Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 71

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—No declarar.

Levantamos la vista de los platos de comida y la miramos atónitas. Sofía, Concha y yo misma intentamos no precipitarnos, no la habíamos entendido bien, tal vez era el idioma, tenía que ser eso. Pero Helena lo repitió de modo tajante para que no hubiera ninguna duda:

—Yo no declarar.

A continuación cortó un buen pedazo de escalope con los cubiertos, se lo metió en la boca y empezó a masticar como si tal cosa.

—Pero… —Intenté decir—. ¿Por qué?

Ella continuó masticando a dos carrillos, ante la atenta mirada de nosotras tres. Estábamos comiendo un menú en un sencillo restaurante detrás del polideportivo. Aunque no había demasiada gente, todavía estábamos en agosto, nos habíamos sentado en una mesa algo apartada para poder repasar con tranquilidad por última vez el testimonio de Helena. Y ahora, media hora antes de sentarse en la silla de los testigos, salía con eso. Ninguna nos atrevimos a apartar la mirada por temor a perdernos alguna palabra, algún gesto que explicara lo que estaba ocurriendo. Después de unos segundos que se hicieron interminables, la dulce viuda polaca tragó al fin.

—Hablar con boca llena es mala educación —se disculpó.

—Ya, ya —la apremié—. ¿A qué viene eso de que tú no declarar?

—Españoles odiar a mí —dijo sin previo aviso.

—¿Quién te odia? —intervino Sofía.

—Españoles odiar rumanos, polacos, rusos —se aventuró—, no gustar que nosotros venir aquí, siempre decir: vosotros ladrones, vosotros robar trabajo, yo escuchar muchas veces.

—Coño, ¿y te has dado cuenta ahora de repente? —solté sin mucha delicadeza.

—Lo que quiere decir Ana es que, en cualquier caso, tenías que haberlo pensado antes —me interrumpió Sofía reprendiéndome con la mirada por mi tono—. Además, eso que dices no es así ni mucho menos, de verdad. Solo son unos pocos los que piensan esas cosas de los extranjeros, te lo aseguro, muy pocos, la mayoría de los españoles no somos racistas, está demostrado, lo dicen las estadísticas.

—En el juzgado nadie te va a mirar mal, Helena —añadió Concha—. No sé lo que habrás oído por ahí, lo siento si has tenido algún suceso desagradable, pero no se puede generalizar, la inmensa mayoría de la gente aquí es muy tolerante.

—Jurado odiar a mí cuando ellos escuchar —insistió—. Ellos no gustar yo. Ellos odiar a mí. Ser malo que yo declarar.

—Nadie te va a juzgar por ser polaca o por tener acento —terció Concha tratando de darles seguridad y al mismo tiempo afecto a sus palabras—. Eres la víctima en este proceso, tienes un niño pequeño, tu marido ha muerto, no te van a mirar mal, te lo garantizo.

—No verdad —cortó Helena dejando los cubiertos junto al plato—. Ellos no ver madre ni viuda. Ellos ver chica rubia polaca que trabaja estríper y que buscarse vida en España, yo no gustar ellos. Si yo hablar, ser malo para nosotros. Yo no declarar.

—Tu testimonio es esencial —dijo ahora Sofía—, ya lo hemos hablado mil veces. No puedes cambiar de opinión ahora, pensarán que estamos ocultando algo. No tienes nada que temer, solo tienes que entrar ahí y decir la verdad, eso es todo. Te prometo que nadie te va a mirar mal.

Negó con la cabeza, parecía empecinada en su decisión. Podría haber llegado a esa conclusión unas semanas antes y nos habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza, pero el caso es que era ahora (unos minutos antes de su testimonio) cuando lo había pensado, cuando el cuerpo, sabiamente, la estaba avisando del avispero en el que estaba a punto de meterse.

—Helena tiene razón —dije de mal humor.

Las tres me miraron sorprendidas, no esperaban que dijera algo así. Yo tampoco, pero no había tiempo para andar con paños calientes. Si llevábamos a Helena con mentiras al estrado, se desmoronaría a la primera de cambio.

—Al jurado no les vas a gustar —continué—. Primero porque a sus ojos eres una buscavidas del Este que ha venido a robarles el pan, como tú muy bien has dicho. Apostaría que más de la mitad del jurado lo va a pensar en cuanto te escuchen hablar. Y segundo, por si fuera poco, porque eres una veinteañera preciosa sin oficio ni beneficio que trabajaba bailando en la barra de un club y que ahora tiene la desfachatez de querellarse contra un honrado empresario español para quitarle su dinero. De entrada, no les vas a caer bien, incluso te van a detestar.

—Joder, lo estás arreglando —soltó Concha.

