Amnesia

Amnesia


Capítulo 1

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Capítulo 1

 

Kristina Fortune colgó el teléfono. A sus labios asomaba una sonrisa agridulce, reflejo de la ambivalencia de sus sentimientos. Grant iba a casarse. Y a pesar de lo mucho que se alegraba por su hermanastro, no podía evitar pensar en sí misma con cierta tristeza. Dudaba de que ella pudiera encontrar el verdadero amor, sobre todo porque después de lo de David no pensaba volver a bajar la guardia.

Con un suspiro, se acercó a la ventana. La vista desde el decimocuarto piso del Edificio Fortune era prácticamente inexistente aquel día. La radio había anunciado un porcentaje de visibilidad cercano al cero. Y el tráfico estaba paralizado. Mirar por la ventana era como asomarse al interior de una nube. Una densa niebla abrazaba la ciudad y enroscaba sus tentáculos en los altos edificios de Minneapolis.

Kristina permanecía con la mirada fija en la niebla, pensando.

Estaba nerviosa. Tensa.

Aquella sensación de inquietud, de insatisfacción, la había acompañado desde la repentina muerte de su abuela.

Todavía no se lo podía creer.

La muerte era algo que sucedía cada día. Pero siempre a alguien perteneciente a otra familia. Y no era algo en lo que quisiera pensar una joven de veinticuatro años. En su vida no había lugar para ella.

Pero había entrado sin anunciarse, llevándose a una persona a la que Kristina adoraba.

Kate se habria alegrado mucho por Grant. Kristina sonrió para sí. Era extraño, siempre había asumido que Kate Fortune viviría para siempre, sería como el sol, como las mareas. No había nada en su abuela que evidenciara su condición de mortal. Nunca estaba enferma y era capaz de trabajar sin descanso. Más que una persona de carne y hueso, parecía una institución.

Pero sabía ser cariñosa y amable cuando alguna nieta la necesitaba, pensó Kristina con tristeza. Acarició el dije de plata que llevaba al cuello, un corazón de plata perteneciente al brazalete de su abuela. Era el colgante que su abuelo, ya fallecido, le había regalado a Kate el día del nacimiento de Kristina, continuando la tradición de regalarle un dije por cada nacimiento.

Mientras acariciaba el colgante, Kristina recordó cómo le había dejado Kate llorar sobre su hombro cuando había roto con David, en una de las escasas ocasiones en las que la joven se había permitido mostrarse vulnerable. David había demostrado estar más interesado en el apellido y el dinero de los Fortune que en el amor de Kristina y al final había decidido entroncar mediante el matrimonio con una de las dinastías políticas más importantes del país. Tras la ruptura de su compromiso, Kristina se había refugiado en la casa de su abuela. Habían pasado toda la noche sin dormir, hablando.

Kristina posó la mano en el cristal de la ventana. Afuera estaba el invierno; duro e inmisericorde como la vida, pensó Kristina.

David y los políticos se merecían mutuamente, decidió, endureciendo el gesto. Pero su abuela no se merecía lo que le había ocurrido.

Kate Fortune era una mujer de una belleza extraordinaria a pesar de estar rondando los setenta. Pero ella no había envejecido como los demás. Kate Fortune parecía encarnar la esencia de la vida.

Por eso parecía imposible que la vida la hubiera abandonado en aquel accidente de avión. Era casi un insulto.

Aun así, si su abuela hubiera elegido la forma de morir, probablemente se habría decidido por desaparecer en medio de la misteriosa selva en un accidente de avión.

Kristina sintió en la garganta el nudo que anunciaba las lágrimas. Lágrimas que todavía no se había permitido liberar. Kate Fortune no quería llantos. Ella habría querido que todos continuaran trabajando y sacando adelante el legado por el que tanto había trabajado. El éxito de los Fortune se debía tanto a los esfuerzos de Kate como a los de Ben. Quizá incluso más a los de Kate, que había continuado la expansión de la empresa tras la muerte de su marido.

Y cuánto la echaba de menos.

Kristina suspiró. Necesitaba alejarse unos días de allí, pensó. Miró hacia el documento que tenía encima del escritorio, un documento que había estado estudiando durante toda la mañana. Quizá durante más de unos días, se dijo,

Pensó en Grant y en Meredith y en su futura boda. Y también en la posterior luna de miel. Y se le iluminó la mirada.

¿Por qué no?

