Ana

Ana


Cuarta parte. El sendero de la traición » 80

Página 86 de 101

80

Miré por el espejo retrovisor tratando de detectar algún coche sospechoso que me siguiera, pero, si lo estaban haciendo, no conseguí localizarlos por ninguna parte. No había apenas circulación, era un sábado por la noche del último fin de semana de agosto en Madrid, muchos seguían de vacaciones y otros habían aprovechado para salir un par de días en busca del sol. Exceptuando el centro de la ciudad, con el habitual bullicio de cenas, bares y espectáculos, el resto permanecía muy tranquilo. Crucé O’Donnell, dejando atrás una fachada con un enorme letrero luminoso de una cadena de pizzerías, y pasé por delante de un parking que hacía esquina. Giré a la derecha por una pequeña calle de una sola dirección sin poner el intermitente, esperando tal vez escuchar algún bocinazo y sobre todo descubrir algún coche que también doblara bruscamente detrás de mí. Nada. Miré a ambos lados y no vi ningún movimiento sospechoso. Aun así, continué con el plan previsto. Di una vuelta a la manzana sin acelerar, mirando a todas partes, y regresé al mismo punto, justo antes de pasar frente a la pizzería. Solo que esta vez, en lugar de girar por la calle, entré directamente al parking.

Después de coger el correspondiente tique, bajé por la rampa hasta la tercera planta, donde casi no había vehículos aparcados. Salí del coche y caminé veinte metros con la sensación inexplicable de que a pesar de todo me estaban vigilando. Junto a la curva de subida, entré en la parte trasera del Chevrolet que estaba allí esperando con el motor encendido, con Eme al volante y un joven mentiroso y adicto de copiloto. Sin mediar palabra, me tumbé sobre el asiento de tal forma de que no se me viera desde fuera. El investigador dio marcha atrás, maniobró y subió hasta la otra salida, que daba a la avenida de Bellerín. Permanecimos en silencio hasta que, después de circular durante unos minutos, empecé a cansarme.

—Creo que me voy a incorporar —dije.

—Llegaremos enseguida —murmuró Eme.

—¿Vamos a entrar en la asociación sin pedir permiso? —preguntó el chico, excitado ante la perspectiva.

—No te hagas ilusiones —dije acomodándome en el asiento y bajando el apoyabrazos—, no vamos a romper nada, ni vamos a golpear al vigilante nocturno.

—¿Ah, no? —preguntó el investigador.

—Creo que no hay vigilante —dijo Andrés.

—Mejor me lo pones —dije yo.

—No sabía que las abogadas hacían este tipo de cosas —continuó el chico emocionado.

—No las hacemos —zanjé.

A las 00.35 según el reloj del coche, llegamos a la nave de Alma, muy cerca del Campo de las Naciones. Todas las luces estaban apagadas y el aparcamiento exterior permanecía desierto a esas horas. Ni siquiera había una de esas bicicletas que al parecer utilizaban. Absolutamente nada. Eme aparcó junto a un muro, supongo que tratando de pasar desapercibido, algo imposible para aquel gigantesco cuatro por cuatro. Colocó el morro del coche frente al edificio. No veíamos ni escuchábamos nada, solo las puertas cerradas de la nave. Efectivamente, no parecía que hubiera ningún guardia jurado.

—No veo cámaras de seguridad, pero no me extrañaría que las hubiera —dijo Eme— si guardan tantos documentos confidenciales.

—Nunca he visto cámaras —intervino Andrés.

—Eso no quiere decir que no las haya —advirtió el investigador—. No me preocupa la alarma, creo que podré desactivarla sin demasiada dificultad. Pero las cámaras son otro cantar.

—Es solo un centro de rehabilitación —dije—, esos documentos no son archivos clasificados ni nada por el estilo. Quiero decir que, por lo que sabemos, no hay grandes objetos de valor ahí dentro, no veo por qué iban a gastarse el dinero en un sistema de cámaras de vigilancia. En cualquier caso, nos arriesgaremos.

—Muy bien —dijo Eme tomando las riendas—. Esto es lo que vamos a hacer. Vosotros os quedáis dentro del coche. Yo abro la puerta, entro, desconecto la alarma y, cuando me asegure de que el camino está despejado, os aviso para que entréis vosotros.

—¿Cómo nos avisarás? —preguntó Andrés interesado—. ¿Alguna señal en clave?

—¿Ves esa puerta lateral?

—Sí.

—Me asomaré y haré un gesto muy simple con la mano. Eso significará que podéis acercaros.

—Pensaba que sería algo un poco más complejo —se lamentó.

—Y yo pensaba que no tendría que compartir un allanamiento con un crío —dijo Eme—. Os recuerdo a los dos que esto es ilegal. Así que esto no saldrá de este coche. Sin excepciones. Me da igual que os torturen, si alguno se va de la lengua y le cuenta a alguien lo que hemos hecho aquí, os juro que se arrepentirá. ¿Está claro?