Helena me miraba intentando comprender qué quería decir, parecía muy molesta por mis palabras, una cosa es que lo dijera ella misma y otra que yo le hablara así. Estaba sentada en esa silla barata de un bar de polígono, sola, muy lejos de su pueblo natal, a miles de kilómetros del lugar en el que se había criado, rodeada de tres extranjeras que no comprendían sus verdaderos anhelos y temores, y que por mucho que simularan interés, e incluso aprecio, realmente no la querían, no podían hacerlo, puesto que no la conocían. Probablemente la única persona que la había querido de verdad en este país había muerto.

—Te propongo un trato —le dije—. Díselo al jurado. Diles lo que piensas realmente. Diles que desde que llegaste a España la mayoría de la gente ha tratado de aprovecharse de ti, que te han ofrecido dinero a cambio de sexo, que la inmensa mayoría de las personas que conoces aquí no han sido honestas y que no confías en que ellos tampoco te entiendan. Que tienes miedo de que te odien por tu acento. Diles que estabas enamorada de un hombre que se quitó la vida y que no fue capaz de quedarse a tu lado para cuidar de vuestro hijo, tal y como te había prometido. No intentes caerles bien. Diles que estás muy cansada de todo esto, de que cada persona que te cruzas en el supermercado o en la cola del paro te mire con desprecio. Y por supuesto diles todo lo que sabes del casino, y de Santonja, y de los demás, no te calles nada. Diles la verdad a la cara y, si quieres, después les escupes y les dices que eres tú la que los desprecias, la que los odias.

—Tampoco hay que pasarse —replicó Sofía.

Helena me miraba sin pestañear.

—Sí, hay que pasarse —repliqué sin dejar de mirarla—. Te propongo que entres ahí y les digas todo lo que sientes, da igual que les caigas bien o mal, da lo mismo que ganemos el caso. Te juro que me da lo mismo. Tienes que declarar porque, si no, tendrás otro problema más con la justicia, y te aseguro que ya tienes suficientes. Pero olvídate de tu papel de viuda dolida y triste que ibas a desempeñar en el juicio. Entra y conviértete en la ira, el odio, la rabia, te estoy hablando en serio. Hazlo por Ale. Pero sobre todo hazlo por ti. Saca fuera todo eso que tienes dentro. Escúpeles todo a la cara.

Me miró de tal forma que por un momento pensé que me iba a pegar a mí. Se levantó y murmuró algo en su idioma natal.

—Voy al baño —dijo alejándose.

Las tres nos quedamos en silencio, a la expectativa. Cuando desapareció de nuestra vista, Concha bajó el tono de voz y dijo:

—Yo creo que es muy capaz de tomárselo al pie de la letra y escupirles.

—¿De dónde te has sacado todo eso? —me preguntó Sofía.

—No lo sé —respondí—, me ha venido de golpe. Desde que he dejado el alcohol y las pastillas me pasa a veces, es como un trance, algo así.

—Debe ser eso —continuó Concha—, porque la única explicación para aconsejarle a tu cliente que insulte al jurado es que tienes el mono.

—Me pareció una buena forma de disuadirla de su idea de no declarar —me justifiqué sin mucho convencimiento.

—Creo que la están llamando, señora —me dijo un camarero que se había acercado para retirar los platos de la mesa, y señaló la cristalera del restaurante que daba a la calle.

Al otro lado vi a un tipo rubio perfectamente trajeado, con una corbata impecable y con una sonrisa brillante, que me hacía gestos asomado por un lateral de la cortina que cubría parcialmente el ventanal.

—Iturbe —dijo Concha tan asombrada como yo.

El fiscal del Juzgado de Violencia sobre la Mujer me señaló y me pidió con la mano que saliera. Hacía tiempo que no sabía nada de él.

—¿Qué hace aquí? —pregunté respondiéndole con la cabeza y poniéndome en pie sin muchas ganas.

—A lo mejor quiere pedirte una cita —murmuró Sofía.

—No me esperéis, os veo ahora —contesté ignorándola—. Pagad la cuenta y llevad a Helena al polideportivo, aunque sea de los pelos.

—¿La señora tomará postre o café? —me preguntó el camarero según me alejaba de la mesa.

—Nada, gracias —contesté—. Traiga la cuenta, mis amigas pagan.

Crucé el bar con la sensación de que aquel tipo no se habría tomado la molestia de ir en persona hasta allí si no quisiera algo importante, y más aún si en lugar de entrar al restaurante me pedía a mí que saliera para hablar sin nadie que nos oyera. Abrí la puerta y sentí un golpe de calor en el rostro, debíamos estar por encima de los cuarenta grados.

—Qué alegría, Ana —dijo acercándose.