Con el entusiasmo que depositaba en todo cuanto hacía, Kristina regresó al escritorio y comenzó a tomar notas. La idea que había concebido el día anterior comenzó a cobrar forma a una velocidad que habría sorprendido a cualquiera que no la conociera.

Porque los que la conocían sabían que Kristina jamás hacía nada lentamente.

A los veinticuatro años, era reconocida como una perspicaz creativa y se había convertido en una empleada muy valiosa para el departamento de publicidad de la compañía.

Gracias a su herencia, Kristina podría haber dedicado su vida a no hacer nada productivo. Pero eso no era propio de ella.

Revisó la carpeta que le había enviado Sterling Foster, el abogado de la familia. El documento tenía cuatro páginas en total. Pero la carpeta también incluía un folleto con fotografías de un hostal en el que su abuela había invertido años atrás en un acceso sentimental. Cada palabra del folleto le inspiraba nuevas anotaciones y esbozos que conservaría para considerarlos más adelante.

Cuando terminó la lectura, dejó a un lado el folleto y desvió la mirada hacia la carta que tenía sobre el escritorio. Sterling se la había enviado junto con la escritura.

Era tan propio de Kate, pensó Kristina. Incluso después de muerta, Kate había atendido a las necesidades de todo el mundo, dejando a cada miembro de la familia no solo dinero, sino también algo más significativo. En el caso de Kristina, había sido la copropiedad de un hostal situado en el sur de California.

Hasta que Sterling no se lo había notificado, Kristina ni siquiera sabía de su existencia. Por lo que había podido averiguar hasta entonces, Kate había sido durante más de veinte años la silenciosa y discreta copropietaria de un hostal.

Sonrió con cariño. Le costaba mucho imaginarse a su abuela siendo una socia silenciosa en nada. Eso era algo que tenían en común. Ninguna de ellas era capaz de guardarse sus opiniones.

«El silencio no se oye», le había dicho su abuela en una ocasión. Con el tiempo, Kristina había comprendido la profundidad que encerraban las palabras de Kate. Había que hacerse oír para conseguir lo que se quería. Si no se hacía, nadie sabría lo que tenía que ofrecer.

Y ella tenía muchas cosas que ofrecer, sobre todo a ese hostal tan anticuado.

Casi por costumbre, había solicitado a sus contables un informe sobre la situación económica del hostal. Esa misma mañana lo había encontrado encima de su escritorio.

Las cifras no eran muy prometedoras, pero la verdad era que lo esperaba. Todavía había una gran posibilidad de mejorarlas. Desde luego, en cuanto a inversión, aquella no había sido la más inteligente por parte de Kate.

Kristina decidió que seguramente Kate había conservado aquel lugar por alguna razón sentimental. Quizá incluso era el lugar en el que había mantenido sus primeras citas con el abuelo Ben.

Aquella idea le gustó. Kristina deseaba que su abuela hubiera disfrutado de aquella clase de felicidad.

La misma que estaba disfrutando Grant. Y que a ella siempre parecía eludirla.

La joven apartó ese pensamiento antes de que pudiera volver a ablandarla e intentó animarse. Su carrera estaba en un momento floreciente, pero necesitaba nuevos desafíos. Algo que fuera solo suyo, no que formara parte de la dinastía Fortune. Miró los papeles que tenía encima del escritorio. Aquel hostal estaba pidiendo ayuda a gritos.

Y ella era la mujer que iba a proporcionársela.

Con un asentimiento de cabeza, reunió los documentos que tenía encima del escritorio y los guardó en un sobre.

—Gracias, abuela —dijo en voz alta—. Tú siempre has sabido lo que me convenía.

Frank Gibson, que había formado parte del departamento de publicidad de Fortune Industries durante los últimos quince años, miró a la joven que le habían endilgado dos años atrás en el departamento e intentó digerir lo que acababa de decirle. Si bien al principio había aceptado a regañadientes la presencia de Kristina, no había tardado en descubrir la enorme capacidad de la joven para sacar adelante un trabajo en el que era condenadamente buena. Y no le hacía gracia tener que prescindir de ella durante un largo periodo de tiempo.

Frank frotó las manos contra el borde del escritorio, un gesto inequívoco de que la noticia que acababa de recibir lo estaba poniendo nervioso.

— ¿Que quieres qué?

Kristina sabía que podía marcharse sin necesidad de pedirlo. En realidad, la única opinión que podía tener algún valor era la de su padre y este le permitiría hacer lo que quisiera.

