Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 67

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A través de las enormes cristaleras observaba un Boeing 787 de una compañía noruega haciendo la aproximación al finger. Cada vez que pisaba un aeropuerto me venían a la memoria los domingos por la mañana de mi infancia. Mi padre, cuando estaba de buen humor, algo que no ocurría muy a menudo, nos sacaba de la cama temprano a mi hermano y a mí y nos llevaba a desayunar al antiguo aeropuerto de Barajas. Tomábamos chocolate caliente con churros mientras veíamos los aviones despegar y aterrizar, y me daba la sensación de que era una niña única, especial, no sabía de ninguna otra compañera del colegio que hiciera algo así. Es uno de los mejores, y escasos, recuerdos que tengo de aquella época.

El inspector Enrique Zabala, sentado a mi lado en una de las largas filas de butacas azules de la sala de espera, dio un trago a una botella con un complejo vitamínico que bebía con fruición.

Después de haberme conducido hasta la comisaría central de La Laguna, haberme fichado, y tras realizar algunas preguntas rutinarias sobre mis intenciones al aproximarme a Casañas, el inspector me acompañó al aeropuerto para asegurarse de que cogía el vuelo de regreso a Madrid. Los únicos que conocían mi viaje a Tenerife eran Sofía, Helena y Eme, sabía que no había sido ninguno de ellos quien había alertado a la Policía. Si me habían localizado era por una sola razón: me estaban siguiendo, alguien a sueldo de Barver o de Gran Castilla informaba de todos mis pasos. No me costaba mucho imaginar a Santonja moviendo algunos hilos de forma que un par de agentes de confianza cumplieran con su trabajo, especialmente motivados gracias a algún tipo de incentivo.

Allí estábamos Zabala y yo contemplando la pista principal. El inspector rondaba los cuarenta, tenía un aire de autosuficiencia y un excesivo celo en cumplir con las órdenes que había recibido con respecto a mí. Su compañero Pimentel no nos había acompañado al aeropuerto, tendría cosas más importantes que hacer.

—¿Te han pagado algún tipo de bonus por este trabajito? —pregunté.

Me miró de reojo y sonrió.

—Me habían advertido —respondió sin darle mayor importancia—. Por lo visto, eres una de esas abogadas que van por ahí buscando problemas y provocando. Conmigo pierdes el tiempo. Yo solo obedezco órdenes. Me dicen: párale los pies a esa listilla de la península. Y eso es exactamente lo que hago. Ni más ni menos.

El Zabala no estaba mal, viril, seguro de sí mismo, medio guanche, estoy convencida de que había derretido a más de una con esa pose y ese acento, probablemente en otras circunstancias conmigo también habría tenido éxito. Pero no estaba de humor.

Estaba a punto de contestarle cuando noté una pequeña vibración: el móvil que llevaba en el bolsillo. Aparté la mirada del inspector y eché un vistazo a la pantalla. «Tiene 1 mensaje nuevo». «Número desconocido». Abrí el mensaje y lo leí someramente: «En el baño de mujeres detrás de ti. Ahora».

Sin dudarlo ni un segundo, me puse en pie.

—¿Dónde te crees que vas? —me preguntó Zabala incorporándose.

—Al cuarto de baño —respondí—, ¿puedo?

Me observó como si estuviera valorando las opciones. Miró la puerta del cuarto de baño, unos metros más allá. Se encogió de hombros.

—No tardes —dijo, y dio otro trago a su botella.

Noté su mirada clavada en mí mientras me alejaba hacia la puerta del servicio, que efectivamente estaba detrás de nosotros, a escasos diez metros. Con un poco de suerte, se quedaría allí con sus vitaminas y me dejaría en paz durante unos minutos.

Apenas crucé la puerta del baño, la vi.

Estaba al fondo, apoyada en el marco de la puerta de una de las cabinas, nerviosa. Paula se quitó el pelo de la cara y me miró con ansiedad, sujetaba un sobre blanco en la mano derecha, me hizo un gesto para que entrara en la cabina. La obedecí sin pronunciar palabra. Ella entró detrás de mí.

—Gracias —dije.

—No me las dé —susurró—, no nos conocemos de nada, no debería estar aquí, no me hace bien remover el pasado. Y me puedo buscar un problema.

—Lo entiendo, por eso se lo agradezco especialmente —me apresuré a responder—. Si no hacemos nada por evitarlo, el casino se saldrá con la suya y continuarán abusando de gente enferma y causando dolor.

