Amsterdam

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IV Parte » Capítulo 4

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Los dirigentes del partido pensaron largo y tendido en el asunto y tomaron varias decisiones razonables. Una de ellas fue permitir que las cámaras entraran en un conocido hospital infantil aquella mañana para grabar a la señora Garmony saliendo del quirófano, cansada pero feliz, después de realizar una operación a corazón abierto a una niña negra de nueve años llamada Candy. La cirujana fue grabada asimismo en la ronda de visitas a sus pacientes, seguida de respetuosas enfermeras y jefas de admisiones. Los niños la abrazaban con visible adoración. Luego, captado brevemente en el aparcamiento del hospital, el emotivo encuentro entre la señora Garmony y los agradecidos padres de la pequeña. Tales fueron las primeras imágenes que vio Vernon nada más colgar apresuradamente el teléfono, después de buscar en vano el mando a distancia entre los papeles de la mesa y dar unas cuantas zancadas hasta el televisor encaramado en lo alto de un rincón del despacho. Mientras el lloroso padre ponía media docena de piñas en los brazos de la cirujana, una voz en off explicaba que en la jerarquía médica había profesionales que llegaban tan alto que se hacía inapropiado incluso darles el tratamiento de «doctores». La doctora Garmony, para la gente, era sencillamente la señora Garmony.

Vernon, cuyo corazón aún latía con fuerza a causa de su disputa con Clive, volvió a su mesa para seguir viendo la grabación mientras Jean salía de puntillas del despacho y cerraba la puerta con cuidado a su espalda. Ahora la cámara mostraba, desde un emplazamiento elevado, cierto paisaje de Wiltshire: un pequeño arroyo flanqueado de árboles que surcaba las colinas desnudas y ondulantes. Junto a los árboles se veía una pulcra y recoleta granja, y mientras el comentarista ofrecía brevemente los antecedentes del caso Garmony, la cámara realizaba un largo y lento zoom que finalizaba en un plano corto de una oveja cuidando a su cría recién nacida en la pradera de césped, junto a los macizos de arbustos que se alzaban a la derecha de la puerta principal. También había sido una decisión del partido el enviar a los Garmony, con sus dos hijos Annabel y Ned, a pasar un largo fin de semana en su casa de campo en cuanto Rose terminó su trabajo en el hospital. Ahora eran una familia de cuatro miembros que miraban hacia la cámara por encima de una verja con barrotes, vestidos con abrigos de lana e impermeables de hule y en compañía de su perra pastor Milly y el gato de la casa, un británico de pelo corto llamado Brian a quien Annabel sostenía amorosamente contra el pecho. Era una grabación «publicitaria», pero el ministro de Asuntos Exteriores se mantenía —algo nada habitual en él— en segundo plano, con aire sumiso, incluso manso, ya que el centro de aquella incursión televisiva era su esposa. Vernon sabía que Garmony estaba hundido, pero no pudo evitar un gesto afirmativo de cabeza ante la pericia del montaje, ante la consumada profesionalidad de la puesta en escena.

El comentario fue apagándose gradualmente hasta ser sustituido por sonido real: el chasquido y el zumbido del motor de unas cámaras fotográficas y varias voces molestas y ofendidas fuera de campo. Por las sucesivas inclinaciones y oscilaciones del encuadre era evidente que estaba teniendo lugar cierta agitación en torno a la cámara. Vernon vio un retazo de cielo, y luego los pies del cámara y una cinta anaranjada. Sin duda se intentaba mantener tras una línea a todo aquel hervidero periodístico. La cámara enfocó al fin a la señora Garmony, y se estabilizó mientras la doctora se aclaraba la garganta y se preparaba para tomar la palabra. Llevaba un papel en la mano, aunque al parecer no iba a leerlo porque tenía la suficiente confianza en sí misma como para hablar sin ayuda de notas. Siguió unos segundos en silencio para asegurarse de que captaba la atención de todo el mundo, y empezó con una sucinta historia de su matrimonio, desde los días en que estudiaba en el Guildhall y soñaba con una gran carrera como concertista de piano y Julian era un entusiasta estudiante de Derecho sin medios económicos. Fueron años de duro trabajo, de maduración y sacrificios; fue el tiempo de aquel apartamento de una habitación en el sur de Londres, del nacimiento de Annabel, de su tardía decisión de estudiar Medicina y del inquebrantable apoyo de Julian. Luego llegaría el alborozo de comprar su primera casa en la zona menos popular de Fulham, el nacimiento de Ned, el creciente éxito de Julian como abogado, su primer internado médico, etcétera. Su voz sonaba relajada, incluso íntima, y su autoridad dimanaba no tanto de su clase social o de su condición de esposa de un ministro del gobierno cuanto de su prestigio profesional. Habló del orgullo que sentía por la carrera de Julian, de cuán gozosos habían sido para ambos sus dos hijos, de cómo habían compartido sus triunfos y reveses y cómo siempre habían valorado la sana diversión, la disciplina y, por encima de todo, la honestidad.