Pero, legalmente, Frank era el jefe, de modo que, para evitar posibles susceptibilidades, Kristina le hizo a él la petición.

—Solo quiero una excedencia.

Estaban a punto de sacar un nuevo perfume. Todavía había miles de detalles de los que ocuparse. Y aquel producto había sido uno de los niños mimados de Kristina.

— ¿Ahora? —preguntó Frank—. ¿En medio de una campaña de publicidad?

Kristina soltó una carcajada. No podía recordar un solo día en el que Frank no se hubiera comportado como si todo fuera una cuestión de vida o muerte.

—Frank, siempre estamos en medio de una campaña. Y estoy segura de que podrás controlar la situación perfectamente. Lo he dejado todo organizado. Está todo en mi ordenador, en un archivo.

Frank frunció el ceño, a pesar de que por fin había conseguido manejar el teclado del ordenador como si se tratara de una máquina de escribir, los programas informáticos estaban todavía fuera de su alcance. Pedirle que manejara un ordenador era como pedirle que pilotara una nave espacial.

—Ya sabes que odio los ordenadores. Esa es la razón por la que te necesito.

Kristina soltó una carcajada y se inclinó hacia delante.

—Me necesitas por muchas más razones, Frank

En realidad, Frank solía cederle a Kristina la dirección de la mayor parte de las campañas.

—Muy bien, de acuerdo, restriégamelo todo lo que quieras, pero no te vayas.

—Solo es una excedencia, Frank. Eso no significa que me vaya a ir para siempre. Quiero estar fuera dos meses — pensó entonces en las fotografías que había visto del hostal—. Dos y medio como mucho.

Frank sabía que era inútil discutir con ella. Kristina terminaría haciendo lo que quisiera. Era una Fortune y podía permitírselo.

— ¿Y a qué piensas dedicar esos dos meses?

—A algo nuevo —no podía expresarlo con palabras, pero sentía que algo la llamaba, que algo le decía que estaba tomando la decisión correcta—. Mi abuela me dejó en herencia su participación en un hostal de California.

— ¿California? —repitió Frank horrorizado—. ¡Pero si en California hay temblores de tierra!

Kristina se echó a reír al ver su expresión. Frank era una de esas personas incapaces de hacer ningún cambio en su vida, y parecía querer transmitir aquel sentimiento a todo el mundo.

—Y aquí hay nieblas y tornados.

Frank soltó un bufido burlón. Por nada del mundo viajaría él a California. Ni siquiera por motivos de trabajo.

—Pero la niebla no puede matarte.

Kristina se volvió hacia la ventana. La espesa textura de la niebla no había cambiado en toda la mañana.

—No, pero puede deprimirte hasta la muerte —sabía que no tenía por qué dar explicaciones, pero quería que Frank la comprendiera—. No sé, Frank, solo siento que quiero empezar algo por mí misma, algo que no tenga el sello de los Fortune por todas partes.

—Cuando pongas tu sello, también será el de los Fortune —señaló Frank, por si se le había escapado aquel matiz.

Kristina se volvió hacia él con una enorme sonrisa, satisfecha de que la hubiera entendido.

—Exactamente, pero será mi propio sello.

— ¿Y ya lo tienes todo decidido? —era una pregunta retórica. En realidad, conocía de antemano la respuesta.

— ¿Cuándo me has visto titubear a mí?

Jamás. Kristina era la mujer con más confianza en sí misma que había conocido nunca, después de su abuela, claro. Frank suspiró.

—De acuerdo —inclinó la cabeza antes de hacer el último intento—.Y supongo que no puedo hacer nada para hacerte cambiar de opinión.

Kristina sacudió la cabeza lentamente, con un brillo de diversión en la mirada.

Frank extendió las manos, con gesto de impotencia.

—Entonces no puedo hacer nada, excepto darte permiso —frunció el ceño y suspiró con resignación—. ¿Alguna vez te ha dicho un hombre que no a algo?

Kristina sonrió de oreja a oreja.

—Todavía no.

Incluso en el caso de David, había sido ella la que le había dicho que no. Aunque solo después de haber descubierto que de quien realmente estaba enamorado era del dinero de los Fortune.

—Y no creo que vaya a ocurrir pronto.

Frank no tenía ningún motivo para no estar de acuerdo con ella.

—Cuando eso ocurra, házmelo saber.