—¿Caminamos hasta el tribunal? —pregunté cortando su explosión de júbilo—. No tengo casi tiempo e intuyo que quieres hablar a solas.

Emitió algo parecido a una risa entrecortada, era esa clase de personas que podía reírse sin rubor de cualquier cosa por compromiso o para evitar una situación incómoda, aunque no tuviera ninguna gracia. Sin más, enfilamos la calle Francisco Requena, que era ligeramente empinada, en dirección al polideportivo del mismo nombre. Había algunos árboles, pero gran parte del recorrido que se presentaba ante nosotros se encontraba a pleno sol. No se veía un alma por ninguna parte, a esas horas todo el mundo estaba refugiado en sus casas, o los que tenían suerte en alguna piscina.

—Te veo mucho mejor… de las cicatrices y eso —dijo con amabilidad—, y ya casi no cojeas.

—Sí, estoy pensando presentarme a miss agente judicial del año —le corté—. Al grano, Iturbe, que estoy en mitad de un juicio.

—Quería comentarte un tema espinoso —reconoció—, y prefería hablarlo en persona. Últimamente los teléfonos no son de fiar, ya me entiendes.

La cosa se ponía interesante.

—¿No estarás grabando esta conversación? —pregunté.

—Cómo se te ocurre algo así —respondió riendo de nuevo—. ¿Debería hacerlo?

—Suéltalo de una vez.

Carraspeó. Miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie más nos escuchaba. Y al fin lo dijo:

—Voy a procesar a María Dolores Resano.

Tuve que detenerme un instante. Reconozco que el rubio me había pillado con el pie cambiado, eso sí que no me lo esperaba. No era el tipo de persona proclive a dar una sorpresa bomba de esa clase. Observé su perfecta sonrisa, su cutis bronceado y sin ojeras, sus ojos alegres.

—¿De qué estás hablando?

—La juez ha prevaricado durante años.

—¿Resano?

—Ha manipulado, retorcido y viciado al menos una docena de procesos judiciales con plena conciencia de lo que estaba haciendo.

—¿Y por qué ha hecho semejante cosa?

—La motivación no es de mi incumbencia. La realidad es que va a ser acusada de prevaricación dolosa. Y que probablemente se habrá acabado su carrera.

—Pensaba que erais amigos.

—En absoluto. Y en último término, no puedo anteponer mis inclinaciones personales al ejercicio de la justicia.

—¿Qué ha hecho exactamente Resano?

—Tergiversar y manipular pruebas y testimonios a conciencia para condenar a supuestos maltratadores. Me consta que lo ha hecho al menos en once casos y estamos estudiando muchos otros.

—A ver si lo entiendo bien —recapitulé—. Resano, la juez Resano, esa mujer menuda y aparentemente gris y estricta e implacable con las normas…, ¿ha estado falsificando pruebas condenatorias contra maltratadores durante la instrucción?

—Supuestos maltratadores —matizó—. Es prevaricación dolosa, se trata de un delito muy grave.

—Si lo ha hecho para encerrar a esos cabrones, tiene todo mi respeto.

—Cuando salga a la luz el caso y se demuestre lo que ha hecho la juez, se revisarán todas las condenas, y esos cabrones, como tú los llamas, no solo quedarán en libertad sin cargos, sino que además podrán pedir una compensación económica al Estado.

—Espero que no llegue a ocurrir y que te estrelles en tu intento de procesar a Resano.

—No es un intento, es una realidad —aseguró con firmeza—. Sé perfectamente que Resano te hizo la vida imposible en el juicio y que no es de tu agrado, supuse que te alegrarías al saber que la habíamos pillado.

—Si crees que me voy a alegrar de que proceses a una mujer por ayudar a que se encierre a unos malnacidos es que vives en la luna. Por mucho que esa mujer y yo no seamos precisamente uña y carne.

—Lo que ha hecho la magistrada es un delito muy grave. Y además de volverse contra ella, puede conseguir el efecto contrario al que buscaba: que esos tipos terminen siendo considerados como víctimas del sistema, que se ponga en duda toda la estructura judicial en relación con los casos de violencia sobre la mujer, que los medios nos salten a la yugular e incluso que planteen públicamente la indefensión de los maltratadores. Ya estoy viendo los titulares: juzgados sin la presunción de inocencia, derechos civiles elementales pisoteados, linchamiento judicial, etcétera, etcétera. Esto puede ser lo más perjudicial que ha ocurrido desde que se instauraron los juzgados específicos para los casos de violencia sobre la mujer, no quiero ni pensarlo.

—Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué estás persiguiendo a Resano?

Me miró como si fuera obvio.

—Porque es mi obligación.

