piscina, y familias con sus secretos y sus miserias (como todas) que luchaban por salir adelante de la mejor forma posible.

Me estaba poniendo tierna y melancólica, a veces me ocurre al atardecer, no con demasiada frecuencia, pero sí de vez en cuando, en especial cuando tengo delante a una verdadera amiga y siento que nos hemos distanciado muy a pesar de las dos, por culpa de terceras personas o de sucesos ajenos a nosotras, o de la vida sin más.

—El dinero y las disculpas son dos de las cosas más sobrevaloradas de nuestra época, en mi opinión —dije—. No solo puedes volver al bufete, si es que podemos llamarlo así, sin ninguna aportación económica y sin excusarte, sino que soy yo la que te ruego que lo hagas. Lo he dicho muy en serio: te necesito. O si lo prefieres, puedo decirlo de forma más solemne: Tramel y Asociados te necesita.

—Eres una hija de puta manipuladora. —Sonrió.

—Eso mismo me ha dicho Santonja hace un rato —contesté.

Si yo fuera una de esas personas que van por ahí dando abrazos a la gente, ese habría sido un momento perfecto. En lugar de eso, me puse en pie y miré hacia los últimos estertores del sol, que se difuminaba sobre la valla.

—El juez Barrios me ha prohibido hablar en la sala por un tiempo indefinido —dije.

—¿Qué vas a hacer?

—Quedarme fuera de la sala veinticuatro horas, tal vez más, y luego, cuando todo se esté desmoronando de forma aparentemente insalvable, solicitar que me permita ocupar mi sitio de nuevo.

—Si te digo la verdad, no me parece un gran plan.

—Mañana declaran los peritos de la acusación —dije—. Sofía lo está preparando a conciencia, pero tienes que estar ahí con ella y ayudarla.

—Y tú ¿qué harás mientras? ¿Estarás aguardando en el pasillo?

—No me gusta esperar, ya lo sabes. Mañana tengo que hacer un pequeño viaje relacionado con el caso.

—Sabía que te traías algo entre manos.

—Ya me conoces —dije quitándole importancia.

—¿Hay algo más que deba saber antes de aceptar?

Moví la cabeza, se me ocurrían varias cosas, la verdad.

—Que la cosa no pinta bien —respondí—. Nos están robando los testigos. Han puesto en serias dudas la credibilidad de la principal prueba del caso. El fiscal ha dejado su puesto hace unas horas por graves problemas personales. Y varios miembros del jurado creen que la abogada de la acusación es una histérica que actúa por venganza o buscando dinero. Esa es un poco la situación general.

—Veo que me estás ofreciendo una bicoca.

—Si ganamos, será un milagro —aseguré—. Pero, al menos a mí, las monjas del Sagrado Corazón me enseñaron que los milagros existen.

El ruido de un cuerpo entrando en el agua de la piscina, en la parte posterior de la casa, interrumpió mi línea de pensamiento.

—¿Jimena? —pregunté.

Concha asintió expectante.

—¿Cómo está? ¿Seguís peleadas?

—Podríamos decir que hemos firmado una tregua —dijo mi amiga—. Llevo todo el verano entregada única y exclusivamente a sus necesidades, llevándola y trayéndola a casa de sus amigas cuando la señorita quiere, estudiando con ella codo con codo las tres asignaturas que ha suspendido para septiembre, sin invadir su espacio pero llevándola de compras, al cine o a merendar cuando le viene bien. Está relativamente calmada.

—Suena agotador.

—Lo es. Creo que las dos estamos preparadas para avanzar a la siguiente fase y que me reincorpore al trabajo.

—¿Y Felipe? —pregunté.

—Desde que firmamos el acuerdo solo ha estado con las niñas un fin de semana, a pesar de que tiene derecho a recogerlas cada quince días. Misteriosamente le han surgido multitud de complicaciones en la oficina. La verdad, tengo la sensación de que se siente aliviado. En especial cuando le cayó un año de condena y supo que no tenía que cumplirla. Eso lo mantendrá a raya; si vuelve a hacer alguna tontería, sabe que tendría que ingresar en prisión.

—No me extraña que esté aliviado, se ha ido de rositas y con casi toda la pasta —rezongué—. Perdona, no puedo evitarlo, me pone enferma.

—Lo entiendo, pero necesitaba pasar página y asegurarme a las niñas. Ya está hecho.

En eso tenía razón, ya estaba hecho, no había vuelta atrás, y aunque la hubiera, Concha volvería a actuar del mismo modo, estoy convencida.

—Mamá, voy a estudiar un rato antes de cenar —dijo Jimena, que apareció al pie del porche envuelta en una gran toalla y con el pelo mojado—. Hola, Ana.