Creo que estaba tratando de mantener a raya al joven Admira, pero había hablado en plural.

—Clarísimo —respondió Andrés.

—Como el agua —dije yo.

—No hagáis ruido —fue lo último que dijo antes de abrir la puerta del coche y atravesar a pie el tramo que nos separaba de la nave.

A primera vista, Eme daba la impresión de ser un tipo duro, grande, hosco, destemplado incluso, e innegablemente eso es lo que era. Pero también podía ser muchas otras cosas. Podía por ejemplo moverse con un sigilo impropio de su tamaño y de su aspecto, y hasta de su carácter aparente si vamos a ello. Cruzó el aparcamiento y se plantó junto a la puerta lateral. Pareció sacar algo del bolsillo, una especie de tenaza o alguna otra herramienta similar. Miró a su alrededor para comprobar que nadie lo veía y comenzó a manipular la cerradura. También usó algo más, una tarjeta flexible, diría. Aquella operación de Eme, forzando una puerta ajena, me trajo recuerdos de otros tiempos en los que éramos menos prudentes y donde tuvimos que derribar muchas puertas y muros para llegar a la verdad.

Un instante después empujó el portón con un hombro y desapareció en el interior de la nave. Andrés y yo permanecíamos sentados en el viejo Chevrolet como nos había indicado, solo nos quedaba aguantar los nervios, confiar en que no saltara la alarma y no apareciera nadie de pronto. Y por supuesto esperar a que Eme volviera a salir y nos avisara. El aparcamiento estaba iluminado por algunas farolas cada cuatro o cinco metros, de forma que algunas zonas quedaban en penumbra. Era una luz amarillenta, tenue, que teñía el asfalto alrededor del edificio de un color mortecino. No oíamos ni un solo ruido, no se movía nada, ni siquiera las hojas de los escasos árboles que había allí. Permanecimos así un tiempo indeterminado.

—¿Qué hacemos? —preguntó Andrés al cabo de unos minutos.

—Nada.

—Está tardando mucho, ¿no te parece? —preguntó.

—Como si tarda un mes —respondí—. De aquí no nos movemos.

—Lo que tú digas.

El mocoso tenía razón, estaba demorándose más de la cuenta. Era una operación relativamente sencilla, desconectar la alarma y volver a salir, sobre todo para alguien con su experiencia. Quizá se le había complicado y no era capaz de apagarla, quién sabe. Me dije a mí misma que, si en otros tres minutos no daba señales de vida, entraría a por él.

Al volver a mirar a través de la luna del coche, vi algo que me extrañó. Exactamente en el extremo opuesto por el que había entrado Eme, se podía ver una luz encendida a través de un ventanuco. Tal vez era un reflejo de una farola sobre el vidrio. Me moví dentro del coche para cambiar la perspectiva y allí seguía: era una luz en el interior de la nave. Estaba segura de que un momento antes no estaba. Andrés también se dio cuenta, me miró perplejo.

—Han encendido una luz —dijo asustado.

—Eso parece —respondí tratando de parecer tranquila.

Cogí el móvil y escribí rápidamente un mensaje de texto: «Hay alguien dentro del edificio». Lo mandé al número de Eme.

—¿Suele haber alguien a estas horas? —pregunté.

—No tengo ni idea —dijo Andrés—, yo nunca había estado aquí de noche.

—Pero la asistencia telefónica permanente, ¿sabes si los operadores atienden desde aquí?

—Creo que no. Conocí a alguno de los psicólogos que se encargaban de eso y los fines de semana tenían las llamadas desviadas a un móvil. Pero no estoy seguro. No lo sé.

—Lo raro es que no hemos visto entrar a nadie y de pronto se ha encendido la luz.

—A lo mejor ha sido Eme.

Miré la pantalla de mi móvil, esperando en vano una respuesta. Escribí otro mensaje: «Sal de ahí». Levanté la vista hacia la fachada mirando alternativamente a la puerta lateral y a la pequeña ventana encendida.

—¿Qué corresponde a esa parte de la nave? —pregunté señalando hacia la luz.

—Creo que son los despachos.

—¿Lo crees o estás seguro?

—Sí. Casi seguro.

Si ocurría algo, no pensaba dejar que Eme corriera con toda la responsabilidad. En el caso de que lo pillaran, yo también daría la cara. Lo decidí mientras apretaba las manos sobre los asientos delanteros, con una mezcla de ansiedad e impotencia.

Seguíamos sin escuchar ni un sonido, nada de nada. Tanto el investigador como la persona (o personas) que estuvieran allí dentro eran muy silenciosos. Ya no podía más, aquella situación era desesperante.

—Tú no te muevas de aquí —dije.

—¿Qué vas a hacer?

