Amsterdam

Amsterdam


II Parte » Capítulo 4

Página 10 de 31

4

George Lane abrió él mismo la puerta de su mansión de Holland Park.

—Llegas tarde.

Vernon, que asumía el hecho de que George estuviera interpretando el papel de señor de la prensa que convocaba a su director, rehusó disculparse o incluso responder, y siguió a su anfitrión por el luminoso vestíbulo hasta el salón. Felizmente, no había nada en él que pudiera recordarle a Molly. La estancia estaba amueblada con lo que en una ocasión ella había descrito como estilo Buckingham Palace: gruesas alfombras de un amarillo mostaza, grandes sofás de un tono rosa grisáceo y sillones con dibujos en relieve de enredaderas y volutas, ocres cuadros al óleo de carreras de caballos sobre hierba, copias de Fragonards con estampas de bucólicas damas en columpios orladas por inmensos marcos dorados, y toda la vacía opulencia del conjunto iluminada por lámparas de metal lacado. George llegó hasta la enorme chimenea de mármol de irregulares vetas, con un fuego de gas que imitaba a leña, y se dio la vuelta.

—¿Tomarás un oporto?

Vernon cayó en la cuenta de que no había comido nada desde el sándwich de queso y lechuga de la hora del almuerzo. ¿Por qué, si no, le estaba haciéndose sentir tan irritable la pretenciosa mansión de George? Y ¿qué hacía George con una bata de seda sobre la ropa de calle? Aquel hombre era sencillamente grotesco.

—Sí, muchas gracias.

Se sentaron a unos siete metros de distancia, con el sibilante fuego entre ambos. Si lograra quedarse a solas apenas medio minuto —pensó Vernon—, se acercaría sigilosamente hasta el guardafuegos y se golpearía contra el borde metálico el lado derecho de la cabeza. Ni siquiera ahora, en compañía, se sentía bien.

—He visto las cifras de nuestras tiradas. No son buenas.

—El ritmo de descenso se está haciendo más lento.

Era la respuesta automática de Vernon, su mantra secreto.

—Pero siguen descendiendo.

—Invertir la tendencia lleva tiempo.

Vernon saboreó el oporto y trató de atrincherarse íntimamente diciéndose que George apenas poseía un uno y medio por ciento de El Juez y que no sabía nada de periódicos. También le era de utilidad recordar que su fortuna, su imperio editorial, se basaba en una concienzuda explotación de los simples de este mundo: ocultas claves numéricas de la Biblia que predecían el futuro, incas oriundos del espacio exterior, el santo grial, el arca de la alianza, el Segundo Advenimiento, el tercer ojo, el séptimo sello, Hitler sano y salvo en Perú… No era fácil dejarse sermonear por George sobre cómo era el mundo en que vivimos.

—Me da la sensación —estaba diciendo— de que lo que necesitas ahora es una historia de impacto, algo que encienda a los lectores y que haga que la competencia tenga que ocuparse de ello para no quedar fuera de juego.

Lo que se necesitaba para que la tirada dejara de descender era lograr que la tirada empezara a incrementarse. Pero Vernon mantuvo un semblante inexpresivo, porque sabía que George se acercaba al tema del que quería hablar: ciertas fotografías.

Trató, pues, de que se diera prisa:

—Tenemos una buena historia para el viernes. Un par de hermanos siameses que trabajan en la administración local…

—¡Puf!

Había funcionado. George se levantó inmediatamente de su asiento.

—Eso no tiene el menor interés, Vernon. Eso es puro chismorreo. Vas a ver lo que es una verdadera historia. ¡Voy a enseñarte por qué Julian Garmony anda recorriendo todos los juzgados y colegios de abogados con el dedo gordo metido en el culo! Ven conmigo.

Volvieron a atravesar el vestíbulo, dejaron atrás la cocina, recorrieron un pasillo estrecho y llegaron a una puerta que George abrió con una llave Yale. Ciertas estipulaciones de su complicado acuerdo matrimonial disponían que Molly —ella y sus invitados y sus cosas— ocupara separada e independientemente un ala de la casa. Así ella se ahorraba el ver cómo a sus viejos amigos se les aguaba la diversión ante la pomposidad de George, y él escapaba al caótico desorden que se apoderaba de las estancias de la casa donde Molly recibía a los invitados. Vernon había visitado muchas veces a Molly en aquella ala de la casa, pero siempre había entrado por la puerta que daba directamente a la calle. Ahora, mientras George empujaba la puerta y la abría, se puso tenso. No estaba preparado. Habría preferido ver las fotografías en la parte de la casa que habitaba George.

En la penumbra, durante los segundos en que George buscó el interruptor, Vernon experimentó por vez primera el verdadero impacto de la muerte de Molly: el hecho liso y llano de su ausencia. Y tal constatación le llegó a través de aromas que había ya empezado a olvidar: su perfume, sus cigarrillos, las flores secas de su dormitorio, los granos de café, la calidez como de tahona de la ropa limpia y planchada… Había hablado de ella largo y tendido, y había pensado en ella, aunque sólo en los pocos ratos que podía arañar a sus agobiantes jornadas de trabajo o en los momentos previos al sueño, y hasta entonces no había tenido ocasión de echarla de menos realmente, en su corazón, y de recibir la bofetada de saber que jamás volvería a verla o a oírla. Era su amiga, acaso la mejor que había tenido en su vida, y se había ido. En aquel momento podía perfectamente comportarse como un necio ante George, un hombre cuyos rasgos siempre le parecían desdibujados, incluso ahora, a la luz de aquella estancia. Aquella extraña desolación, aquella dolorosa opresión en el lado interno de la cara, justo encima del paladar, no la había experimentado desde la infancia, desde la escuela primaria. Nostalgia de Molly. Ocultó un grito ahogado de autocompasión tras una sonora tos de adulto.