—No me hable de dolor. Mi marido se tiró desde un octavo piso delante de mí y de mis hijos. Desde entonces no ha habido ni un solo día, ni una sola hora que no me haya preguntado si pude hacer algo por evitarlo, si miré a otra parte cuando sabía que él me necesitaba —dijo con la voz quebrada—. La culpa, el dolor y la angustia me corroen como si tuviera un bicho dentro que no me deja vivir.

Tenía que ir con cuidado, aquella mujer tenía una enorme presión y cualquier cosa que dijera podría hacer que se marchara.

—Mi hermano Alejandro se arruinó. Mató al director del casino a golpes. Y después se ahorcó en una celda. Tenía talento, una esposa preciosa, un niño de dos años, y sin embargo no pudo dejar de jugar hasta que se quitó la vida. Le garantizo que yo también me pregunto cada día si pude haber hecho alguna cosa para evitar que todo aquello ocurriera.

Estábamos muy cerca la una de la otra, en el interior de aquella cabina, con la puerta cerrada y el pestillo echado. Pareció examinarme.

—Me han hablado de usted —murmuró—, solo está buscando dinero, sacar una buena tajada de todo esto.

Negué con la cabeza, intentando no ser demasiado contundente, no quería asustarla.

—No nos conocemos de nada —dije—, y no tiene por qué creerme, pero le juro que me da exactamente igual el dinero. Solo quiero que las personas que se aprovecharon de un hombre inocente y enfermo para lucrarse, que lo amenazaron, que le arrebataron todo hasta empujarlo a la muerte, paguen por ello. Voy a tratar de encarcelarlos, incluso voy a tratar de cerrar su negocio, y por supuesto también voy a tratar de darles donde más les duele: en su cuenta corriente. Es el único lenguaje que entienden. Yo no sé… si lo conseguiré, pero voy a pelear para que se haga justicia con toda mi alma. Eso es lo único que quiero.

—La creo.

Las dos guardamos silencio un instante. Me habría quedado así un rato, acompañándonos sin más, pero por desgracia no había tiempo que perder.

—Dígame, por favor —continué—, ¿sabe si alguien del casino de Robredo llamó personalmente a su esposo para pedirle que jugara o para amenazarlo?

—Por supuesto que le llamaban —respondió conteniendo la rabia—, lo hacían a todas horas, no lo olvidaré jamás. Él a veces trataba de ocultármelo, claro, pero lo pillé en tantas ocasiones que ya dejó de esconderse. Estuvo jugando en el casino hasta el último instante, hasta el día anterior a su muerte.

—¿Le dieron crédito para jugar en el casino?

—Le concedieron una interminable y envenenada línea de crédito. Cuando murió les debía más de dos millones. Mi familia pagó una parte y el resto fue condonado a cambio de nuestro silencio. En eso los cabrones de Gran Castilla y mis padres estaban de acuerdo: no querían que el asunto trascendiera a la opinión pública, les preocupaba más guardar las apariencias que ninguna otra cosa.

—¿Por qué firmó usted el acuerdo?

—En aquel momento, habría firmado cualquier cosa —dijo con una mezcla de arrepentimiento y vergüenza—. Estaba sedada, era incapaz de mantenerme en pie, simplemente hice lo que me dijeron. Lo único que quería era abrazar a mis hijos y llorar, no era yo misma. De hecho, no he vuelto a serlo desde aquel día, simplemente tiro para adelante por ellos, son unos niños increíbles y han sufrido mucho. Después de lo que pasó, no se merecerían perder a su madre también.

—¿Recuerda algún nombre? ¿Algunas de esas personas que llamaban a su marido desde el casino?

—Recuerdo perfectamente todos y cada uno de los nombres, Bernardo Menéndez Pons, Aarón Freire, Emiliano Santonja, Ignacio Cimadevilla… Lo tengo todo grabado en mi cabeza, recuerdo las conversaciones, las amenazas, las desapariciones de Miguel durante días para jugar, era un hombre muy ocupado que vivía de la noche, estaba acostumbrada a verlo entrar y salir a cualquier hora, pero cuando jugaba más de la cuenta se le notaba, había una especie de velo en su mirada. Recuerdo muy bien un día que regresó al amanecer destrozado, con los ojos inyectados en miedo, había comprado una docena de cruasanes recién hechos para el desayuno, como si así pudiera disimular; aquella vez perdió más de cien mil en una sola noche, yo diría que fue el principio del fin. Luego empezaron las llamadas y las visitas, era una persecución en toda regla…

—¿Declararía todo esto en el tribunal delante del jurado? —pregunté temiéndome la respuesta.