Abrí la puerta del coche y salí. El golpe de calor seco fue terrible a pesar de la hora. Me quedé de pie junto al vehículo dudando qué sería más útil, si acercarme a la nave para ver qué ocurría, llamar a alguien para pedir ayuda o no hacer nada, simplemente obedecer a lo que había dicho Eme. La puerta del copiloto también se abrió y Andrés bajó del automóvil.

—No pienso quedarme ahí dentro —protestó—. Propongo que vayamos a la puerta y que intentemos avisarle.

—Ha dicho claramente que no nos moviéramos de aquí.

—Eso fue cuando no sabía que había gente en el interior.

—Puede que no haya nadie. Que se hayan dejado esa luz encendida, sin más.

—Cuando hemos llegado estaba todo a oscuras —dijo expresivamente, como si mi razonamiento se cayera por su propio peso—, alguien ha tenido que encenderla.

Tenía razón. No era alentador, pero estaba en lo cierto. Los dos sabíamos que cuando llegamos al aparcamiento llamaba la atención la absoluta quietud y oscuridad del lugar.

—¿Qué pasará si nos pillan? —preguntó el chico.

—Nada bueno.

Forzar una puerta y colarse en una propiedad privada era un delito tipificado por el Código Penal en el artículo 203 y castigado con la cárcel. Pero además, en este caso, se daba el agravante de que yo me encontraba en mitad de un proceso judicial y mi intención claramente era la de sustraer documentos con el fin de obtener pruebas por la fuerza, lo cual no le iba a gustar al juez ni a los abogados de la parte contraria, y mucho menos al jurado si llegaba a enterarse. Respiré hondo. Aún cabía la posibilidad de que Eme saliera de allí sin ser visto y que nos marchásemos igual que habíamos llegado, con las manos vacías pero sin que nadie nos pudiera denunciar.

Miré la puerta lateral con la esperanza de que se abriera. Cada segundo que pasaba, más me repetía que aquella sería mi última vez. Y no solo me refería a la última que pensaba entrar en una propiedad privada ajena sin su consentimiento, estaba hablando de algo mucho más importante.

Andrés dio un paso al frente.

—Si quieres voy corriendo y le aviso yo —se ofreció.

—La puerta está cerrada, no podrás entrar —repliqué—, y hacer ruido fuera solo empeorará las cosas.

Volví a comprobar mi móvil, no había respuesta a mis mensajes, ni constancia de que los hubiera leído. Aquello no tenía buena pinta, qué diablos estaba ocurriendo en el interior de la asociación. De manera intuitiva, me pasé la mano por las cicatrices del rostro, creo que cualquier terapeuta podría establecer una conexión entre aquellas heridas y la sensación de angustia que poco a poco se estaba apoderando de mí.

Se escuchó un ruido que provenía de la nave. Como si alguien hubiera desencajado una estructura metálica. Y a continuación se abrió la puerta lateral y asomó Eme. Respiré al verlo, parecía encontrarse bien. Ni siquiera daba la sensación de estar agobiado. Mientras sujetaba la puerta para que no se cerrase, levantó la mano derecha y nos indicó que nos acercásemos.

—¿Quiere que vayamos? —preguntó Andrés—. A lo mejor no sabe que hay alguien más dentro.

Eme insistió, moviendo claramente la mano para que fuésemos hacia donde él se encontraba.

—Vamos —dije encogiéndome de hombros.

—¿Seguro?

Me puse en marcha y el chico me siguió sin rechistar. Atravesamos el aparcamiento en pocos segundos, tratando de no hacer ruido. Apenas llegamos a su lado, Eme se llevó el dedo índice a la boca para indicarnos que no hablásemos.

—Hay gente en un despacho del fondo —susurró.

—Ya lo hemos visto —dije bajando la voz—, de pronto se ha encendido una luz.

El investigador miró a Andrés y le preguntó:

—¿El almacén con los archivos está en la planta baja?

Él asintió.

—Se puede llegar por unas escaleras que están pegadas a este lado del muro —explicó el chico.

—He bajado para asegurarme —corroboró Eme—. Hay que ir con mucho cuidado, pero se puede conseguir. El despacho está en la otra punta, no tienen por qué enterarse, este sitio es enorme.

—¿Quieres que entremos a pesar de todo? —pregunté.

—Yo me quedaré aquí arriba por si sucede algo —respondió con toda tranquilidad—. Vosotros dos podéis bajar hasta el almacén, se supone que Andrés conoce esto, no será difícil encontrarlo.

No estaba convencida, si nos pillaban nos jugábamos demasiado.

—Si lo prefieres, damos media vuelta —propuso Eme, que hablaba en susurros—. Ya volveremos más tarde o mañana domingo por la noche. Tú decides.

Crucé una mirada con ellos dos, para mi sorpresa parecían resueltos. No era yo quien se iba a echar atrás. Si encontrábamos lo que habíamos venido a buscar, podía ser un paso de gigante para el caso.

—Vamos —suspiré.

Ir a la siguiente página

Report Page