El lugar estaba exactamente como ella lo había dejado el día en que finalmente accedió a mudarse a un dormitorio del cuerpo principal de la casa, donde George habría de encerrarla como en una cárcel para cuidarla. Al pasar junto al cuarto de baño, Vernon entrevió sobre la barra de las toallas una de las faldas de Molly que recordaba, y en el suelo desnudo un sujetador y una toalla. Más de un cuarto de siglo atrás ella y Vernon habían sido pareja durante casi un año, en un diminuto ático de la Rue de Seine. Entonces siempre había toallas húmedas en el suelo, y cascadas de ropa interior de Molly cayendo de unos cajones que nunca cerraba, y una gran tabla de planchar que siempre estaba en medio y nunca plegada, y, en el único gran armario, rebosante de ropa, vestidos y vestidos, prensados uno contra otro en sus perchas como viajeros en el metro. Revistas, maquillaje, extractos de movimientos de los bancos, collares de cuentas, flores, bragas, ceniceros, invitaciones, tampones, discos, billetes de avión, zapatos de tacón… Ni una sola superficie libre de las cosas de Molly, de forma que Vernon, cuando tenía que trabajar en casa, se iba a escribir a un café cercano. Y sin embargo Molly, cada mañana, se levantaba fresca en medio de aquel femenino y mísero hábitat, cual una Venus de Botticelli en su concha, para poco después presentarse —no desnuda, claro está, sino pulcramente arreglada— en las oficinas parisienses de Vogue.

—Sígueme, por favor —dijo George, entrando en el salón.

Había un gran sobre de color marrón encima de una silla. Mientras George se dirigía hacia él para cogerlo, Vernon tuvo tiempo para echar una ojeada a su alrededor. Tenía la sensación de que Molly podía aparecer en el salón en cualquier momento. Había un libro de jardines italianos en el suelo, con las cubiertas hacia abajo, y, sobre una mesa de centro, tres copas de vino, con el cristal recubierto por una pátina de moho verde grisáceo. Quizá él mismo había bebido de una de ellas. Trató de recordar su última visita, pero las ocasiones en que había estado allí se confundían ahora en su memoria. Largas conversaciones habían precedido a su mudanza al ala principal de la casa, que ella tanto temía y a la que tanto se había resistido, pues sabía que habría de ser un viaje sin retorno. La alternativa era ser internada en una residencia. Tanto Vernon como sus otros amigos le habían aconsejado quedarse en Holland Park, en la creencia de que era preferible la familiaridad de aquel entorno a un medio extraño. Cuán errados estaban. Incluso en el más estricto régimen de una institución de ese tipo, habría sido más libre de lo que jamás llegó a serlo bajo los férreos cuidados de su esposo.

Mientras se deleitaba en el acto mismo de sacar las fotografías del sobre, George Lane le hizo un gesto a Vernon para que tomara asiento. Vernon seguía pensando en Molly. ¿Tuvo momentos de lucidez mientras se deslizaba hacia el abismo, mientras se sentía abandonada por los amigos que no iban a visitarla, sin saber que George había prohibido estas visitas? Si maldijo a sus amigos, hubo de maldecir también a Vernon.

George se había colocado las fotografías —tres, de veinticinco por veinte— sobre el regazo, boca abajo. Disfrutaba vivamente de lo que, al ver el silencio de Vernon, tomó por muda impaciencia. Y espoleó tal supuesta urgencia hablando con una morosa parsimonia:

—Primero he de decirte una cosa. No tengo la menor idea de por qué Molly sacó estas fotografías, pero de una cosa no hay duda: tuvo que ser con el consentimiento de Garmony, pues está mirando directamente al objetivo. Como es lógico, los derechos de estas fotos pertenecían a Molly, por lo que, siendo yo el único fideicomisario de su patrimonio, ahora soy de hecho el dueño de ellas. No hace falta decir que espero que El Juez proteja sus fuentes.

Levantó una del regazo y se la pasó a Vernon. Durante un instante, la imagen no pareció decirle nada —más allá de sus satinados blancos y negros—, pero luego fue ganando en definición hasta constituirse en un nítido plano medio. Increíble. Vernon alargó la mano para coger la segunda: de cuerpo entero, muy de cerca. Y la tercera: un perfil tres cuartos. Volvió a la primera, y su mente se vació de pronto de otros pensamientos. Luego estudió la segunda, y luego la tercera, viéndolas ahora cabalmente, sintiendo oleadas de respuestas bien diferenciadas: al principio asombro, seguido de una desatada hilaridad interna. Al reprimirla, experimentó la sensación de levitar de su asiento. A continuación, sintió una pesada responsabilidad (¿o era poder?). La vida de un hombre, o al menos su carrera, estaba en sus manos. Y quién sabe…, acaso estaba en situación de hacer que el futuro de su país cambiara a mejor. Y que cambiara asimismo el futuro de la difusión de su periódico.

—George —dijo al fin—. Necesito pensar en esto con mucho detenimiento.

Ir a la siguiente página

Report Page