Amnesia

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Del Blog de SpeedRacer95

Entrada del día 27 de enero

Hace dos días he vuelto a soñar con la chica. Ésa es la buena noticia. La mala es que el sueño ha sido idéntico al anterior, salvo por un detalle insignificante: las uñas de la chica estaban rotas, llenas de tierra y sangre.

Al día siguiente lo entendí, o creí entenderlo. La chica quería que excavara en el olmo de mi casa de la infancia. «Hemos llegado.» ¡Ése era el mensaje! Una vez que la idea se me metió en la cabeza supe que no me detendría hasta llevarla a cabo.

Ayer por la mañana conduje hacia mi ciudad natal. En el maletero llevaba una pala, y eso era todo. No voy a negarlo, una parte de mí empezó a preocuparse a medida que me acercaba. Sólo se necesitaba haber visto dos o tres películas de terror para imaginar que la chica del vestido azul estaba muerta y que los sueños no tenían otro propósito más que revelarme dónde había sido enterrada. Y yo no había visto dos o tres películas de terror, había visto decenas. Si me topaba con un cuerpo tendría que comunicarlo, por supuesto, y me vería en serias dificultades para explicar cómo lo había encontrado.

Aparqué a un par de manzanas. Dejé la pala en el coche y caminé con aire despreocupado. Llevaba mi gorra de la ACC y esperaba que fuera suficiente para pasar desapercibido. No había vuelto al vecindario en mucho tiempo pero algún vecino memorioso podría reconocerme.

Al llegar me topé con el primer problema: un rottweiler gigantesco y babeante. Ladró una y otra vez, saltando y golpeando con las patas una reja que separaba la fachada de la parte de atrás. Esa reja no había estado allí antes. Seguí caminando y al llegar a la esquina crucé la calle. Justo frente a mi excasa hay un parquecito, así que me senté en un banco y esperé. Incluso desde allí podía ver al perro observándome con fijeza. Ya no ladraba, pero su vista era mucho mejor que la mía, y si yo podía verlo entonces él no estaba perdiéndose un solo detalle de lo que yo hacía. Cada centímetro de mí se estaba guardando en su cerebro perruno para destrozarme como una pelota de trapo.

La copa del olmo asomaba por encima del techo de madera. Por primera vez me detuve a examinar la casa en sí. Habían reemplazado el celeste de la fachada por un blanco impoluto y en general estaba bien mantenida: las plantas podadas, el césped cortado, las puertas y ventanas barnizadas. No había ningún coche en el camino privado. Todo el vecindario parecía bastante desolado.

No tenía idea de qué haría a continuación. En el peor de los casos aquél sería un paseo nostálgico. Me fijé en que la casa de la izquierda, a la que hasta ese momento apenas había prestado atención, no había cambiado casi nada en todo ese tiempo. Allí había vivido el viejo Abruzzese, un italiano viudo que de niño me contaba historias de la guerra que parecían salidas de una película. Por aquellos tiempos me sentaba con él en el porche y me hablaba con su voz suave y siseante; tendría unos noventa años en aquel entonces, o quizás más, de modo que seguramente habría muerto. Su casa, no obstante, seguía manteniendo el mismo espíritu. Si mi memoria no fallaba, su hijo vivía en algún lugar de la costa oeste, por lo que era posible que hubiese vuelto al hogar y tuviera el gusto ecléctico del viejo. En el porche había todo tipo de objetos, desde una cortadora de césped oxidada, un cementerio de sillas rotas y jaulas vacías. A diferencia de mi excasa, en la de Abruzzese nadie había cortado el césped en un buen tiempo. A pesar de eso, había dos ventanas abiertas en la segunda planta, lo que me llevó a pensar que su hijo o alguien más estaba en casa en ese momento.

Me quedé un rato en el parque y volví a cruzar. El perro empezó a ladrar de inmediato. Sería un milagro que nadie me reconociera si se asomaba desde alguna de las casas, pero necesitaba comprobar si el perro estaba atado o no. Si lo estaba, entonces podría sopesar la posibilidad de entrar por la parte de atrás. Era un plan que sabía no tenía ningún tipo de asidero; el perro no dejaría de ladrar y los dueños de la casa podían regresar de un momento a otro. Pero al menos tenía que autoengañarme, y por eso crucé la calle nuevamente.

