Amnesia

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Confiaba en mi hermano más que en nadie en el mundo.

Cuando mi padre se suicidó yo tenía once años; Mark era cinco años mayor, pero parecía que tuviera veinte. Fue él quien se hizo cargo de mí. Recibimos el gran apoyo de mi tía Audrey, por supuesto, que vino a vivir con nosotros y se desvivió por nuestro bienestar, y también de los amigos de mi padre, el club B. Pero nadie se ocupó de mí como mi hermano. En el fondo yo sentía —y creo que él también— que era el único que podía entenderme verdaderamente. Mark rechazó invitaciones de las universidades más prestigiosas sólo para estar a mi lado; eligió Lindon Hill por su cercanía, y porque ir a una universidad de tercera línea no iba a ser un obstáculo para él. Mark era invencible.

Eran las dos de la madrugada cuando le envié el mensaje de texto. Mark respondió casi de inmediato; mi hermano dormía cinco horas al día y era un ave nocturna. Le pregunté si podía llamarlo y él me dijo que sí. Fue una conversación breve y sin efusividades de mi parte, le dije que había vuelto a soñar con la chica, y que esta vez había despertado con la certeza de que el claro con los dos álamos era el sitio donde la habían enterrado. Cuando le conté que había ido allí en plena noche, convencido de que encontraría el cadáver, Mark me dijo que fuera a su casa inmediatamente.

Llegué en pocos minutos; la gigantesca morada estaba completamente a oscuras. De no haber sido por el Mercedes al final del camino hubiese dicho que no había nadie en casa. Rodeé la propiedad, aparqué en un costado, y en ese momento vi la única luz encendida en la cocina. Mark abrió la puerta de servicio, vestía unos vaqueros y una camiseta holgada, y me esperó en el umbral con esa sonrisa familiar, mezcla de felicidad y nostalgia, que yo había visto infinidad de veces en el rostro de mi padre.

—Pasa, Johnny. —Creí advertir cierto cansancio en su voz.

Busqué la alfombrilla para sacudirme la tierra de las zapatillas.

—No te preocupes —dijo Mark leyéndome la mente—. Darla no está en casa y no regresará hasta el fin de semana. Se ha ido a Nueva York.

—¿Viaje sorpresa? —dije fingiendo extrañeza.

—Sí. Se fue con Lenna ayer.

Darla y Lenna eran las últimas del grupo de amigas que todavía no tenían hijos. Eso las había acercado bastante en el último tiempo.

En la mesa había una taza de café por la mitad. Mark me ofreció acompañarlo y acepté. Me vendría bien una inyección de cafeína para reponerme del cansancio de esa noche.

—Quiero pedirte disculpas, Johnny. La venta de Meditek me ha llevado a maltraer, como ya sabes; y no se trata sólo de la operación en sí, sino de Ian. Hemos tenido diferencias. El asunto es complejo.

Ian Martins y Mark eran amigos desde la universidad, además de fundadores de Meditek; mi hermano nunca me había insinuado que pudiera haber fisuras en la relación.

En ese momento Mark trajinaba con la máquina de café, de espaldas a mí, y pareció utilizar el tiempo para reflexionar. Me entregó la taza y se sentó.

—Estamos encauzándolo, poco a poco. —Mark hizo una pausa—. Por otra parte, con Darla las cosas no están bien.

Me estaba llevando la taza a la boca pero me detuve en seco. Aquélla era una revelación que no esperaba en absoluto, no sólo porque creía que la relación entre Mark y Darla era sólida como una roca, más allá de cuestiones circunstanciales como la propia Darla había revelado durante nuestro viaje a Lindon Hill, sino porque rara vez mi hermano compartía conmigo detalles de sus parejas.

—Pero nada que merezca demasiada atención —dijo Mark restándole importancia con un ademán—. Yo he estado enfrascado en los problemas de Meditek.

—Pensé que la venta era algo bueno.

—A veces Ian y yo tenemos maneras diferentes de ver las cosas. Con la venta del laboratorio ha sido así desde el comienzo. Si hubiese sido por él, la venta se habría hecho hace tiempo.

No recordaba haber mantenido jamás una conversación con Mark en la que se mostrase vulnerable de semejante forma. En su caso no se trataba de simple orgullo, aunque lo tenía, sino de una capacidad casi inagotable de absorber la carga de los problemas cotidianos. Siempre había envidiado esa capacidad. No es que me estuviera pidiendo ayuda ni nada por el estilo, pero el solo hecho de reconocer que había estado sobrepasado durante los últimos días resultaba revelador.

Mark consultó su reloj. Su expresión cambió.

—Johnny, seré directo contigo. Esas alucinaciones que has experimentado, incluso los sueños, tienes razón en una cosa, y es que sí están relacionados de alguna forma.

Me quedé de piedra.

—¿Qué sabes, Mark? —musité.

—Me he ocupado del asunto desde el primer momento, como te prometí —dijo Mark—, seguramente no como quisiera, porque, como te he dicho, mi vida no ha sido fácil últimamente, pero te doy mi palabra de que ha sido mi prioridad absoluta.

—¿Qué has averiguado?

—Hay algo detrás, Johnny, no te has equivocado en eso. Por eso te he pedido que vinieras, porque necesitaba decírtelo personalmente. Tú me conoces más que nadie, y tengo que pedirte un favor.

—¿Cuál?

—Necesito que confíes en mí y que lo dejes estar.

Estudié a mi hermano. Mark me sostuvo la mirada.

—Sería más sencillo si pudieras explicarme un poco más…, no entiendo por qué no puedes confiar en mí.

No iba a contarle a Mark lo del episodio en Fabrizzio porque con Darla así lo habíamos acordado. Sin embargo, las imágenes de ese día no dejaban de perseguirme: la furgoneta, el hombre de la boina en el asiento del acompañante, la fotografía de la chica muerta que mágicamente se convirtió en la de una niña de nueve años. Necesitaba respuestas.

—Confío en ti, Johnny, y lo sabes.

—¿Entonces?

—No puedo revelarte lo que sé. No todavía.

—¡No todavía, Mark! —dije golpeando la mesa con impotencia—. No es posible que sigas intentando protegerme todo el tiempo. Alguna vez tienes que confiar en mí. No soy un idiota.

—Nunca he dicho eso.

—No hace falta que lo digas. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Porque soy yo el que ve cadáveres y furgonetas.

—Lo siento.

Negué con la cabeza.

—No puedo creerlo —dije en voz baja.

—Volveremos a hablar, te lo prometo. Pero por ahora necesito que te olvides de todo, Johnny. Ocúpate de Jennie…, y no vuelvas a beber. ¿Puedes prometerme que harás esas dos cosas?

Me levanté abruptamente.

—¡No puedo prometerte nada! —estallé—. Durante estos días…, no he dejado de pensar en esa chica.

—Tienes que entender que es por tu bien.

—Y una mierda, Mark. Estoy harto de ser tu marioneta.

Di media vuelta y salí de la cocina.

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