No había vuelto a verla desde su declaración en el juicio. Era una chica preciosa, atormentada, con una mirada desafiante y con un montón de sentimientos contradictorios revoloteando en su interior. Me pregunté cuántos errores cometería en los próximos años, seguro que muchos, tantos como nosotras o puede que más. Me gustaría prevenirla acerca de algunas cosas, pero no era el momento, y además sería mucho más útil estar preparada para ayudarla a levantarse cuando metiera la pata que intentar impedir que saliera al mundo y sufriera sus propios tropiezos.

—Hola —dije—. Si necesitas ayuda con los análisis de texto o con la sintaxis, avísame, era bastante buena con eso, algo recuerdo todavía.

—Gracias —respondió asépticamente—. Estaré en mi cuarto.

Desapareció igual que había entrado, sigilosamente, como si estuviera cumpliendo una especie de voto de buen comportamiento que no compartía pero que aceptaba a regañadientes a cambio de que la dejaran en paz, caminando sobre el césped con los pies descalzos. Entendí exactamente el concepto de «tregua» al que Concha se había referido, después de todo seguía siendo una adolescente, no podíamos pretender que de la noche a la mañana se convirtiera en una chica colaboradora y entusiasta.

—Tienes unos añitos interesantes por delante —dije resoplando.

—Y luego vendrán las otras dos —corroboró Concha.

Me dije a mí misma que pasara lo que pasara entre nosotras, y sabía que iban a pasar muchas cosas, no la dejaría sola con aquellas tres crías.

—Cuéntame —cambió ella de tema—, ¿cómo está tu amigo Santonja?

—Digamos que me ha gritado y me ha amenazado en el tribunal delante de todo el mundo, y aun así ha sobrevivido al interrogatorio —respondí—. Tiene siete vidas el viejo.

—¿La Fiscalía le ha apretado las tuercas?

—Por lo que me ha dicho Sofía, después de mi expulsión le han puesto alfombra roja. Por supuesto, Barver y el resto de abogados de la defensa han conseguido hacerle quedar como un hombre de familia bondadoso y preocupado por el prójimo, poco más o menos que un santo. Y luego la fiscal, la insípida Adela Fernández, que es quien dirigirá el cotarro durante el resto del juicio, se ha limitado a hacerle una serie de preguntas de trámite sin llegar a ningún sitio. No podemos esperar mucho de ella.

—Menudo panorama. Dime que al menos le caes bien al jurado.

—Eso es muy relativo. Creo que hay una señora mayor, la número cuatro, que no me odia. Sobre el resto no pondría la mano en el fuego.

Las dos nos quedamos de pie unos instantes con la mirada fija en el horizonte, el sol estaba a punto de ponerse. Desde bien pequeña, el atardecer me ha parecido un acontecimiento hipnótico digno de contemplar, hoy por hoy sigue sorprendiéndome igual que cuando tenía cinco años.

—Te he dejado un archivador con más de ochocientos folios en la puerta de entrada —dije—. Es una selección de las pruebas, testimonios y de la situación del caso hasta hoy.

—Me espera una larga noche, por lo que se ve.

Concha era muy buena con esas cosas, se le daba de perlas estudiar informes y sentencias, desde que nos conocíamos siempre había sido una empollona, seguro que se le ocurría algo nuevo que se nos había escapado.

—Tienes que estar a las ocho de la mañana en la cafetería de la calle Santiago de Compostela, justo enfrente de la Audiencia Provincial —musité—. Te espera Sofía para compartir detalles y para contrastar la estrategia de la jornada.

—Entiendo que tú no irás a la cita.

—A esa hora espero estar subiendo a un avión —respondí.

—¿Quieres decirme adónde vas?

—Digamos que voy a buscar una aguja en un pajar.

—Te encanta ponerte en plan enigmática.

—Cada una tiene su estilo, ya sabes.

—¿Alguna otra cosa que deba saber antes de volver a meterme en el caso? —preguntó.

—Un detalle: nos hemos financiado con dinero negro, a través de un corredor de apuestas ilegal, Friman, te sonará porque es propietario de una de las partidas a las que asistía de vez en cuando Ale y quien intentó desplumar al incauto Gerardo antes de Navidad —respondí—. Al fin y al cabo, dicen que Hollywood se levantó con dinero de la mafia, no iba a ponerme yo exquisita con respecto a las fuentes de financiación. Eso sí, le debemos, en plural, cuarenta de los grandes, y el diez por ciento de la indemnización que fije la sentencia, en caso de que la haya.

—Veo que has estado muy entretenida —afirmó Concha—. ¿Cómo podías estar tan segura de que iba a aceptar? Quiero decir, la última vez que nos vimos te dejé tirada con el caso. ¿Cómo sabías que iba a embarcarme de nuevo ahora que el barco hace aguas por todas partes?

—No lo sabía, pero la verdad es que no tengo a nadie más a quien recurrir. Además, imaginé que seguirías escocida por Ale.

Dos viejas amigas agarradas a una idea desesperada de la justicia era todo lo que nos quedaba. Eso y seguir encajando hasta que quedara una última gota de aliento.

La luz anaranjada se transformó en azul pálido delante de nuestras narices. Se aproximaba la noche.

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