Kristina le palmeó la cara con cariño, con la camaradería que había surgido entre ellos durante aquellos dos años de trabajo.

—Serás el primero en saberlo, te lo prometo.

Había comenzado a marcharse, cuando Frank dijo tras ella:

—En serio, ¿qué piensas hacer en...? —se interrumpió, como si estuviera esperando que Kristina le diera el nombre de la ciudad a la que iba.

—La Jolla —le aclaró ella.

—La Jolla —repitió Frank con incredulidad. ¿Qué clase de nombre era ese para una ciudad?— No creo que encajes en un lugar como ese —insistió—. Con todos esos bichos raros obsesionados por el surf a tu alrededor. En menos de una semana, te habrán vuelto loca.

Hablaba como un hombre que nunca había salido de Minneapolis.

—Me temo que toda la información que tienes de California la has sacado de las peores películas de los setenta, Frank.

Sabía que, a su modo, Frank estaba preocupado por ella y eso no podía menos que conmoverla.

—Quiero convertir ese hostal que he heredado de mi abuela en un lugar del que ella hubiera podido sentirse orgullosa.

—Creo que si Kate hubiera querido cambiar ese lugar, lo habría hecho ella misma.

Quizá. Y a lo mejor había alguna razón por la que no lo había hecho.

—No necesariamente. Siempre estaba demasiado ocupada.

— ¿Y tú no?

Había llegado la hora de marcharse. Si lo dejaba, Frank podría continuar así toda la tarde. Y ella tenía que hacer las maletas.

—Podrás hacerlo todo solo, Frank.

Frank se levantó de su escritorio, elevando al mismo tiempo la voz.

— ¿Cómo podré ponerme en contacto contigo?

—No podrás. Te llamaré yo.

«Cuando me apetezca», añadió para sí.

Como era costumbre en ella, lo había dejado todo perfectamente ordenado. Frank tenía todas sus notas sobre la nueva campaña, y aunque la propia Kristina sabía por experiencia que era ella la única sangre nueva que corría por las venas de aquel aburrido departamento, también sabía que no había nada de lo que no pudiera ocuparse cualquier otro miembro del equipo.

Kristina aparcó todos sus pensamientos sobre el departamento y la campaña pendiente en el rincón más alejado de su mente y prestó atención a su futuro.

Un futuro que quizá fuera el principio de algo grande.

— ¡Eh, Max! —gritó Paul Henning por encima del ruido de la grúa—. ¡Es para ti!

Levantó el teléfono portátil, por si Max no había oído lo que estaba diciendo.

Max Cooper se volvió hacia la caseta. Creía haber oído su nombre. Y el resto de los obreros estaban demasiado lejos para que pudiera haberlo llamado alguno de ellos. Entonces vio a su amigo meciendo el auricular.

Con un suspiro, se quitó el casco y se pasó la mano por sus rizos oscuros. Esperaba que no fuera otra llamada para comunicar un retraso. La construcción del nuevo complejo de viviendas ya iba por detrás de los plazos previstos y lo último que quería era verse obligado a pagar una indemnización por entregar el proyecto fuera de plazo.

Cada vez que sonaba el teléfono, hacía mentalmente una mueca, anticipando otro desastre.

Volvió a ponerse el casco y le hizo un gesto a Paul. Este regresó a la caseta en la que habían instalado su modesta oficina y Max lo siguió. Era tan reducido el espacio que Paul tuvo que apoyarse contra la pared para que Max pudiera acercarse al teléfono.

—Hemos construido armarios más grandes que esto —musitó, sosteniendo el teléfono todavía en alto. Max señaló el auricular.

— ¿Quién es? —preguntó, moviendo solamente los labios.

Paul sabía perfectamente quién era, pero quería tensar a Max un minuto más.

—Ella ha dicho que es algo personal —musitó. En aquel momento de su vida, estaba rodeado de asuntos personales, pensó Max mientras agarraba el teléfono. Rita y él habían llegado a un mutuo acuerdo de separación. Bueno, en realidad, la palabra «acuerdo» quizá no fuera la más adecuada para definir su ruptura. Rita le había gritado algo sobre su miedo enfermizo al compromiso. Sí, aquellas eran las palabras con las que habían puesto fin a una placentera aunque breve relación.

Max se llevó el auricular a la oreja, preguntándose si Rita habría decidido darle otra oportunidad. Esperaba que no. Después de lo de Alexis, él prefería las relaciones cortas y predominantemente dulces. Aunque lo primero, era condición casi imprescindible para lo segundo.

