Amnesia

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Unos meses después

Necesité superar la barrera de las treinta y una montaña de fracasos para darme cuenta, finalmente, de cómo tenía que empezar a desatar ese nudo gordiano en que se había convertido mi vida. Fue un largo proceso en el que Maggie fue determinante.

La chispa que inició el cambio fue un hecho insignificante y fortuito. Jennie acababa de cumplir los cinco años y ya evidenciaba capacidades asombrosas para las manualidades; no se contentaba con dibujos bidimensionales sino que creaba todo tipo de objetos con papel, cartón, latas y cualquier cosa que encontrara en casa. Ese día se presentó en mi estudio y me explicó que había encontrado algo escondido en el bosque. Con toda solemnidad me enseñó una lámpara mágica hecha con cuatro piezas de cartón pintado de color celeste.

—¿Cuál es tu deseo, papá?

En cuanto abrí la boca me advirtió que el genio podía leer la mente, así que no debía decirlo en voz alta.

—Listo —mentí.

Lo cierto es que no sabía qué quería realmente más allá de las cosas obvias. ¿Cómo era posible que la respuesta no brotara de forma instantánea?

La pregunta ya había estado rumiando en mi cabeza. La lámpara mágica de Jennie la puso en evidencia. ¿Qué quería hacer con mi vida? Me maravillaba no tener una respuesta clara y contundente, como los niños que quieren ser policías, bomberos o astronautas. ¿Por qué yo no tenía esa respuesta? ¿Cómo podría alcanzar mis sueños, o al menos intentarlo, si no sabía cuáles eran?

Me propuse firmemente encontrar esas respuestas esquivas, ese ideal inalcanzable que las personas deben, a mi humilde entender —ahora lo sé—, perseguir sin pausa.

Tenía una libretita que llevaba a todas partes. Reflexionaba, apuntaba pensamientos, lo anotaba todo, incluso las ideas más estrafalarias. Fue un proceso de introspección y de honestidad conmigo mismo en el que comprendí, entre otras cosas, que no quería volver a probar una gota de alcohol (ésta era sencilla, lo acepto) y que además había algo truncado en mi vida, una deuda. Había publicado un puñado de libros infantiles de éxito moderado, casi de forma accidental, y podía engañarme todo lo que quisiera, pero sabía que artísticamente no me llevarían lejos.

Mis ilustradores favoritos de libro álbum no sólo eran genios de talento inalcanzable, sino que me aventajaban en una carrera en la que yo ni siquiera estaba corriendo. Maurice Sendak, Van Allsburg, Carle, Jeffers, Browne, incluso Ian Falconer, quien había construido una obra admirable a partir de la cerdita Kate.

Quería ser uno de ellos.

La respuesta era aterradora. Un fracaso garantizado.

Pero no importaba. Iba a regresar a la universidad y cursar los tres años para graduarme en historia del arte. En mi ambicioso plan, los tres años serían en realidad dos. Además, utilizaría ese tiempo para buscar mi identidad como artista, necesitaba barajar y dar de nuevo, reconstruir los cimientos de mi carrera. Reinventarme.

Ir a visitar a mi padre a su cabaña se había convertido en un hábito casi terapéutico. Decidí hablar con él antes que con Maggie, y ese día de otoño relativamente templado bebimos café en el porche. Muchas veces Harrison se unía a nosotros, pero esa tarde estábamos sólo él y yo.

Empezaba a descubrir facetas desconocidas de mi padre, ahora que podía verlo con una óptica adulta: un hombre admirable y buen consejero. Un amigo.

Nunca le cuestioné su decisión de seguir viviendo en la cabaña. Se había acostumbrado a ese tipo de vida, con visitas ocasionales; había desarrollado un particular vínculo con la naturaleza, los animales, el bosque en general. Harrison me lo advirtió, pero incluso yo fui capaz de percibirlo. Mi padre era feliz en aquella cabaña remota, había mantenido un vínculo con sus amigos de toda la vida y con Mark, y ahora me tocaba a mí. A veces, después de una o dos horas de conversación, él se quedaba callado y observaba el lago, y en esos momentos yo sabía que era tiempo de marcharme, de devolverle su soledad.

En poco tiempo nuestro vínculo se fortaleció; podíamos hablar de cualquier cosa. Elegíamos no hablar de mamá, porque su ausencia y las circunstancias en torno a su muerte le afectaban profundamente. Una vez me confesó que a veces soñaba con ella, pero no me reveló la naturaleza de esos sueños. Tampoco volvimos a hablar de Paula, porque así lo establecía el pacto que el club B selló en la cabaña la noche del 17 de junio.

Cuando le dije a mi padre que pensaba regresar a la universidad, su apoyo fue incondicional. Insistió en darme el dinero que Mark le había ido proporcionando a lo largo de los años, pero no lo acepté. Era algo que debía llevar a cabo con mis propios recursos. Conseguí trabajo en una agencia de publicidad en Lindon Hill y además impartiría clases en la escuela Bishop.

Maggie fue mi otro gran sostén. Ella tenía sus propios planes, por supuesto, necesitaba volver a echar raíces en Carnival Falls. Finalmente decidió fundar, junto a su amiga Clare, una empresa de organización de eventos: bodas, convenciones, conferencias; todo salvo funerales, bromeaba cuando le preguntaban por sus nuevos horizontes laborales. Los eventos eran en su mayoría en Lindon Hill así que muchas veces nos veíamos allí. Decidimos que convivir tendría que esperar a que nuestras vidas profesionales se encauzaran; una decisión que en retrospectiva resultó acertada. Fueron dos años de mucho ajetreo, pero conseguimos sobrevivir.

Burke y McKenzie, la compañía de Maggie, consiguió forjarse una buena reputación y trabajar con clientes selectos y redituables. Yo, por mi parte, conseguí graduarme en historia del arte en poco más de dos años.

Y más tarde llegó Millicent Silvia Brenner, mi segunda hija y el vivo retrato de Maggie. La mejor recompensa del universo.

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