Amnesia

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El lunes cité a Maggie y a Ross en el apartamento de mi amigo, a las seis. Supongo que entendieron de inmediato que no quería dejar constancia en nuestros teléfonos de nada relacionado con Paula. Como medida preventiva, ningún tema relacionado con Meditek sería discutido en mi casa. Bastaba recordar la furgoneta en el camino abandonado para saber que era perfectamente posible que me estuvieran vigilando.

Aparqué en la calle Madison y me encontré a Maggie sentada en el escalón del portal del edificio de Ross. Llevaba puesta una camiseta con la leyenda «Be Here Now».

—Nuestro amigo se ha retrasado en el trabajo —dijo ella—. Acaba de avisarme.

—Milagro.

Me senté al lado de Maggie. Ross era de los que no le regalaba un solo segundo a su empleador. En el móvil vi que eran las seis y diecinueve minutos.

—Alguna catástrofe de proporciones épicas en la oficina de FedEx —dije.

—Eso, o ligó con alguien y no me lo ha dicho.

Esperamos en silencio. Ross llegó media hora más tarde con una caja de Dunkin Donuts como señal de paz. Se disculpó y nos hizo pasar.

Mientras Maggie y yo nos sentábamos en el sofá, Ross se ocupó de ordenar algunas cosas que habían quedado fuera de lugar el día antes —todo bajo los parámetros de Ross, por supuesto—. Lo observé con incredulidad y asombro, mientras él desplazaba objetos, reubicaba sillas y hacía todo lo necesario para que el salón se ajustara a sus necesidades particulares. Cuando terminó, se sentó frente a nosotros y agarró un donut. De un mordisco hizo desaparecer la mitad.

Durante la siguiente media hora les hablé de mi visita a Ian Martins y del fortuito hallazgo que vino después.

—¿Se besaron? —dijo Maggie sin ocultar su sorpresa—. No puedo creerlo.

Me encogí de hombros. Ellos se miraron de un modo particular.

—¿Qué?

—Las cosas se han ido de las manos, Johnny.

—Antes incluso de lo que nos has contado.

—Con ese agente ya teníamos suficiente.

—Y ahora esto.

—Vale, ¿podéis dejar de hablar en estéreo? No hago más que pensar en eso. He ido a hablar con Harrison también. Me dijo que si Frost aparece de nuevo le avise de inmediato. A él y a tu padre. —Miré a Maggie.

—Me lo imaginé —dijo Maggie—, ayer el club B estuvo reunido en casa. Me fui para que no se sintieran invadidos, pero supongo que hablaron de ti. Mi padre está muy preocupado.

—Y eso que no saben ni la cuarta parte —agregó Ross.

Maggie sacudió la cabeza.

—No puedo creer que Ian y Darla mantengan una relación. ¿Tú sospechabas algo, Johnny? ¿Alguna vez Mark te insinuó algo?

—Yo no tenía la menor idea. Mark nunca me dijo nada.

—¿Crees que…, pudo influir en su decisión? —Maggie se detuvo al comprender la gravedad de sus palabras.

—No quiero ver fantasmas donde no los hay. Si Mark sabía que Darla le era infiel con su socio, y si eso influyó en su decisión, nunca lo sabremos.

Los motivos me los llevaré a la tumba.

Maggie no parecía convencida.

—Es todo muy confuso.

—En eso estoy de acuerdo. No sé si Ian ha sido del todo sincero conmigo, pero sí me pareció preocupado por la cancelación de la venta.

Ross estaba pensativo. Se había recostado en el sillón, las piernas cruzadas, con el dedo índice y el pulgar se masajeaba la perilla.

—Lo que quiero decir —insistí— es que nada de esto ha beneficiado a Ian o a Darla. El accidente de Stuart Nance, la desaparición de Paula Marrel y el suicidio de Mark no han hecho más que atraer la atención de los federales. Y no resulta algo descabellado. ¿Quién querría atraer ese tipo de atención? Con los coreanos fuera, Ian está metido en un problema grande.

Cuanto más le daba vueltas a la cuestión, menos la entendía. Había en la superficie algo evidente, y era que si Ian y Darla mantenían un romance a espaldas de mi hermano, eso tarde o temprano iba a suscitar un problema entre ellos. Problema que había quedado convenientemente resuelto con la muerte de Mark, por supuesto. Sin embargo, era ridículo suponer que ellos harían algo así sólo para salir airosos con una relación clandestina. Eso por no mencionar que el suicidio de Mark no estaba en duda, y asumir que había sido inducido era la más ridícula de las hipótesis. Nadie que hubiese conocido a mi hermano ni siquiera un poco orquestaría un plan que conllevara forzarlo a hacer algo en contra de su voluntad.