— ¿Diga?

— ¿Max? Soy June —le contestaron al otro lado de la línea. La normalmente complaciente voz de June parecía nerviosa e insegura—. Odio tener que molestarte, pero creo que deberías venir. Tienes que ver esto.

June Cunninghan era la sexagenaria y eficiente recepcionista de La Gota de Rocío, un pequeño hostal del que Max era copropietario. Él habría vendido su parte del negocio hacía tiempo, si con ello no hubiera herido los sentimientos de sus padres adoptivos. John y Sylvia Murphy eran los únicos padres que había conocido. Aquella pareja había acogido en su casa a un descarado y asustado adolescente de trece años y lo había convertido en un hombre. Y sabía que les debía mucho más de lo que nunca podría devolverles.

De modo que si ellos querían que fuera propietario de la mitad del hostal, no podía rechazar aquel regalo. Así que había dejado todo lo relativo a la dirección del negocio en manos de June y pasaba por allí todos los viernes por la tarde para ponerse al tanto de la marcha del negocio. Pero en aquel momento, metido hasta el cuello como estaba en aquel proyecto de viviendas, el hostal era lo último en lo que podía pensar. Y no podía imaginar qué podía haber impulsado a la imperturbable June a llamarlo al trabajo y pedirle que fuera al hostal. ¿Qué demonios habría pasado?

— ¿Esto? —repitió—, ¿A qué te refieres exactamente con «esto»?

—A la señorita Fortune.

Max tardó casi un minuto en reaccionar.

— ¿A Kate? Pero si Kate está muerta. Murió hace casi dos años.

Recordaba haber leído un artículo en el periódico en el que decían que el avión que Kate Fortune pilotaba se había estrellado en alguna parte de América del Sur. Sterling Foster, el abogado de Kate, le había enviado una carta explicándole que la autenticación del testamento llevaría algún tiempo, de modo que podía continuar dirigiendo el hostal como siempre. Pero, al parecer, habían surgido algunos cambios.

—No, Kate no —lo corrigió June rápidamente—, es su heredera, Kristina Fortune.

Aquello sí que era una sorpresa para él, aunque tenía que admitir que se había relajado demasiado en todo lo relacionado con el hostal. Cuando se había enterado de la muerte de Kate, no se le había ocurrido pensar que quienquiera que heredada su parte podría querer ir a verlo.

— ¿Está allí?

—Sí, está aquí —oyó suspirar a June—.Y quiere verte inmediatamente.

— ¿Inmediatamente? —aquella no era una palabra común en el vocabulario de June, que solía tomarse todo con mucha tranquilidad—. ¿Inmediatamente? —repitió.

June bajó entonces la voz, como si temiera que pudieran oírla.

—Lo ha dicho ella, no yo. Pero creo que deberías venir, Max. Le he oído murmurar algo sobre que habría que tirar unas cuantas paredes.

Aquello consiguió atrapar su atención. ¿Quién demonios se creía que era aquella Kristina Fortune? Él no apreciaba particularmente aquel hostal, pero tampoco quería destrozarlo. Era parte de su infancia. La mejor parte, de hecho, sin contar a John y a Sylvia.

Tapó con la mano el auricular y se volvió hacia Paul:

— ¿Te importaría que te dejara solo unas horas?

—Eh, claro que no. Justo ahora estaba preguntándome cómo podría deshacerme de ti. Me encanta hacer de jefe, chico.

Max apartó la mano del auricular.

—En cuanto pueda, iré para allá, June —y colgó.

— ¿Qué ha pasado? —le preguntó Paul con curiosidad.

Él no necesitaba algo así, se dijo Max. A él le gustaban las cosas sencillas y probablemente aquel fuera el peor momento posible para tener problemas.

—Al parecer, la nueva copropietaria del hostal tiene algunas ideas un poco extrañas sobre lo que convendría hacer en él.

Paul se sirvió una taza de café.

— ¿La nueva copropietaria?

—Sí. Kate Fortune tenía, como mis padres, la mitad de la propiedad del hostal. Murió en un accidente de avión hace un par de años. Y June acaba de llamarme para decirme que ha llegado su heredera y que vaya para allá inmediatamente.

—Eso no parece propio de June.

Max se quitó el casco y se puso la cazadora.

—Estaba citando a Kristina Fortune.

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