Hizo una pausa, y sonrió como para sí misma. Desde el principio, prosiguió, Julian le había contado algo acerca de sí mismo, algo bastante chocante, algo incluso un tanto escandaloso. Pero nada que su amor no pudiera asumir, hasta el punto de que luego, con el transcurso de los años, había aprendido a mirar aquella «singularidad» de su esposo con benevolencia e incluso respeto, y a considerarla como algo inherente a su persona. Su confianza mutua había sido absoluta. Y tal peculiaridad de Julian ni siquiera había sido totalmente secreta, pues una amiga de la familia, Molly Lane, recientemente fallecida, sacó en cierta ocasión —siempre con un espíritu festivo, por supuesto— varias fotografías ilustrativas al respecto. La señora Garmony, entonces, levantó una carpeta de cartón blanco, y mientras lo hacía Annabel besaba a su padre en la mejilla, y Ned —ahora podía verse que llevaba un arete en la nariz— se inclinaba hacia ellos y ponía una mano sobre el hombro de su padre.

—Oh, Dios —dijo Vernon con voz ronca—. Nos va a chafar la exclusiva…

La señora Garmony sacó las fotografías y levantó la primera para que la viera todo el mundo. Era la de la pose de pasarela, la de la primera plana de El Juez. La cámara se bamboleó un poco al poner en marcha el zoom hacia la fotografía, y al otro lado de la línea hubo empujones y gritos. La señora Garmony aguardó a que el clamor amainara. Cuando volvió a hacerse el silencio, dijo con voz tranquila que sabía que un periódico con objetivos políticos concretos pensaba publicar ésta y otras fotografías al día siguiente, con la esperanza de obligar a su marido a dejar su puesto en el gobierno. Ella, ante esto, sólo tenía que decir lo siguiente: que dicho periódico no iba a salirse con la suya, porque el amor era más fuerte que el resentimiento.

La línea fue desbordada y los reporteros se abalanzaron hacia la verja. Tras ella, los niños habían enlazado los brazos con su padre, mientras su madre se mantenía firme ante el asedio y hacía frente sin inmutarse a los micrófonos dirigidos hacia su cara. Vernon se había levantado de la silla. No —estaba diciendo la señora Garmony—, y le alegraba tener la oportunidad de aclarar las cosas y manifestar rotundamente que no había base alguna para aquel rumor. Molly Lane no había sido más que una buena amiga de la familia, y los Garmony la recordarían siempre con afecto. Vernon cruzaba de nuevo el despacho para apagar el televisor cuando alguien preguntó a la señora Garmony si tenía algún mensaje concreto para el director de El Juez. Sí, respondió ella. Y Vernon, entonces, vio que aquella mujer le miraba directamente, y se quedó paralizado ante la pantalla.

—Señor Halliday, tiene usted mentalidad de chantajista, y la talla moral de una pulga.

Vernon lanzó un grito ahogado de dolida admiración, porque reconocía una frase dirigida a la galería en cuanto la oía. La pregunta partía de sus adversarios, la respuesta estaba preparada. ¡Qué consumada maestría!

La señora Garmony iba a añadir algo más, pero Vernon levantó una mano a tiempo y apagó el televisor.

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