Ross seguía ensimismado.

—¿En qué piensas?

—Quizás hemos pasado algo por alto… —dijo Ross. Lo conocía y sabía que en su cabeza se estaba gestando una compleja idea que requería maduración.

—¿Qué cosa?

—¿Qué te dijo exactamente Ian del chantaje de Stuart?

La pregunta me sorprendió. Me tomé unos instantes para revivir la conversación con Ian en mi cabeza.

—Ian minimizó el chantaje, dijo que era trabajo de principiantes, chiquillos jugando a los extorsionadores. Stuart lo llamó por teléfono y más tarde se encontraron cerca de Meditek. El muchacho sabía del ESH no sólo por haber participado en las pruebas y experimentado los efectos secundarios, sino porque disponía de más información, algunos documentos confidenciales que Paula había robado. No sé qué le pidió a cambio de no revelar la información en su blog, supongo que dinero. A partir de entonces Paula dejó de asistir al trabajo y más tarde denunciaron su desaparición.

A veces con Ross teníamos conexiones inexplicables, casi telepáticas, y a medida que avanzaba en mi relato empecé a experimentar esa extraña sensación. Era como si me hubiese metido en su cabeza. Resultaba un misterio quién había asesinado a Paula en mi propia casa y por qué se habían llevado el cuerpo, si es que el plan original había sido dejarlo allí e inculparme.

—Quizás Paula no era parte del chantaje —dijo mi amigo poniéndose de pie—. Lo hemos dado por hecho porque Ian Martins lo supuso de esa forma.

—Los documentos que tenía Nance eran internos —dije haciendo de abogado del diablo, quería razonar con Ross—. Paula era parte del equipo de seguridad informática del laboratorio, es obvio que ella era la única que los podía obtener.

—Y eso no lo dudo. Pero pensemos lo siguiente. —Ross caminó hasta la ventana y nos dio la espalda—: Stuart Nance estaba fascinado con Paula; necesitaba entender por qué soñaba con ella. Y finalmente la conoce. Él pudo tranquilamente haberla convencido de que lo que le decía de los sueños era cierto, pero qué mejor modo de comprobarlo que verlo por sí misma.

Ross se volvió.

—Hasta aquí estamos casi seguros de que así fueron las cosas. Ahora, ¿y si el chantaje fue idea de Nance y lo llevó a cabo él solo? Tú has dicho, Johnny, que Ian asumió que Paula formaba parte de la extorsión porque por esos días se ausentó del laboratorio y era la que tenía acceso a la información.

Maggie asentía, le gustaba el curso de aquel razonamiento.

—Mark nos dijo que Paula era una muchacha muy valiosa. En ningún momento creyó que ella estuviera detrás del chantaje.

—No termino de ver en qué cambia esto la cosas —repliqué.

—En mucho —dijo Ross regresando al sillón. Se sentó en uno de los brazos—. Porque entonces debemos encontrarle a Paula otro rol en esta historia, otro motivo por el que Paula dejó de ir a Meditek y acudió a tu casa.

—Me gusta —decía Maggie—, me gusta.

Ross hablaba con entusiasmo.

—Si Paula fuese una chantajista, ¿para qué iría a verte a ti? El chantaje nos ha despistado.

—Paula tiene que haber descubierto algo más, algo que quizás te concierne a ti…

Me miró con ojos grandes.

—Algo… —completó Ross—, que alguien no estaba dispuesto a que saliera a la luz. Por eso te estaban espiando desde esa furgoneta. La estaban esperando para matarla.

Mi cerebro iba a toda velocidad para tratar de alcanzar a Ross.

—Paula fue a decirte algo importante —dijo Ross en tono críptico—. Algo que le costó la vida.

Si la teoría de Ross era correcta, entonces lo que Paula había ido a decirme esa noche había sido borrado por el ESH.

—¿Por qué se llevaron el cuerpo?

—Estaba todo dispuesto para señalarte a ti como el culpable del asesinato, pero algo los hizo cambiar de idea.

—¿No estamos pasando algo por alto? —dijo Maggie.

Ross y yo la miramos.

—Estamos casi seguros de que te administraron el ESH, Johnny —dijo ella, súbitamente pálida—. Sólo dos personas tenían acceso a la droga.

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