—No puedo —contestó con firmeza—, no voy a destrozar la vida a mi familia y a mis hijos sacando a la luz pública todo aquello. Además firmé un acuerdo de confidencialidad y lo voy a respetar por mucho que me pese. Ni siquiera debería estar aquí ahora.

—Con su declaración podría ayudar a encerrar a los culpables de la muerte de su esposo —insistí.

—Y también podría no conseguir nada, excepto meterme en problemas —rebatió como si lo tuviera muy pensado—. Lo haría sin pestañear si estuviera sola, si mi vida me perteneciera, pero no es así, lo único que me importa son mis hijos. No voy a hacer nada que pudiera llegar a hacerles daño, aunque sea remotamente. No insista, se lo suplico.

—Podría citarla a declarar —musité sin ningún convencimiento.

—Haga lo que tenga que hacer, pero confío en que no traicione la confianza que he depositado en usted. Si consigue llevarme hasta la silla a testificar contra mi voluntad, cosa que dudo mucho, le aseguro que se arrepentirá. No me importa mentir, cambiar los hechos, tergiversar todo lo que ocurrió si es necesario. No lo haga, no ganaremos nada ninguna de las dos.

Aquella mujer contaba con todo mi respeto. Por supuesto no obligaría a declarar a Paula Casañas, aunque pudiese hacerlo. Nos miramos y me dio la impresión de que ella comprendió que yo no iba a hacer nada que la perjudicara. Levantó la mano y me acercó el sobre blanco que agarraba con fuerza.

—Es para usted —dijo como si hubiera tomado la decisión de entregármelo en ese instante, y no antes—. No sé si le servirá de algo, pero si lo utiliza no puede decir que se lo he dado yo. Prométalo.

—Lo prometo —dije cogiendo el sobre sin saber qué habría en su interior y si podría serme de alguna ayuda—. Me gustaría hacerle otras preguntas sobre la relación de su marido con los responsables del casino, en especial con Emiliano Santonja…

Un fuerte portazo me cortó de golpe, ambas nos sobresaltamos.

—¿Dónde te has metido, Tramel? —bramó Zabala—. Han llamado para el embarque.

Inmediatamente me bajé los pantalones y me senté en la taza del váter, por si acaso al inspector se le ocurría mirar por el hueco inferior de la puerta. Ella se pegó a la pared y se sentó ridículamente sobre la cisterna, agarrándose las rodillas para no tocar el suelo y para que las piernas no asomaran.

—¡Ya salgo! —respondí.

—Venga, andando —ordenó de forma contundente.

—Voy, dame un momento —solicité.

Doblé el sobre y lo guardé en el bolso.

—No tengo todo el día para hacer de niñera, date prisa —soltó haciéndose el machito.

Tiré de la cadena y me puse en pie haciendo ruido con la cremallera de los pantalones para que lo escuchara desde el exterior.

Justo antes de salir, crucé una última mirada de agradecimiento con Paula Casañas, que permanecía allí hecha un ovillo, encogida sobre sí misma. Tuve la sensación de que ambas éramos compañeras (en la distancia) de un viaje doloroso y con un final incierto al que aún le quedaban unas cuantas paradas antes de que pudiéramos siquiera vislumbrar el destino. Tal vez no la volvería a ver nunca, pero eso no impediría que ya siempre permaneciéramos unidas por un hilo invisible tejido de congoja y aflicción.

Empujé la puerta con cuidado de que quedara cerrada nada más salir. Di unos pasos sobre las baldosas de aquel cuarto de baño blanquecino. Vi al inspector con los brazos en jarra, esperándome allí en medio, con esa actitud dominante y firme. Apuró su botella y la tiró a una papelera.

—Luego dicen que los tíos somos unos guarros —dijo—, mira este sitio, está hecho un asco.

—Las mujeres, ya se sabe… —contesté, y abrí el grifo del lavabo, dejando que completara él la frase como mejor le pareciera.

Un enorme alivio recorrió mi cuerpo al sentir el agua fría sobre las manos. Sé que aquel policía nacional dijo alguna otra cosa, pero yo ya no le escuché, mi cabeza estaba muy lejos de allí.

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