Estaba tan cargado de razón y tan decidido a llegar hasta el final que casi eché de menos al antiguo Iturbe, ese fiscal conformista y sonriente que había conocido en el juzgado.

—Tal vez esto dé un impulso a tu carrera, no lo sé —dije—. En cualquier caso no me alegro, por mucho que no me caiga bien Resano, todo esto huele mal, y como bien has explicado traerá mucha cola, ya estoy viendo a los políticos haciendo demagogia sobre el asunto.

—La culpa de lo que suceda no la tengo yo, sino quien ha incumplido la ley.

—Por supuesto, puedes estar muy tranquilo y dormir a pierna suelta —musité—. Por suerte, el caso no tiene nada que ver conmigo.

Me encaminé de nuevo hacia el pabellón calle arriba. Un coche se detuvo en el siguiente cruce haciendo ruido con el motor, fue todo lo que se movió en aquel caluroso mediodía. El fiscal me siguió, estaba claro que no había venido solo para informarme y charlar un rato conmigo.

—En eso te equivocas, claro que tiene que ver contigo —dijo mientras continuábamos caminando.

—No veo de qué forma.

—Muy sencillo. Sé lo que pasó entre Resano y tú la mañana en la que os encontré a las dos dentro de su despacho. Tu cara lo decía todo.

—No creo que tengas ni idea de lo que pasó allí realmente. Dijo que le parecías un poco soso. Te lo prometo.

—Seguro que dijo alguna otra cosa. Tienes que contármelo. Y lo que es más importante, tienes que contarlo en el juzgado.

—No veo que tenga ninguna relación con los casos que me has contado. Al contrario, aquí podríamos decir, y esto es extraoficial, que la juez era partidaria de que Felipe quedara en libertad para hacerme la puñeta. No quería inventarse ninguna prueba para encerrarlo, al revés.

—Es lo que ocurre cuando alguien se cree que puede hacer y deshacer la justicia a su antojo. Al principio lo hizo tal vez guiada por una causa noble, no lo dudo, pero, a medida que se vio más impune, se fue creciendo. Ahora hago que se condene a tal persona sin pruebas. Después propicio la libertad injustificada de este otro. Es intolerable. Tienes que declarar en el caso. Tienes que contar con detalle todo lo que te dijo.

Recordaba perfectamente todas y cada una de las palabras que me había dicho Resano, sus amenazas directas, asegurando que estaba dispuesta a lo que fuera necesario para hacerme daño, incluyendo retorcer el proceso para que Felipe se saliera con la suya. Iturbe no iba desencaminado, en aquel despacho se habían dicho muchas cosas impropias de una juez.

—Lo siento, pero no recuerdo gran cosa —dije—, solo estuvimos repasando someramente el caso. No te serviría de ayuda si voy a declarar.

—Tienes que declarar —insistió.

No me lo estaba pidiendo.

—Te debo una, ¿verdad?

—Tú lo has dicho, no yo. Cuando aquella vez me pediste que actuara, aunque no estuviera de acuerdo y aunque pudiera perjudicarme, lo hice. Ahora te toca a ti. Vas a recibir una citación para declarar en el proceso contra Resano. Quiero que cuentes que te amenazó, que un asunto personal le influyó en su comportamiento en el juzgado, y quiero que te explayes con todo lujo de detalles.

—Preferiría no hacerlo —respondí.

—Lo que tú prefieras no es relevante.

Llegamos hasta la esquina que delimitaba el polideportivo. Nos separaban menos de cincuenta metros de la entrada principal. Iturbe estaba dispuesto a lo que fuera para salirse con la suya y procesar a una de las veteranas más experimentadas de la judicatura.

—Tenemos un trato —dijo.

—Lo sé.

Le di la espalda, había terminado con él, al menos por ese día. Me dirigí hacia la puerta del pabellón Francisco Requena bajo el sol. Tras unos pasos, el enorme cuatro por cuatro de Concha se detuvo y aparcó justo a mi lado, había espacio de sobra en la calle. Del vehículo se bajaron Helena, Sofía y su propietaria. Me di cuenta de que aquel era el primer día que veía a Helena sin el niño a su lado, su faceta de madre la llevaba hasta el extremo de que nunca antes había estado con ella sin Martín presente. Se había quedado en casa de Concha con las niñas y una niñera.

Sin pronunciar palabra, observadas desde lejos por el fiscal que permanecía en la esquina de la calle, las cuatro enfilamos la entrada. Caminando como si fuéramos una sola, a pesar de que éramos mujeres totalmente distintas, opuestas en muchos aspectos incluso, cruzamos a buen paso el arco que daba acceso al interior de aquel polideportivo donde se iba a celebrar un nuevo episodio del amplio y a menudo borroso procedimiento de la justicia.

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