Fue entonces cuando una mano se posó sobre mi hombro. Los ladridos no me habían permitido escuchar al viejo Abruzzese, que me observaba con los mismos ojillos alegres de siempre desde un rostro todavía más arrugado del que yo recordaba.

Si había algo que caracterizaba las películas de terror era un buen susto inesperado. ¿Y qué mejor que un vecino muerto?

Pero Abruzzese era de carne y hueso, y hasta donde recordaba tenía casi el mismo aspecto que antes. O había cumplido mil años o mis recuerdos acerca de su vejez estaban distorsionados.

—Hola.

Debí de haber abierto mucho los ojos porque Abruzzese sonrió.

—Señor Abruzzese…, yo… Hola.

El perro dejó de ladrar; parecía contrariado por nuestra familiaridad.

—¿Visitando el vecindario?

Hablaba con la misma voz susurrante de siempre.

—Pasaba por la zona… No he regresado en mucho tiempo.

—¿Quieres pasar a verla?

Enarqué las cejas. La oferta me cogió completamente por sorpresa.

—Los Thompson no regresarán hasta la próxima semana y me han dejado al cuidado de Garry.

Garry levantó las orejas al escuchar su nombre.

—La verdad es que me encantaría.

Abruzzese se agachó y buscó la llave en una maceta. Me sonrió una vez que la encontró y la utilizó para abrir la puerta del costado. El viejo la franqueó; yo dudé un instante, no quería ni siquiera acercarme a Garry, pero el perro se había transformado y ahora no sólo no ladraba sino que movía la cola sin parar. Abruzzese lo acarició al pasar y yo hice lo mismo, realmente parecía inofensivo.

Recorrimos la casa, intercambiando anécdotas mientras íbamos de una habitación a la otra. Tenía bastante alterados los recuerdos de aquella casa, algo que no dejó de maravillarme, al punto de casi olvidar el propósito de mi visita.

Sopesé la idea de decirle a Abruzzese que de pequeño había enterrado un tesoro en la parte de atrás, que la mudanza intempestiva había hecho que lo dejara olvidado y que me gustaría recuperarlo, pero en el último momento recapacité y no lo hice. Si me topaba con un cadáver me vería en graves problemas.

Me despedí de Abruzzese agradeciéndole por haberme dejado pasar y le prometí que regresaría pronto.

Pasé la tarde en el centro comercial, vi una película, y regresé cuando había anochecido. Me arriesgué a no llevar la pala, porque supuse que en el cobertizo encontraría una. Me acerqué a Garry con confianza, llamándolo por su nombre, y el perro respondió favorablemente. Lo acaricié a través de la reja y utilicé la llave oculta para entrar. Rodeé la casa y fui directo al olmo. Levanté la cabeza y vi la ventana de mi antigua habitación. Me embargó una sensación de déjà vu. A diferencia del sueño, la habitación estaba a oscuras.

En el cobertizo efectivamente encontré una pala y escogí con cierta arbitrariedad el sitio donde empezaría a cavar. La configuración de las raíces del olmo era bastante diferente a la de mis sueños, por lo que sería un salto al vacío. Cavaría unos cincuenta centímetros y si no encontraba nada probaría en otro sitio. Con tres o cuatro intentos debería ser suficiente, estimé. Pero me equivoqué. En total fueron seis.

Estaba a punto de desistir, pues excavar a los pies de un árbol podía ser una tarea frustrante, cuando la pala se topó con algo duro. No era una raíz; me había topado con suficientes para saber que la sensación era totalmente diferente. Seguí excavando con premura pero también con más cuidado que antes. No tardé en comprobar que se trataba de un objeto de metal que resultó ser una caja muy oxidada. Antes de sacarla la examiné con la linterna del móvil. Sería un milagro que no se deshiciera entre mis manos, pensé. La tapa de metal era una lámina carcomida que ya no giraba. Con cuidado cogí una de las esquinas y la levanté, muy lentamente. En el interior pude ver una gran cantidad de joyas que habían pertenecido a mi madre.

Solté la tapa y me quedé allí sentado, muy quieto, procesando el insospechado descubrimiento.

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