Amnesia

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Del Blog de SpeedRacer95

Entrada del día 21 de diciembre

Los días siguientes al sueño en el que el garaje de mi casa se había convertido en un paraíso de máquinas tragaperras fueron decepcionantes. Me dormía esperando reencontrarme con la chica, y al despertar, vacío y frustrado, lo único que me daba fuerzas para levantarme era la esperanza de que el sueño se presentaría la noche siguiente. Porque necesitaba que se repitiera. No pude concentrarme en nada, ni en el estudio, ni en la esgrima, ni en mi motocicleta…, nada servía, mi cabeza volvía una y otra vez a la chica del vestido azul. Hasta mi novia advirtió mi desazón y tuve que hablarle de los sueños, aunque de manera suavizada en lo referente a la chica.

El sábado fui a una fiesta con el firme propósito de regresar temprano, y sobrio, y así darle a mi subconsciente una nueva oportunidad, pero las cosas se fueron de control y terminé bebiendo una cantidad infame de cerveza. Me tumbé en un sillón y perdí el conocimiento. Mi madre muerta empezó a llamarme desde el otro extremo de un caño larguísimo. Cuando abro los ojos, todo a mi alrededor parece latir; un jarrón que no he visto en años, ahora gordo y pulsante, amenaza con explotar de un momento a otro. La chica del vestido azul está en la cocina, como siempre, ahora no está sentada en la encimera sino de pie junto a la puerta del jardín. Le doy la mano, pero en lugar de dirigirnos al garaje, ella abre la puerta y salimos a la fría noche; no parece preocuparle. Una fina llovizna cae sobre nosotros.

El jardín de mi casa no era demasiado grande. Sin embargo, esa noche parece no tener límites. Caminamos durante un buen rato hasta el olmo; sus ramas nos protegen de la lluvia, ahora devenida en una cortina espesa. Pronto ni siquiera el follaje de aquel árbol imponente nos dará cobijo, pienso. Tardo un rato en darme cuenta de que la chica señala algo, y al seguir su dedo veo que se trata de la ventana de mi propia habitación, en la segunda planta: un rectángulo blanco flotando en la oscuridad. «Hemos llegado», dice la chica. Observo la ventana a la espera de que una silueta haga su aparición, porque estoy seguro de que la chica quiere mostrarme algo, pero no sucede nada. Ella me suelta la mano casi sin que me dé cuenta y se sienta sobre una de las raíces del olmo. La lluvia arrecia, gruesas gotas atraviesan el follaje y nos golpean como piedras, en la cabeza, en la espalda, en los hombros. Me cubro como puedo. «Hemos llegado», repite la chica.

Cuando me dispongo a abrir la boca para preguntarle a dónde diablos hemos llegado, despierto en un sofá desconocido en un charco de líquido maloliente.

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